Capítulo: 7
INDÍGENAS REALISTAS
Antonio Navala Huachaca
La historia oficial del Perú, como es lógico, pretende ignorar o minimiza a una figura india que fue muy importante en el transcurso de las guerras de independencia. Nos estamos refiriendo al más glorioso personaje de la guerra de Huanta, Antonio Navala Huachaca, el «general en jefe de la división restauradora de la ley de los bravos y valientes iquichanos, defensores de la causa justa» como se había autoproclamado.
La vida de Navala Huachaca transcurre por más de 30 años en la región de Huanta, su poder, su actividad, y su carisma marcarían la historia de esta región entre 1810 y 1840. Antonio Huachaca es a diferencia de otros oficiales indios como el coronel Choquehuanca, el brigadier general Pumacahua, entre otros, era de origen plebeyo.
Es decir que no tenía privilegios y facilidades, y tuvo que ascender desde lo más bajo del escalafón militar en base a sus méritos en el campo de batalla. Lo mismo con los generales europeos como José de Canterac y José Ramón Rodil, Navala Huachaca nunca llegó a rendirse ni firmar pacto alguno con sus enemigos.
Antonio Huachaca nació en el pueblo de San José de Iquicha, en donde hoy su tumba recuerda la memoria del legendario guerrero, aproximadamente en la segunda mitad del siglo XVIII, en el seno de una familia campesina. Durante su infancia se dedicó a la agricultura y apenas sabía leer y escribir.
Su poder no tiene origen en ninguna pequeña nobleza indígena ni en algún poder económico, es posible que todo se deba a su personalidad, su carácter, su carisma, y a la fuerza con que defendía las causas perdidas. Y también tratar de entender a este ejército tan particular de una población provinciana formada por artesanos, campesinos, comerciantes, que pudo reunirse y constituir un ejército.
En 1813, aparece Huachaca por primera vez en la escena política local. En esa época se presenta como el gran líder de la revuelta de los indios contra los abusos de ciertas autoridades virreinales, el alcalde de la ciudad. La lucha que emprendió Huachaca fue contra los funcionarios virreinales en 1813, no fue un rechazo al régimen virreinal ni pretendió asumir el proyecto utópico de un retorno a un imperio ideal, como lo intentaron algunos proyectos milenaristas anteriores.
La revuelta de Antonio Huachaca en 1813 contra los malos ministros del virreinato es la expresión de la interiorización por la sociedad india del sistema virreinal y de su legitimidad y no su recusación. Huachaca se constituye como un rectificador del sistema virreinal, tal como él lo concibe, y no como un revolucionario. El compromiso posterior de Huachaca en la «guerra de las punas» es lógico y coherente, y conforme con su visión del mundo.
En 1814 Huachaca estará enrolado en el ejército español como soldado. Inicia su ascenso militar con el estallido de la rebelión del Cusco en 1814, hasta convertirse en capitán, y posteriormente en comandante de guerrillas tras derrotar a los rebeldes en 1815, bajo el mando del coronel Pedro Lazón, contra las fuerzas secesionistas comandadas por J. Gabriel Béjar, Hurtado de Mendoza y Angulo.
Huachaca volverá a entrar en acción en diciembre de 1824, con el grado de Brigadier General de los Reales Ejércitos del Perú, en mérito a su gran desempeño en los combates contra las tropas rebeldes del Cuzco, en las batallas libradas en la ciudad de Huanta y sus alrededores los días 30 de setiembre y 1 de octubre de 1814, en la de Matará el 27 de enero de 1815, por gracia del virrey José de la Serna.
En 1821 llegarían desde el sur las tropas insurgentes de José de San Martín y proclamarían la independencia. No tenemos información de Antonio Huachaca durante las guerras de independencia, pero reaparece o tenemos noticias sobre él inmediatamente después de la derrota y capitulación del ejército de la corona en Ayacucho en 1824.
Pero no todos los peruanos están contentos con la nueva política del régimen republicano, al que llaman «infame gobierno de la patria». En las montañas y desfiladeros del valle de Huanta, los batallones de indios armados desfilan dando vivas a su Jefe: «¡Navala Victoria!», «¡Mamacha Rosario!».
Los iquichanos son un grupo de comuneros muy bien organizado en «guerrillas» y «columnas de honderos» con rifles, lanzas y hondas, todos marchan uniformados, concentrados en su lucha contra este nuevo estado republicano, independiente y liberal. Este ejército de indígenas es heredero del Imperio incaico y del Imperio español, comandados por su líder Huachaca, que ven a la República como enemiga del pueblo y de su fe.
¿Por qué después del grito de libertad en Lima, Junín y Ayacucho todavía tantos indios en la sierra peruana preferían el gobierno de la Corona española? La respuesta está en la carta enviada por Antonio Navala Huachaca al prefecto republicano:
«Ustedes (los criollos republicanos) son más bien los usurpadores de la religión, de la Corona y del suelo patrio […] ¿Qué se ha obtenido de vosotros durante tres años de vuestro poder? La tiranía, el desconsuelo y la ruina en un reino que fue tan generoso. ¿Qué habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy? ¿En quién recae la responsabilidad de los crímenes? Nosotros nos cargamos semejante tiranía».
Antonio Huachaca increpó a los generales realistas por su cobardía, por la rendición y se dispuso a retirarse a su pueblo. Siguieron a Antonio Navala Huachaca, además de sus tropas de indios y mestizos, un número importante de oficiales europeos y criollos que estaban descontentos por la capitulación.
Su ejército compuesto por unos 2.000 o 3.000 realistas iniciaron la resistencia y se asentaron en San José de Iquicha (Ayacucho), declarando el lugar como autónomo e independiente de la República del Perú, jurando fidelidad a la Corona de España.
Entre los líderes de la resistencia se destacaban Antonio Navala Huachaca, Prudencio Huachaca, Tadeo Choque, Nicolás Soregui, Pascual Arancibia, Francisco Garay, Francisco Lanche, Juan Fernández y el presbítero Mariano Meneses.
Desde 1825, Antonio Navala Huachaca mantuvo estrechas relaciones con algunos militares dispersos del ejército de la Corona quienes, por temor o convicción, no aceptaron la derrota y buscaron refugio en esta región cercana al último campo de batalla. Inmediatamente vendrá la declaración de guerra en la que Antonio Huachaca figura como el jefe principal.
En junio de 1826, los rebeldes bajo el comando del general Huachaca logran tomar el pueblo de Huanta convirtiéndolo en centro de operaciones. En sus planes estaba el de capturar Huamanga y Huancavelica, para luego atacar Lima. Con el apoyo de arrieros, comerciantes, campesinos y dos fracciones desertoras de los Húsares de Junín, intentan tomar Huamanga (Ayacucho), pero son derrotados por la guarnición de la ciudad.
En esta etapa de resistencia realista, el suceso más importante fue el combate de Uchuraccay (1828), donde el comandante del ejército republicano del Perú Gabriel Quintanilla enfrentó a los realistas por un lapso de dos horas. En este combate cayó valientemente Prudencio Huachaca, y el sargento mayor Pedro Cárdenas, entre otros, y asimismo el capitulado José Pérez del Valle, que falleció pocos días después.
El comandante Gabriel Quintanilla, frustrado de no capturar a Huachaca, se ensañó con su esposa y sus hijos, así como con sus comandantes principales, quienes fueron hechos prisioneros y remitidos a Ayacucho. Entre Antonio Huachaca y Gabriel Quintanilla, se dio una curiosa relación personal. Huachaca estaba casado y tenía dos hijos a los que los había introducido en el oficio de las armas y que habían sido nombrado cadetes.
Pero, como pudimos ver, con ocasión de la gran represión que siguió a la derrota del ejército de las punas frente a Ayacucho, el comandante Gabriel Quintanilla hizo encarcelar a la mujer y a los hijos de Huachaca. Antonio Huachaca no perdonó nunca esta afrenta. En 1833, sin embargo, volvemos a encontrar a estos enemigos del pasado reunidos en un combate común contra el general Gamarra, en ese entonces presidente del Perú.
Curiosamente, la amistad entre ambos parece ser muy estrecha, llegando a un punto en que se convierten en compadres, ser compadres en el Perú de la época consistía en la máxima relación social entre personas que no estaban ligados familiarmente. En 1839, tras el fracaso de la confederación peruana-boliviana, resurgió la violencia y los combates en la región. Esta vez, Huachaca y Quintanilla se situaron en bandos opuestos.
Durante el transcurso de los combates, Antonio Navala Huachaca capturó a Gabriel Quintanilla y, sin importarle los lazos del compadrazgo que los habían unido de manera temporal, lo ejecutó fría y cruelmente recordándole, en ese momento fatal, todos los males y las afrentas que éste le había hecho.
Esta relación histórica establecida entre Antonio Huachaca y Gabriel Quintanilla es muy ilustrativa. Ya que nos muestra la personalidad de Huachaca en la que orgullo, astucia y la ferocidad se mezclan con el coraje, la tenacidad y la inteligencia política para formar a este gran jefe indígena carismático, cuya participación en la guerra de Huanta fue determinante.
Pero también nos muestra de una manera cruda como se establecían en ese tiempo las relaciones entre indígenas y no indígenas. Mas allá de las uniones momentáneas por intereses u objetivos circunstanciales, la sociedad provinciana llevaba dentro de sí el odio entre indios y no indios.
Huachaca jamás supo rendirse al enemigo ni arriar su bandera. Tampoco se dejó llevar por los halagos y promesas que le fueron ofrecidos por los gobiernos y altos jefes militares, tuvo el tino de rechazarlos altiva y enérgicamente por considerarlos simples actos de cobardía. Se negó a aceptar los indultos concedidos por Simón Bolívar y Santa Cruz, por los mariscales José La Mar, Agustín Gamarra y por los Prefectos de Ayacucho.
En más de un centenar de combates tuvo el honor de medir sus armas primitivas con destacados generales y renombrados jefes del ejército peruano, chileno y boliviano, que habían sido condecorados con las medallas de las victorias de Pichincha, Junín, Ayacucho y Yungay. Muchos de ellos pudieron vencerlo, pero nunca tuvieron la satisfacción de capturarlo, ni siquiera de conocerlo.
Las gacetas de gobierno y los periódicos de Perú destacaban sus valientes acciones y su nombre calificándolo de «Rebelde Iquichano». Cientos de veces pusieron precio a su cabeza, no importaba si era vivo o muerto. Fue valorado su arrojo frente al enemigo por su capacidad natural para desarrollar un plan de combate, organizar las guerrillas y dirigir los comandos.
Los militares leales a la Corona tenían un concepto claro de sus raras cualidades de soldado valiente, leal y generoso, pero también quisieron aprovechar de su amparo y protección. El ascenso otorgado por el Virrey fue también para estimularlo y ser empleado en futuras operaciones militares. Antonio Navala fue cruel e implacable con sus enemigos, con los cobardes y traidores.
Fue conocido con el nombre de Antonio Guachaca o Huachaca, como consta en documentos oficiales. En el año 1826, año en que inicia su campaña como jefe del movimiento contra la dictadura de Simón Bolívar y la Constitución Vitalicia, aparece con un nombre y apellido más, José y Navala, antepuestos a sus respectivos nombres, es decir: José Antonio Navala Huachaca.
Todo parece indicar que los jefes y oficiales españoles, con quienes mantuvo cerca de tres años consecutivos, desde fines de diciembre del año 24 hasta noviembre de 1827, en íntimas relaciones de camaradería militar, fueron los que le rebautizaron, imitando al revés, el nombre del mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre y con un apellido derivado de la Marina de Guerra: Naval.
Parece que el mismo Huachaca no podía pronunciar bien la palabra, mucho menos los guerrilleros bajo su mando, quienes lo transformaron en Navala. Los militares de la Corona en su afán por adularlo le otorgaron el rimbombante título de «General de Mar y Tierra» y a sus dos hijos, iniciados en el arte de la guerra, con el de «Cadetes».
La fama y el prestigio de Huachaca estaba sentado en su fortaleza física, en su habilidad militar y sus cualidades de estratega. A esto hay que sumarle que nunca fue hecho prisionero por aquellos a los que enfrentó, todo esto fue proporcionándole un halo de invencibilidad convirtiéndolo en un jefe mítico para la sociedad india local.
Luego de la etapa de la resistencia realista Huachaca huye a las montañas, y reaparece en la etapa de la Confederación. Concretamente en la Guerra Civil de 1834, donde toma partido por el bando liderado por el general Luis José de Orbegoso, y posteriormente se involucra en la Guerra contra la Confederación peruano-boliviana en el bando del general Santa Cruz, convirtiéndose en «Jefe Supremo de la República de Iquicha».
Su última aparición pública fue en 1839 como «General en Jefe de las Milicias de Huanta», junto al coronel Tadeo Choque (o Chocce), contra los peruanos y chilenos que conformaban el Ejército Unido Restaurador del Perú. A pesar de que el coronel Choque firma el Tratado de Yanallay, Huachaca se niega a aceptar la derrota y se retira a Apurímac, donde muere en 1848. Sus restos se encuentran hoy en un mausoleo pétreo de la Iglesia de Iquicha (Ayacucho).
La sociedad indígena participó en la guerra, pero no como carne de cañón, sino en la dirección militar de la guerra, como parte del Estado mayor. En esta sociedad india existían relaciones tradicionales intra e intercomunitarias por donde se difundieron la autoridad carismática de Huachaca.
La presencia de Huachaca en la región fue decisiva para la movilización de los indios, que, durante el tiempo de combate, dejaron de ser esta «masa informe y ahistórica» de la que habla L. Valcárcel para convertirse en un ejército. Las masas indias de Huanta siempre tuvieron conciencia de las transformaciones políticas que se estaban operando en la época.
No eran seducidos por los discursos de los políticos, sino que seguían la voz de uno de los suyos que denunciaba a los nuevos culpables. Palabras semejantes a las que Antonio Huachaca le decía al prefecto de Ayacucho:
«… acabamos de recibir una proclama que como padre nos amonesta y solicita con la paz, pero todo nos ha salido, al contrario, con acabar nuestros intereses nuestros bienes y familia. Cuando nosotros estábamos persuadidos que fuera a nuestro favor esta santa libertad, pero todo se ve al contrario, ahora vuesa excelencia promete todas las ventajas que todo cristiano debe buscar a palabra de honor, por lo demás nosotros solicitamos lo mismo como bien entendido de que salgan los señores militares que se hallan en ese depósito (sic), robando, forzando a mujeres casadas y doncellas, violando hasta los templos a más de mandones, como con el señor intendente que nos quiere acabar con contribuciones y tributos y tener en consideración de que estamos muy abatidos por causa de que el caballero Vílchez y otros, otros (sic) que solo se dirigen a hallarnos sin dejarnos entrar en nuestros comercios perdiéndose las haciendas cocales que con eso mantienen a sus pobres familias y deja aún a la nación y al estado renta, viendo todo esto vuestra señoría determina y nos deje en paz, el comercio que nosotros dentremos en libertad a nuestros comercios, nosotros nos mantendremos aquí para ver lo que vuesa señoría determina que no nos perjudique en nuestros comercios si atrasar a ningún individuo así como los de Huanta, como los de las punas y de lo contrario acabar con la última vida para defender la religión y nuestras familias e intereses asilo, prometo en nombre de todos y decimos».
A. Navala Guachaca – Pablo Guzmán.
Medina – «Juzgado de derecho de Ayacucho: Criminal contra don José Aguilar y Vílchez y Tomás Medina sobre el motín de mujeres en Huanta, Año 1826, quinto de la República», citado en HUERTAS, L, 1974.
Antonio Huachaca se ve muy limitado cuando trata de movilizar a los indios que no pertenecían a esa red de relaciones tradicionales y tenía que utilizar la propaganda escrita, la movilización no se producía como lo certifica este pasquín de propaganda destinado a las Comunidades de Huancavelica que no participaron en la guerra:
«A LAS COMUNIDADES DE LOS PUEBLOS DE LA VILLA DE HUANCAVELICA.
Amados hermanos ya hemos hecho saber a ustedes, que es lo que piensan:
sí están gustosos de ser esclavos de los viles patriotas si estos hombres bajos ladrones que no piensan sino en robarnos de contribuciones, será posible que sólo trabajemos para ellos, mientras nuestras caras esposas y nuestros tiernos hijos padezcan de hambre y los veamos desnudos? No creemos en ustedes tantas bajezas, ni menos tengan sus corazones de fieras: Aprender de nosotros, que sin esperanza de auxilio de nuestras tropas hemos sacudido el yugo de la tiranía, hoy que están nuestros campeones e invencibles señores Loriga, Rodil, Ricaflor y Morales en nuestras … (¿) no levantaron el grito viva el Rey y muera la patria y sus satélites, ármense hermanos de valor, tengan en su lugar de esta vil casta insurgente que toda su fidelidad sea a nuestro amado Rey Fernando.
Sí hermanos, asilo esperamos de su asendrado realismo y que levantando el grito VIVA EL REY aguardemos a nuestros generales españoles y que tengamos la gloria de entregar estos lugares defendiendo con una porción de nuestra sangre y asilo esperamos de un amor a la religión y al mejor de los reyes».
Se puede decir que Antonio Huachaca tomó una posición en esta guerra, porque debía defender su estatus de jefe indio que había conseguido en la sociedad virreinal. Su grado de general, todo el prestigio y el respeto que le brindaban como así también el poder que tenía sobre los demás, lo había adquirido de esa organización virreinal, entonces es lógico que haya tratado de defender el sistema que le había otorgado prestigio y poder.
Es interesante ver como se aplicaba el poder político de la Corona, que a diferencia de otras especies de poder como el psicológico o el etológico, necesitaba mantenerse en el tiempo. La institución de un «poder indio» interno, con mucha autonomía, pero que en última instancia dependía del poder de la Corona, impedía el desborde de las masas indígenas y mantenía una relación con el poder virreinal.
El ejército de Huachaca que era casi exclusivamente indio, sin embargo, adopta toda la forma de la institución militar del ejército real. Empezando por su grado de general, la distribución de los puestos militares calcados del ejército real, con grados de teniente, capitán, coronel, etc., muestra hasta qué punto Huachaca estaba formado por la organización virreinal.
La falla estuvo en que no pudo lograr la transformación de un ejército de campesinos en un ejército profesional. Eso se pudo comprobar en la batalla de Ayacucho cuando el buen ordenamiento de su ejército se deslizaba a las técnicas instintivas de las guerrillas, a lo clásico, al ataque en montón y al repliegue desordenado.
Muchos de los militares secesionistas eran profesionales, venían de la península de enfrentarse a las tropas napoleónicas, de conocer las últimas tácticas y estrategias de la guerra avanzada.
El lado positivo del ejército de Huachaca, estaba en la gran capacidad de alimentarse en las peores circunstancias, el conocimiento del terreno y la valentía, pero carecían de armamento adecuado, ni la ayuda financiera de los diezmos confiscados por Huachaca podían hacer mucho frente a los fusiles del ejército insurgente. Antonio Huachaca no fue el único jefe de guerra indio que estuvo en el bando realista en la guerra de Huanta.
Tadeo Choque o Chocce.
Nació en Canrao, en una hacienda del distrito de Caruahurán que pertenecía al coronel de las milicias don Pedro José Lazón, y estaba casado con una tal María Huayhua. De acuerdo a la documentación existente era un indio culto, sabía leer y escribir.
Durante la guerra, fue uno de los mejores jinetes y uno de los más hábiles lanceros del ejército de los iquichanos. Esos atributos de soldado y su formación intelectual le granjearon el título de «muy excelente coronel Chocce», resaltando así su grado de general y de primer jefe de guerra.
Tadeo Chocce fue hecho prisionero luego de la derrota de los iquichanos frente a Huamanga, terminando así su carrera militar. En el proceso que fueron sometidos los rebeldes en 1828, Chocce, curiosamente, no figuró como acusado sino como simple testigo y alcalde de las punas de Huanta.
Lo que llama poderosamente la atención es su situación de testigo en el proceso, y su nuevo papel en la sociedad india, lo que hace suponer que entre Choque y las autoridades republicanas hubo algún acuerdo. Su testimonio fue un acto de acusación hacia otros lideres de guerra.
«A la pregunta sobre que había hecho desde 1825 hasta ahora, respondió que permaneció siempre en el pueblo de Caruahurán donde nació y donde vive aún. Agregó que Huachaca lo había hecho dejar su casa en el comienzo o a mediados de la revolución y que por la fuerza lo obligó a participar en ella…
A la pregunta de saber cuándo y cómo Nicolás Soregui pasó a formar parte de la revolución …
Respondió que antes del ataque a Huanta… Soregui se presentó en su casa acompañado del dijunto (sic) Pineda. Le dijo entonces que llegaba de Huancayo y que las tropas del Rey estaban muy cerca de aquí, sin precisar exactamente el lugar. Soregui añadió que ya era tiempo de sublevarse, a lo que él respondió que la gente de aquí era muy tranquila. Esta respuesta puso de cólera a Soregui y lo obligó a partir hacia Marcari.
Algunos días después, el tambor Rodríguez llegó de Lima e hizo reunir a todos, incluso a Soregui, en Mamaypata situado a media legua de Huanta. Allí mostró papeles que se parecían a una proclamación del Rey de España y todos se pusieron entonces de acuerdo en hacer un movimiento general, con todos los pueblos de las punas, en lo que Soregui participó muy activamente…»
Tadeo Choque o Chocce, fue perdonado por sus actos, hizo incluso una «linda carrera política» en su sociedad. Tadeo Choque, en 1839, firmará ese curioso tratado de paz de Yanallay mediante el cual los iquichanos se decidían finalmente a reconocer y a entenderse con el Estado Republicano del Perú. Es evidente que Choque había llegado a un acuerdo con el poder judicial.
Tadeo Chocce dijo en su interrogatorio que mediante la fuerza Huachaca lo había comprometido en los sucesos. En realidad, si la amenaza y la coerción fueron realmente utilizados por los jefes de guerra, para reclutar a la gente como pretende hacer creer Choque, lo fueron sobre todo contra los blancos y no contra los indios, ya que estos aún estaban poco habituados a las tomas de decisión individuales.
Pascual Arancibia
Pascual Arancibia, fue otro jefe indio y parece haber desempeñado un papel bastante equiparable al de Chocce, aunque más breve y más turbio. Pascual Arancibia era originario del pueblo de Iquicha. En 1826, fue comandante de las guerrillas de Iquicha, Tambo, Ccano y Uchuraccay, y parece que junto con Huachaca fue uno de los primeros jefes indios en entrar en guerra como lo rectifica esta nota del gobernador de Tambo destinada a la prefectura de Ayacucho:
«Gobierno de Tambo, Mayo 31 de 1826, al Sr. General Prefecto.
No pierdo instante de dar a US. parte acaso digno de su atención el mismo que acabo de tener por los ciudadanos Villavicencio y Pacheco: que las tropas pacificadoras han tomado cincuenta rebeldes en varias guerrillas que tuvieron, los mismos que los han degollado y otros afusilados y en este número una india que según declaración confiesa que Guachaca pidió auxilio Aranjuay al rebelde de la Paz Arancibia, y este a Huachaca y el uno al otro dicen hallarse oprimidos por las tropas: que hay dos de crecida barba, seguramente españoles, que Guachaca tiene comercio con Ayacucho, que remite cargamento de papas pero se ignora con quien y que no le falta aguardiente, sigarros ….»
Firmado: Ozata”.
El compromiso de Arancibia en los primeros momentos de la guerra es claro, su participación en los acontecimientos posteriores aparece mucho más oscuro. En efecto, según Luis Cavero, Arancibia fue hecho prisionero en 1826 por la expedición pacificadora del general Santa Cruz. Cavero agrega que, a cambio de su perdón, reveló los planes del ejército rebelde, así como los contactos que éste tenía con el exterior.
Curiosamente Arancibia vuelve a aparecer en el ejército de los iquichanos, en el momento del ataque a Huanta, en noviembre de 1827. En el proceso verbal del interrogatorio al español Manuel Gato inmediatamente después de la derrota de los iquichanos frente a Huamanga, se puede leer la siguiente declaración:
«A la pregunta de saber si, antes de la ocupación de Huanta por los rebeldes, se encontraba ya con ellos, y si después participó en el ataque a esta ciudad el 29 del mes pasado, respondió que estuvo con los rebeldes antes de la acción del 12 de Noviembre. Dijo que Soregui que se encontraba en los alrededores de Huanta, vino un día a Lucre (Hacienda cercana a Huanta) y lo llevó a su campamento y se quedó allí hasta la toma de esta ciudad (Huanta). Algunos días después se le dijo que había sido nombrado capitán, pero no recibió ninguna orden ni ningún signo de este grado. Fue colocado en la división de Soregui sin fusil ni espada y el día del 29 de Noviembre, cuando atacaron esta ciudad, el permaneció al otro lado de la Quebrada Honda, porque no tenía arma, con cuatro o cinco indios y sin haber recibido ninguna orden.
Cuando se le preguntó si sabía cuántos hombres había, cuantos fusiles, lanzas, y jinetes y si tuvo conocimiento de las disposiciones que habían sido tomadas por los rebeldes para el ataque.
Respondió que había cerca de mil quinientos hombres, mil de las punas y el resto de Huanta. Agregó que Pineda disponía de dieciocho a veinte fusiles y de doscientos hombres y que todos partieron hacia la Picota. Dijo que Soregui disponía de veintiocho fusiles y Arancibia de dieciocho o veinte. Agregó que Huachaca disponía de trentitres fusiles y de doce jinetes o más, armados de lanzas y de sables …Finalmente agregó que no podía haber sabido nada de sus planes porque ellos tomaban estas disposiciones únicamente entre jefes…»
El rol que cumplió Arancibia en esta segunda fase de la guerra de las punas, es cuestionable, es probable que estuvo informando a los militares republicanos desde las filas rebeldes. Lamentablemente, Arancibia no es mencionado en los documentos posteriores y parece haber desaparecido de la vida política regional.
Además de Huachaca, Chocce y Arancibia, de estos tres lideres, existían jefes indios de rango inferior que tenían a su cargo la organización y el entrenamiento de grupos más reducidos de guerreros. También servían como enlaces entre la masa de guerreros y el Estado mayor. Entre estos, se puede citar a Francisco Lanchi, nativo de Caruahurán, comandante de las guerrillas de Marccaraccay.
Lanchi fue también compañero inseparable de Antonio Huachaca durante todas sus campañas. También podemos citar a los hermanos de Huachaca, Prudencio y Pedro que cayó en el combate de Uchuraccay en 1828, o a Bernardo Inga que fue comandante de las guerrillas de Huaillay, y muchos otros.
Entre los años 1828 y 1838, las cumbres sur andinas se convirtieron en fortalezas de la resistencia de los iquichanos. Hasta que, en 1839, se logró una salida negociada del conflicto. No hubo rendición por parte de los indígenas, sino un tratado de paz llamado Convenio de Yanallay, firmado entre el prefecto de Ayacucho y el jefe iquichano, Tadeo Chocce.
Fernán Altuve-Febres anota que «esos valiosos comuneros defendieron sus convicciones más allá del cumplimiento del deber, y su sacrificio les ha dado un lugar dentro de una visión plural de lo que es la peruanidad».
La situación de los indígenas en tiempos de la guerra civil
La historiadora colombiana Marcela Echeverri Muñoz, ha realizado estudios muy importantes sobre la situación y la capacidad política de las comunidades indígenas y esclavistas en la provincia de Popayán, el reino de la Nueva Granada y en la República de Colombia durante las denominadas «revoluciones atlánticas», entre 1780 y 1825.
El resultado de su tesis doctoral presentada en la Universidad de New York en el 2008, fue el libro: «Indian Slave Royalists in the Age of Revolution: Reform, Revolution, and Royalism in the Northern Andes, 1780-1825». New York: Cambridge University Press, 2016. Esta obra se fue difundiendo a través de artículos en revistas y capítulos en obras colectivas.
En español el libro fue publicado como: «Esclavos e indígenas realistas en la Era de la Revolución. Reforma, revolución y realismo en los Andes septentrionales, 1780-1825». Echeverri investigó toda la bibliografía especializada de los últimos treinta años, escrita en inglés y en castellano (español). Consultó la documentación judicial y política consultada en varios archivos de Colombia, Ecuador y España, y la «Historia de las revoluciones» de José Manuel Restrepo.
El libro de Marcela Echeverri es el resultado de un exhaustivo relevamiento de fuentes primarias que se hallan dispersas en archivos de varios países, y, además, conoce la literatura teórica y comparativa sobre temas que giran en torno a las formas de acción colectiva de las clases subalternas, el esclavismo, el monarquismo popular y la era de las revoluciones atlánticas.
El libro se divide en seis capítulos, los tres primeros referidos al siglo XVIII, el cuarto y el quinto a las guerras de independencia y el último a la guerra de los realistas de Pasto y de la Costa Pacífica contra el gobierno de Simón Bolívar. La cuestión de los esclavos e indígenas son tratados en unos y otros capítulos.
La historiadora a consultado la enorme historiografía que existe sobre la Era de la Revolución y aquellas corrientes historiográficas que plantean el realismo popular entendida como una manifestación de apoyo a la monarquía, por un lado, con los esclavos y por otro con los indígenas. También incorpora estudios por fuera del reino de Nueva Granada.
Por lo tanto, tenemos una exposición integral de la lucha de los indígenas y la de los esclavos, sus recíprocas colaboraciones durante la guerra civil, enmarcada entre la zona montañosa de Pasto y las costas del océano Pacífico, en toda la extensión territorial de la provincia de Popayán.
El primer capítulo, «Reforma, revolución y realismo en los Andes septentrionales. Nueva Granada y Popayán (1780-1825)», identifica las diferencias jurídicas entre indígenas y esclavos que existían en las leyes imperiales, y hace notar las alianzas y las negociaciones que estos grupos usaron para mejorar la posición política que tenían en la sociedad, sin perder el contexto de los cambios realizados por la Corona española durante la implementación de las reformas borbónicas.
En el segundo capítulo, «Política indígena y justicia española en Pasto, siglo XVIII», analiza las alianzas entre los caciques y el corregidor a finales del siglo XVIII y la utilización por parte de los indios de las leyes imperiales como un elemento de defensa jurídica ante el abuso de los corregidores. Tomando como ejemplo la revuelta de Túquerres de 1800.
Entiende que el estatuto legal del indígena es utilizado como un arma de doble filo, en cuanto que los indios invocaban la justicia imperial presentándose «como súbditos miserables necesitados de protección y como actores que reclaman sus derechos y participan en establecer límites al poder de los funcionarios locales».
La autora sostiene que los indígenas fueron conscientes de los cambios políticos que la monarquía iba implantando en sus territorios y, conforme ello ocurría, definieron sus posiciones en la organización local. La opinión de Echeverri va en contra de otras opiniones que sostienen que los indígenas fueron manipulados por caudillos, entre ellos José Manuel Restrepo.
En el capítulo tercero: «Las leyes de la esclavitud y la política de la libertad en Popayán a finales del periodo colonial», la autora va en contra de la historiografía de Jaime Jaramillo Uribe y Aline Helg, quienes sostienen que las rebeliones y el cimarronaje fueron los únicos mecanismos utilizados por los esclavos para acceder a las leyes esclavistas.
Ante esta idea afirma que los esclavos tenían capacidad de agencia, es decir, capacidad de actuar en pro de sus propios intereses, mediante la interpretación de las leyes imperiales, particularmente la «Instrucción sobre la educación, trato y ocupaciones de los esclavos», de 1789, decreto que planteaba la necesidad del buen trato por parte de los amos a los esclavos, supervisado por funcionarios de la Corona.
Echeverri sostiene que con el fin de denunciar ante los tribunales los excesos de los esclavistas, los esclavos cometieron una serie de infanticidios contra sus propios hijos, lo que les permitía mostrar ante los funcionarios reales un reflejo de los niveles de martirio a los que habían llegado por los maltratos recibidos. Echeverri pide mirar estos hechos no como acciones bárbaras de hombres irracionales, sino como estrategias racionales de lucha y de acceso a la protección de la Corona.
A continuación, Marcela Echeverri va a decir una cuestión muy interesante:
«En una circunstancia notable en la historia de la esclavitud, los representantes de la monarquía española movilizaron a los esclavos contra sus amos, y los esclavos defendieron la monarquía que históricamente había promovido la esclavitud. Al mismo tiempo, los descendientes de la población nativa, que tres siglos atrás habían sido conquistados por la fuerza, defendieron su condición de vasallos y tributarios de la Corona española. En esta coyuntura sin precedentes, las gentes que hasta entonces habían sido objeto de la dominación imperial, se convirtieron en sus acérrimos defensores».
Cuando Echeverri dice «los representantes de la monarquía española movilizaron a los esclavos contra sus amos, y los esclavos defendieron la monarquía que históricamente había promovido la esclavitud.» En primer lugar, los esclavos conocían en carne propia el maltrato a la que eran sometidos por sus amos, y estos no eran otros que esos terratenientes oligárquicos criollos, los mantuanos, clase a la que pertenecía Simón Bolívar.
Segundo, la monarquía española no promovió «históricamente» la esclavitud. La institución de la esclavitud históricamente, si con eso nos referimos al tráfico de esclavos africanos es una página muy vergonzosa, pero que no puede ser identificada pura y exclusivamente con el racismo blanco y menos con España.
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La esclavitud se practicó en la antigüedad en Oriente y en Grecia entre hombres del mismo color de piel, entre blancos. Platón, entre muchos otros, fue esclavo. Los prisioneros de guerra eran ipso facto convertidos en esclavos en la Grecia clásica, los amos y los esclavos eran igualmente blancos o, igualmente cultos. Ya di el ejemplo de Platón, y se vendían en los mercados.
Los árabes continuaron con la práctica de la esclavitud sobre los hombres blancos, y esta se alargó hasta muy entrado el mundo moderno. A los esclavos varones con frecuencia se los sodomizaba. El autor del Quijote, Cervantes Saavedra, en el siglo XVI fue esclavo en Argel por casi seis años soportando todo tipo de sufrimientos. Los esclavos en las colonias inglesas en América y en las Antillas se disfrazaban bajo la categoría de «sirvientes blancos».
Muchos eran prisioneros de guerra, irlandeses o escoceses, delincuentes condenados a trabajos forzados, campesinos pobres que vendían a sus hijos y a sí mismos, proletarios que caían en las razzias bajo el delito de vagancia. Muchos esclavos eran niños secuestrados por los «spirits» en Londres o Bristol, para ser vendidos. El nombre de spirits se debe a que hacían desaparecer a la gente. Esto está bien descripto en las novelas de Dickens.
La esclavitud en el África Negra era una institución muy antigua y extendida en especial en Sudán. El viajero escocés Mungo Park después de un viaje por el Níger en el siglo XVII estimaba que las tres cuartas partes de los habitantes de los numerosos reinos que recorrían, eran esclavos.
El marino inglés John Matthews, fundador de una factoría en Sierra Leona en 1785, informaba que muchos de los nativos de la Costa de Barlovento tenían doscientos o trescientos esclavos y que los mandingos que habitaban la montaña de Sierra Leona poseían entre setecientos y mil esclavos. Los esclavos eran sirvientes domésticos o realizaban labores de campo. Estos eran tratados por los mandingos con tanta crueldad como los negreros blancos de América.
Muchos de esos esclavos que llegaron a América ya lo eran en el África y eran vendidos por sus propios dueños africanos. La nostalgia de la libertad perdida para muchos de ellos era un sentimiento incomprensible ya que jamás la habían conocido. Fue la civilización islámica y no la europea la primera en esclavizar a los negros, esto sucedió no bien entró en contacto con el África Negra a través de las regiones entre el Níger y el Dafur y sus mercados en el África oriental.
A finales del siglo XVIII el tráfico de esclavos se incrementó, llegaban a El Cairo caravanas procedentes del Dafur con 20.000 esclavos en un solo viaje. En 1830 el sultán de Zanzíbar recibía derechos anuales sobre 37.000 esclavos, y en 1860 había en Zanzíbar dos millones de esclavos para una población de 300.000 habitantes.
En 1872 de diez a veinte mil esclavos dejaban anualmente Suakim rumbo a Arabia. Los traficantes europeos a partir del siglo XIX se vieron entorpecidos por la abolición de la esclavitud en la mayor parte de los países occidentales, y por la persecución al tráfico en la que estaban empeñados la escuadra británica abolicionista.
Existen pruebas de que los saqueos más feroces y la mayor pérdida de vidas humanas en el tráfico de esclavos se debe a Tippu Tib y a los árabes entre 1870 y 1890, cuando la esclavitud ya había sido abolida en Europa. Estas crueldades sirvieron de excusa para la colonización belga en el Congo. Desde el siglo XVIII a finales del siglo XX, quince millones de negros fueron llevados como esclavos al Magreb (norte del África).
La esclavitud fue abolida oficialmente en Arabia Saudita en 1962 y en Mauritania en 1981. El tráfico se realizaba comúnmente con la mediación de jefes guerreros que vendían a sus cautivos, de mercaderes nativos o árabes llamados sobas, avenzadores o pombeiros, bajo el control de reyezuelos africanos, muchos de los cuales también eran traficantes.
Estos reyezuelos africanos controlaban las zonas costeras y eran dueños de las tierras en las que se construía los fuertes y las factorías de los esclavistas. Estos reyes negros eran muy respetados por los europeos, a veces eran llevados a Europa donde se los homenajeaban y eran recibidos por los gobernantes. Los reyes de Portugal y del Congo se enviaban mensajes recíprocos en términos de igualdad.
También se establecieron relaciones entre el reino del Congo y el Vaticano. Muchos miembros de la clase gobernante congoleña eran nombrados condes, marqueses y duques por los reyes europeos. El tráfico de negros fue legalizado por los gobernantes africanos y hacia el siglo XVII toda la vida política, social y económica de África occidental estaba organizada en torno al mercado de esclavos.
Aunque a muchos les desagrade, pero la esclavitud responde a motivos estrictamente económicos. «Sin esclavitud no hay algodón y sin algodón no hay industria moderna», decía Marx en «Miseria de la filosofía». La explotación del azúcar, el algodón y el tabaco en América del Norte, Brasil y el Caribe, para ser rentable exigía numerosa mano de obra, y no era posible obtenerla con la escasa inmigración europea de los siglos XVI y XVII.
Los indios resultaban ineptos para estos trabajos y pronto descubrirían que un negro valía por cuatro indios. La esclavitud no fue más que una de las formas que adoptó la sociedad de clases con prescindencia de que el explotado fuera blanco, negro, amarillo o indio. La esclavitud de los negros tiene un origen económico y no racial.
Hacia finales del siglo XVIII dos ingleses, Thomas Clarkson y su amigo, el parlamentario William Wilberfoe consagraron su vida a la lucha por el abolicionismo que culminó con la aprobación de la ley de 1806 prohibiendo el tráfico, y la ley de 1811 que lo consideraba un delito castigable con el destierro. Gran Bretaña se impuso, además, la tarea de suprimir la esclavitud en todas partes.
Mantuvo una escuadra naval en aguas del África occidental para impedir el tráfico, pagaba subsidios a España, Portugal y Brasil para que prohibieran la trata de negros, sobornaba a reyezuelos africanos y sostenía en Sierra Leona una comunidad de antiguos esclavos liberados.
Los primeros pasos de Gran Bretaña en la conquista de África, no fueron en principio por razones imperialistas, sino muchas veces como consecuencia de la lucha contra el tráfico de esclavos, además en el futuro serviría como una buena excusa. La escuadra inglesa se veía muchas veces obligada a ocupar territorios como ocurrió en Lagos, con el propósito de suprimir el tráfico de esclavos. Así que tradición monárquica española ¿de dónde?
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Pero la formulación que hace Echeverri es muy oportuna, ya que la mayoría de las personas de hispanoamerica, debido al adoctrinamiento; se acostumbraron a repetir que las movilizaciones populares en favor de la causa revolucionaria fueron, la única posible fuerza motriz, detrás de las grandes transformaciones sociales ocurridas durante las guerras de la independencia.
No hay duda que los movimientos secesionistas que se produjeron en la América hispana, transformaron las relaciones de poder que por siglos habían vertebrado la sociedad virreinal. Lo que no se puede negar es que, bajo ciertas condiciones el monarquismo popular pudo operar como una formidable herramienta política de igualación.
En el cuarto capítulo, «Negociando la lealtad. Realismo y liberalismo en las comunidades indias de Pasto (1809-1819)», la autora se ocupa de dos cuestiones muy interesantes. Primero, la versión de que los indígenas fueron considerados como sujetos irracionales y apolíticos, y que fueron arrastrados a la guerra por los caudillos y simplemente utilizables.
En contra de esto, Echeverri plantea que los indígenas construyeron estrategias de acción política que les permitieron negociar con los jefes realistas la participación militar en la guerra a partir del pago del tributo.
Lo segundo, la que considera que los «nacientes estados-naciones utilizaron el liberalismo para atacar a los indios y, por lo tanto, han explicado el realismo como una reacción contra la amenaza representada por la independencia». A esto responde la autora que el liberalismo y el realismo estaban entremezclados.
Es por ello que los realistas, mediante la Constitución de Cádiz (antes del regreso de Fernando VII), ofrecieron que los comuneros indígenas accedieran a mejores condiciones sociales y materiales de vida, que se redujera el tributo y que los indígenas quedaran definidos como ciudadanos de España.
En el quinto capítulo, «Esclavos en la defensa de Popayán. Guerra, realismo y libertad (1809-1819)», estudia las acciones de los esclavos en la guerra como un mecanismo de negociación política. Una vez más, crítica la historiografía que considera que los esclavos fueron sujetos manipulados por intereses realistas o republicanos.
Echeverri, sostiene que los esclavos utilizaron la participación militar en la guerra como un elemento instrumental para conseguir, de parte de la política monárquica, la libertad legal. Así, habrían interpretado que apoyar los intereses reales redundaría «eventualmente en beneficios para sí mismos».
En aquella coyuntura, los esclavos se apropiaron de la mina de San Juan en la costa del Pacífico, expulsaron a su propietario y lograron acuerdos de cooperación con los realistas para defender el territorio de los ataques de los insurgentes y, en atención a las leyes imperiales, lograr su libertad y desvincularse de sus amos, quienes habían traicionado al rey al unirse al proyecto republicano.
En el último capítulo: «El más duro yugo del más tirano de los intrusos, Bolívar. Los rebeldes realistas en el suroccidente de Colombia (1820-1825)» Echeverri plantea que el movimiento realista contra el proyecto republicano de Simón Bolívar se organizó a partir de intereses y alianzas multiétnicas de líderes españoles, mestizos, indios y negros.
La autora afirma que «los realistas representaban a los distintos sectores de la población que vivía en Pasto y sus alrededores», que armados de todo tipo de elementos defendieron la organización jurídica monárquica, especialmente las tierras comunales y los cacicazgos.
De esta manera, la lucha de los pastusos y los esclavos del Pacífico estuvo dirigida en contra de los «colombianos», a quienes se veía como intrusos que amenazaban con eliminar los beneficios que indígenas, esclavos, mestizos y españoles habían obtenido de la Corona.
En el contexto de la guerra a muerte, los realistas se organizaron a partir de guerrillas lideradas por el mestizo Agustín Agualongo, quien combinó estrategias armadas que vincularon a la provincia de Pasto con las tierras bajas del Pacífico.
El libro que estamos comentando está centrado en la provincia colonial de Popayán, un vasto territorio al sudoeste de Colombia que comprende los actuales departamentos de Cauca, Nariño y Valle de Cauca. Las comunidades indígenas estudiadas habitaban el distrito andino de Pasto y los esclavos trabajaban las minas de oro y las haciendas de las tierras bajas del Pacífico.
Estos grupos se unieron a la causa realista, primero en contra de las ambiciones expansionistas de la junta autonomista erigida en Quito en 1809 y, luego, entre 1822 y 1825, durante la resistencia a la invasión de las tropas de Simón Bolívar.
Las razones de esta inalterable fidelidad a la Corona, sostiene Echeverri, nada tuvo que ver con tendencias al conservadurismo o la existencia de una configuración ideológica que ha sido denominada, para variadas sociedades campesinas y del Antiguo Régimen, «monarquismo ingenuo».
La incorporación de los indios a los ejércitos realistas tuvo una lógica eminentemente transaccional. A cambio de su crucial participación en el esfuerzo bélico, los pueblos andinos procuraron, y obtuvieron, una rebaja de los tributos, los beneficios asociados al servicio de las armas y el apuntalamiento de sus derechos de autogobierno comunal frente caciques ilegítimos, curas doctrineros, magistrados y otros miembros de las elites rurales.
No eran ciertamente reivindicaciones novedosas puesto que, como muestra la autora, desde fines del siglo XVIII las comunidades desarrollaron una intensa actividad legal para defender sus percibidas prerrogativas socioeconómicas ante los tribunales coloniales. Esta crisis imperial a escala Atlántica y regional permitió canalizar esas demandas mediante su involucramiento en las guerras con las fuerzas insurgentes que fueron emergiendo al sur y al norte del bastión realista de Popayán.
En el caso de los esclavos que sirvieron como soldados, su objetivo fue lograr la emancipación. En esto no es diferente a otras áreas de la América hispana y el Caribe, aun abrazando el republicanismo. Por ejemplo, en 1811 los esclavos en dos minas, Yurumanguí y San Juan, anunciaron en los siguientes términos que se sumarían a la causa realista en oposición a la decisión de sus propietarios, quienes se habían rebelado contra el gobernador de Popayán:
«Ellos, que en tanto eran esclavos en cuanto sus amos habían sido vasallos del Rey, que los amparaba y dispensaba su real protección cuando la imploraban contra la sevicia y crueldad con que los trataban, no debían continuar en su dominio y servidumbre sino gozar de la misma libertad que los vasallos fieles con subordinación únicamente a su majestad y a sus ministros, bajo cuyo dominio y autoridad protestaban permanecer».
El mensaje era muy claro: la condición de esclavitud no era absoluta, estaba supeditada a la protección que el monarca les proporcionaba frente a los abusos de poder de sus dueños; la movilización militar en defensa de sus derechos soberanos los tornaba vasallos libres de la Corona como el resto de la población hispánica o indígena.
Por lo demás, la referencia al amparo del rey ante las violencias de sus amos no era meramente abstracta. Los esclavos africanos o afro-descendientes habían por décadas empleado los estrados judiciales para protestar contra sus duras condiciones de vida y de trabajo, y la promulgación por parte de la administración borbónica en 1789 de la Instrucción sobre la educación, trato y ocupaciones de los esclavos intensificó esta práctica al codificar su debido tratamiento y reafirmar la potestad de los magistrados regios para supervisar la relación entre las partes, fuera en minas, plantaciones o haciendas. Aunque la legislación fue vigorosamente resistida por los dueños de esclavos, apuntaló la creencia de estos últimos acerca de sus derechos como sujetos de la Corona.
El libro de Marcela Echeverri es un trabajo de gran calidad, y demuestra con fuentes documentales y discusiones historiográficas cómo los indígenas y los esclavos fungieron como actores políticos autónomos, con poderes de agencia mediante mecanismos de solidaridad, alianzas y mediaciones que se desarrollaron durante cuatro décadas en la provincia de Popayán.
Estas acciones dejan ver que las leyes imperiales y el fenómeno realista permitían a indígenas y esclavos luchar por sus derechos y su libertad. Y veían en los insurgentes a los mismos hombres que pertenecían a las clases oligárquicas criollas dominantes, que los mantenían en la esclavitud y en la pobreza.
Voy a citar también al historiador Jairo Gutiérrez Ramos, autor de «Los indígenas en la independencia», que va en la misma sintonía que Echeverri:
Si asumimos que la independencia fue, entre muchas otras cosas, una revolución de inspiración liberal que aspiraba a suprimir el régimen absolutista impuesto por la monarquía española, debemos tener presente que el modelo liberal implicaba la abolición del sistema corporativo de organización que caracterizaba a las sociedades del antiguo régimen. Las comunidades o pueblos de indios fueron, desde los comienzos del régimen colonial, elemento fundamental de ese sistema en América.
La congregación forzada de los indígenas en pueblos regidos por el cura, el cacique, el cabildo y el corregidor, y dotados de resguardos o tierras de comunidad, se constituyó en el soporte económico del sistema colonial, y también en el origen de nuevas identidades e intereses étnicos tutelados por la monarquía, y garantizados por las Leyes de Indias. El protector de naturales era el funcionario destinado a preservar y defender los derechos y fueros de las comunidades indígenas, con frecuencia amenazados o vulnerados por sus vecinos blancos o mestizos. Las reales audiencias, por su parte, tenían como uno de sus principales deberes la protección de los indios.
No es de extrañar, entonces, que, en los tiempos revueltos de la independencia, puestos ante la disyuntiva de escoger entre sus opresores criollos que acaudillaban la revolución, y una monarquía paternalista que había producido una profusa legislación en su favor, los indígenas hubiesen optado por el partido realista. La alternativa ofrecida por los promotores de la independencia, en cambio, resultaba incierta, cuando no abiertamente amenazante, como quiera que, desde el primer momento, éstos habían promovido la abolición de los resguardos, los cabildos y los pueblos de indios, con el argumento de la “igualdad ciudadana”, adobada con la supresión del tributo indígena.
Sin embargo, como el resto de los sectores subordinados de la sociedad colonial, los indios no siempre tuvieron la posibilidad de expresar libremente sus simpatías políticas. Forzados por las circunstancias, la influencia de los curas, corregidores o “defensores”, cuando no por la simple y llana imposición de la fuerza por parte de los ejércitos combatientes, en más de una ocasión fueron inducidos u obligados a respaldar con alimentos, ropas, alojamiento y hombres a las tropas que ocasionalmente ocuparan su territorio. Por ello, como el resto de la población neogranadina, también entre los indios hubo realistas y patriotas, si bien fueron mayoría los defensores de la monarquía española.
Los indios realistas
Con la única excepción de Cartagena, las provincias caribeñas de la Nueva Granada fueron proclives al mantenimiento del régimen monárquico. Desde 1813 el gobierno realista instalado en Santa Marta afrontó el permanente asedio de los ejércitos insurgentes de Cartagena y Santafé, que en más de una ocasión fueron rechazados gracias al apoyo de los indios que residían en los pueblos vecinos de Mamatoco, Gaira, Bonda y Ciénaga.
Fue tan importante el respaldo de los indios que en 1816 el gobierno español nombró capitán de los reales ejércitos al cacique de Mamatoco. Tal fue la lealtad y la constancia de estos indios, que todavía en 1823 guerrillas indígenas fueron capaces de tomarse a Ciénaga y a Santa Marta. El 4 de enero de ese año se izó la bandera española en el castillo del Morro, último foco de la resistencia realista en el Caribe neogranadino. Un comportamiento similar asumieron los indios guajiros de Riohacha. E incluso en tierras de la insurgente Cartagena hubo levantamientos de indios realistas en las Sabanas de Corozal en 1813.
En la región andina, cuya población indígena era mucho más numerosa, la mayoría de los pueblos de indios se declararon adictos a la causa del rey. Particularmente fieles a la monarquía se manifestaron la mayoría de los pueblos indios de las extensas provincias de Tunja y Cundinamarca. Incluso en Antioquia, varias comunidades expresaron su disposición a servir al rey con abastos, animales y hombres.
Pero sin duda fue Pasto el distrito colonial más fiel a la monarquía. Desde 1809 y hasta 1823 los pastusos, con el apoyo entusiasta de los 21 pueblos de indios que moraban alrededor de la ciudad, constituyeron el bastión realista más obstinado. En los primeros años de la lucha emancipadora, y en defensa del rey, se enfrentaron primero a los quiteños, luego a los caleños y poco después al ejército santafereño comandado por Antonio Nariño. Años más tarde lo harían con Simón Bolívar, durante la célebre Campaña del Sur. Y dando muestras de una lealtad y una capacidad de combate y resistencia a toda prueba, aun después de la caída de Guayaquil y Quito en manos de los ejércitos republicanos, en 1823 los pastusos, comandados por Agustín Agualongo, tuvieron los arrestos suficientes para encarar a Bolívar en Ibarra, y al coronel Tomás Cipriano de Mosquera en Barbacoas. Es decir, que cuando ya todo en Nuevo Reino de Granada y la Presidencia de Quito estaban en manos de los patriotas, en Pasto seguía tremolando la bandera española y el rey Fernando seguía siendo proclamado como “El Deseado”.
Los indios “Patriotas”
Curiosamente, en la historia escrita sobre la independencia de la Nueva Granada se ha dedicado más espacio a los indios “realistas”, que a aquéllos que se alistaron en los ejércitos patriotas o combatieron a su lado. Este silencio bien podría deberse a la ausencia de grandes movilizaciones colectivas o acciones militares destacables de parte de los indígenas en favor de la independencia. No obstante, en la Nueva Granada los ejércitos de uno y otro bando reclutaron indistintamente a indios, negros y mestizos. Así, indígenas de las provincias de Tunja y Santa Fe debieron servir como cargueros, proveedores, enfermeros o soldados tanto en los ejércitos patriotas como en los realistas.
Existen, por lo demás, claros indicios de que en aquellas regiones en las cuales la población indígena era mayoritaria o tenía un importante peso demográfico, los dirigentes patriotas hicieron todo lo posible por obtener su apoyo, ya fuese éste logístico (alojamiento, alimentos, bestias) o militar, mediante la recluta de cargadores o combatientes. Y en más de una ocasión lo lograron. Tal fue el caso, por ejemplo, de Antonio Nariño, quien antes de emprender su infortunada expedición al sur del año 1813, que lo llevaría a su derrota y prisión en Pasto, solía pasearse por las calles de Santa Fe acompañado del cacique del pueblo de La Plata, Martín Astudillo, quien le había ofrecido el apoyo de los indios de su comunidad para cruzar el temible páramo de Guanacas, en su paso hacia Popayán y Pasto.
También los paeces de Tierradentro jugaron un papel muy destacado en las luchas emancipadoras del lado patriota. La reconocida beligerancia de estos indios y la localización de su pueblo en la vía de paso de las tropas patriota hacia el sur, llevó a que sus hombres fueran reclutados como soldados en importante número, y que incluso algunos de ellos alcanzaran alguna prestancia, como el coronel Agustín Calambás, quien al mando de los suyos fue apresado y fusilado por los realistas en Pitayó, en medio de la campaña de reconquista. Igualmente, destacada fue la participación de los paeces en otros hechos de guerra como la toma de Inzá en 1811, o las batallas del Bajo Palacé y Alto Palacé, Calibío, Río Palo, Cuchilla del Tambo y Pitayó.
Juan Agustín Agualongo Cisneros
Nació en el pueblo de indios de Anganoy, cerca la ciudad de San Juan de Pasto el 25 de agosto de 1780, esta ciudad es la que figura como su lugar de nacimiento. Fue bautizado por el padre Miguel Rivera en la Iglesia de San Juan Bautista en el día de la fiesta de San Agustín. Sus padres fueron Manuel Agualongo y Gregoria Cisneros Almeyda. Murió en Popayán, el 13 de julio de 1824.
Agustín Agualongo, el patriota del alto Ecuador fue militar del Ejército Real español y caudillo mestizo colombiano, durante la guerra de independencia de la Nueva Granada, actual Colombia. Durante trece años combatió a los ejércitos sediciosos en los territorios del sur de Colombia, sus fuerzas se enfrentaron con las de Simón Bolívar, en la cruenta Batalla de Ibarra, en 1823.
No existe mucha información de su persona antes de su incorporación a la vida militar, hay quienes dicen que sabía leer y escribir y que había aprendido a pintar al óleo en una escuela de artes y oficios, y que trabajó en un taller de Pasto. Otros en cambio dicen que en su infancia y juventud trabajó en diversos oficios propios de su clase y raza, como aguatero o pintor de brocha gorda.
Agualongo contrajo matrimonio con la señora Jesús Guerrero, el 28 de enero de 1801, y tuvieron una hija, María Jacinta Agualongo. En ese entonces, al comenzar el siglo, la población de la comarca de Pasto era de alrededor de treinta mil habitantes, el 58% indios campesinos, y un 38% pertenecientes a la élite blanca. Y de ese total unos nueve mil vivían en la ciudad de San Juan de Pasto.
Los pobladores de Pasto eran fieles defensores de la tradición arraigada en los derechos de su rey y con el apoyo eclesiástico. Una de las razones del rechazo a la causa de los insurgentes se debió a las permanentes guerras civiles entre las facciones revolucionarias durante la Patria Boba.
Para 1816, momento de la Reconquista, el clero y la población en general habían visto arruinada la economía y muchas de sus propiedades perdidas. La represión indiscriminada que ejercieron las tropas de Morillo sobre la población de las zonas reconquistadas, mermó un poco el apoyo popular a la causa del rey.
La anarquía institucional de ese periodo se debe a la incapacidad de las regiones y ciudades, que rivalizaban entre sí y no lograban unificar sus intereses. Los criollos estaban acostumbrados al autogobierno mediante cabildos urbanos, pero sobre estos estaba el aparato de la administración real, pero que ya estaban desapareciendo.
La Corona española era intervencionista con el gobierno de sus ricas provincias ultramarinas, y estos no querían participar sus riquezas con el gobierno central. Los pastusos tuvieron siempre la ayuda de los llamados patianos, que eran en su mayoría mulatos. A partir de 1811 ante la insurrección producida en las grandes ciudades, se organizó una guerrilla de 1.500 a 2.500 hombres para enfrentar a los ejércitos independentistas enviados desde Cali.
Estas guerrillas estaban lideradas por Juan José Caicedo y Joaquín Paz y su composición étnica hizo temer una «guerra de castas» como la que se había desatado en Venezuela. En 1816 pasaron a integrarse al ejército reconquistador monárquico y participarían en las campañas de Agualongo entre 1822 y 1824.
Los terrenos y el clima hostil eran aliados de los pastusos que pudieron rechazar a tropas independentistas en 1812 y 1814. Las expediciones posteriores que se organizaron desde la Gran Colombia resultaron muy difíciles de llevar a cabo. Las fuerzas invasoras que venían desde Popayán tenían que atravesar la cuenca del río Patía, lugar de profundos cañones y bajo constante riesgo para que las tropas enfermaran.
Más al sur el camino continuaba por una serie de desfiladeros perfectos para las emboscadas, siendo los patianos muy diestros para ese tipo de operaciones. Mas adelante, el ejército invasor debía atravesar la convergencia de los ríos Juanambú y Guáitara, con cursos de aguas torrenciales y sus orillas eran cañones profundos, empinados y rocosos, lugar donde una pequeña tropa bien atrincherada podía ofrecer resistencia a un número mucho mayor de atacantes.
Cuando estalló la insurrección quiteña del 10 de agosto de 1809, Agualongo estaba próximo a los treinta años de edad. El 16 de octubre tuvo su primera actuación como soldado fue, en la victoria realista en la Tarabita de Funes, sobre el río Guáitara, cuando los quiteños pretendían avanzar sobre Pasto arrasándolo todo a su paso, considerada por algunos historiadores como una de las primeras acciones de guerra, en la guerra civil que desembocaría en la independencia de la América hispana.
El 7 de marzo de 1811, Agualongo se presentó voluntariamente para formar parte del contingente reclutado por el Cabildo de su ciudad, con el fin de defender al gobierno del rey Fernando VII de los sediciosos quiteños. A los 31 años de edad, ingresó en la tercera Compañía de Milicias del Rey.
Agualongo consideraba que el rey estaba «amenazado» por la Junta de Gobierno de Quito. Desde entonces formó parte de todos los ejércitos realistas que desde el sur de la Nueva Granada se opusieron a la independencia.
Las primeras grandes acciones se iniciaron el 2 de abril de 1811, cuando un ejército de las Ciudades Confederadas del Valle del Cauca y la Junta Suprema de Santafé entró en Popayán y los realistas se refugiaron en Pasto. A partir de entonces los pastusos debieron enfrentar a tres mil soldados enemigos en Santiago de Cali al norte y cinco mil en Quito al sur.
Enfrentados a una ofensiva múltiple, los milicianos pastusos fueron vencidos y el 22 de septiembre los quiteños capitaneados por Feliciano Checa y Pedro de Montúfar saquearon brutalmente Pasto. Estos hechos solo contribuyeron a hacer más fuerte el rechazo a la causa independentista entre los pastusos. Los realistas restantes se refugiaron en Patía, y armaron una fuerza de tres mil hombres liderados por Miguel Tacón y Rosique, pero fueron vencidos en Iscaundé el 28 de enero de 1812 cuando intentaban tomar Popayán.
En mayo de 1812 combatió en Buesaco, al lado de los realistas pastusos y de los campesinos patianos de origen indígena y mestizos que recuperaron la ciudad de Pasto el 21 de mayo, de manos de los republicanos y que terminó con el fusilamiento del independentista caleño Joaquín de Caicedo y Cuero, y del mercenario estadounidense Alejandro Macaulay.
Por sus destacados servicios prestados, Agualongo fue ascendido a cabo. El 13 de agosto de 1812 el ejército real venció en Catambuco a las tropas del separatista Juan María de la Villota. La actuación de Agualongo le valió el grado de sargento. Sería su primer ascenso en la carrera militar, como consecuencia de su actividad frente a los intentos separatistas por recuperar Pasto.
Clave para el éxito de los pastusos fue la caída del Estado de Quito en diciembre de ese año ante las fuerzas del Virreinato del Perú, reforzadas por dos mil milicianos de Guayaquil, Cuenca y Loja. En 1813 ya era sargento y como tal participaría años después en la toma realista de Popayán en 1815.
Antonio Nariño, Presidente de Cundinamarca, reaccionó ante la amenaza armando un ejército de 1.200 infantes con 200 jinetes y marchando al sur. Sámano fue vencido en Alto Palacé el 30 de diciembre de 1813 y Calibío el 15 de enero de 1814, escapando a Pasto y luego a Quito, siendo reemplazado por Melchor Aymerich, quien aún tenía 2.000 hombres bajo su mando.
Antonio Nariño, estaba en Popayán desde el 31 de diciembre, tan solo el 22 de marzo, tras recibir refuerzos que aumentaron su tropa a 1.800 efectivos, inició la expedición a Pasto. Tras varias semanas de duros combates, Nariño y sus soldados llegan a las cercanías de Pasto, diezmados por las guerrillas y el clima.
El 10 de mayo se produce la batalla de los Ejidos de Pasto, ahí Nariño es herido y abandonado por sus tropas que lo creen muerto, cuatro días más tarde se entregaría a Aymerich. Solo 900 soldados de la malograda expedición volvieron a Bogotá. En esos momentos Agualongo ya era sargento primero y participó en las milicias realistas que derrotaron al general Nariño, en el Alto del Calvario, cuando Pasto estaba a punto de ser recuperada por el ejército patriota.
En agosto de 1815, Agualongo llegó a Quito, llevando presos a los sacerdotes José Casimiro de la Barrera y Fernando Zambrano, acusados de predicar en favor del general Nariño y la independencia.
Aprovechando que el peligro de Quito estaba conjurado y que los revolucionarios neogranadinos se estaban matando entre sí, Juan de Sámano al frente de 2.000 quiteños y pastusos recuperó Popayán, y eso que los federales intentaron reunir más de 3.000 hombres para detenerlo.
Agualongo ingresó como subteniente del Batallón Pasto y marchó en la tropa de Sámano, a la reconquista de Popayán. El Batallón Pasto aniquiló al enemigo en la batalla de la Cuchilla del Tambo, el 29 de junio, acabando con la última resistencia armada de las Provincias Unidas de la Nueva Granada. Luego Sámano avanzó más al interior, para reconquistar al Estado Libre de Cundinamarca.
Agualongo acompañó a Sámano a Santafé de Bogotá, como su guardia de confianza y con el grado de teniente. Al volver a Popayán, lo hizo en la segunda Compañía de Milicias de Pasto. Luego del 7 de agosto de 1819 (batalla de Boyacá), los derrotados jefes españoles se dirigieron a Pasto, «el refugio de la monarquía en los grandes reveses».
El teniente Agualongo volvió a su tierra y reagrupó a los efectivos del ejército realista. En ese lugar el coronel Sebastián de la Calzada consiguió reunir cuatro mil hombres, y recuperaron Popayán el 24 de enero de 1820, aprovechando que Bolívar estaba más ocupado atacando Chocó; sin embargo, la ofensiva realista es detenida en abril y el 14 de julio se perdió Popayán ante José Manuel Valdés.
En 1820, después de la batalla de Guachi o Huachi pasó a ser capitán. Cuando Aymerich pidió desde Quito al gobernador y comandante general en Pasto, don Basilio García, ayuda para sofocar a los insurrectos guayaquileños del 9 de octubre de 1820, Agualongo tuvo que marchar a la Real Audiencia de Quito, como oficial del Batallón Dragones de Granada. A fines del mismo año le fue confiada la jefatura civil y militar de la ciudad ecuatoriana de Cuenca, cargo que desempeñó cerca de un año.
Simón Bolívar también decidió intervenir, apoyando a los insurrectos; primero envió un contingente dirigido por Antonio José de Sucre en mayo de 1821, pero estos se hicieron insuficientes para vencer a Aymerich. Fue entonces que Bolívar intentó enviar 4.000 soldados y 3.000 fusiles a cargo de Francisco de Paula Santander, la tropa iría por mar, pero cuando llegó al puerto de Buenaventura encontró una escuadra realista bloqueándolo. Ante esto, el Libertador se decidió marchar por tierra atravesando el territorio pastuso.
En 1822 ya era teniente coronel, no tomó parte en la batalla de Pichincha por encontrarse en el campamento de Iñaquito con el Batallón Constitución. Después del combate el coronel Calzada unió su batallón al Tiradores de Cádiz y a los restos del Cataluña y a marchas forzadas retornó a Pasto, con el grado de teniente coronel.
Tras la batalla de Pichincha, se unió a Benito Boves, Juan Muñoz y Estanislao Merchancano, reiniciando las operaciones militares, en una guerra de guerrillas que contó con el apoyo de las comunidades indígenas de los alrededores, venciendo a Sucre en la Cuchilla del Tambo; pero el 25 de diciembre, Sucre tomó Pasto imponiendo una dura represión. Agualongo, ya coronel, retomó Pasto.
La ciudad de Pasto es especial para Agualongo, ya que él era pastuso y los pastusos significaron siempre la resistencia al separatismo americano. Siempre fieles a la Patria, sufrieron el genocidio y el escarnio por parte de los agentes responsables de la secesión.
Volvió a Pasto, que a mediados del mismo año fue tomada por las tropas republicanas al mando de Bolívar, acontecimiento que dio lugar a dos violentas rebeliones populares. En ambas tuvo una participación muy destacada Agualongo, quien a raíz de ello fue ascendido a coronel del Ejército Real.
La ciudad de Pasto resistía el asedio de las fuerzas de Bolívar. En marzo de ese año el mismísimo Libertador había iniciado su marcha con más de tres mil hombres; tuvo un duro revés en Bomboná el 7 de abril, con numerosas bajas; a pesar de lo cual decidió seguir la marcha, llegando a San Juan de Pasto el 8 de junio.
Bolívar encuentra la ciudad despoblada, los pobladores habían huido a las montañas, lo cual no le impide reclutar a la fuerza a un millar de pastusos que se unen al otro tanto de veteranos con los que sigue el viaje a Quito, periplo que finalizó el 16 de junio con su entrada en esta última.
En menos de un año, de los más de siete mil quinientos soldados republicanos enviados contra Pasto, tres mil quinientos habían muerto. Pasto parecía finalmente sometida, con una pequeña guarnición republicana instalada en ella, pero este acontecimiento solo dio lugar a dos violentas rebeliones populares. En ambas tuvo una participación muy destacada Agualongo, quien a raíz de ello fue ascendido a coronel del Ejército Real.
Lo que permitió la ocupación de Pasto a mediados de 1822 fue la anterior caída de Quito ante Sucre el 25 de mayo, viéndose rodeados por fuerzas grancolombianas al norte y el sur, los miembros de la élite pastusa se consideraron vencidos y se rindieron, algo que la masa popular no hizo y no aceptó. Simón Bolívar, astutamente, le encargó la pacificación de la región, al jefe militar de Pasto, José María Obando, un personaje que había logrado atraer consigo a numerosos líderes pastusos.
La primera rebelión contra la república se inició en septiembre de 1822, dirigida por el coronel español Benito Remigio Boves, sobrino del llanero Boves. Su resultado fue desastroso para los pastusos, pues a pesar de su éxito inicial, los rebeldes habían recuperado su ciudad el 22 de octubre, fue reprimida a sangre y fuego por las tropas del propio general Sucre.
Antonio de Sucre primero derrota a Boves en Cuchilla del Taindalá el 24 de noviembre y saqueando San Juan de Pasto en la llamada Navidad Negra del 23 a 25 de diciembre, asesinando unas cuatrocientas personas siguiendo las órdenes del propio Bolívar; actos que sólo serían reparados el 4 de junio de 1830 cuando Sucre fue asesinado en una emboscada en Berruecos.
El 24 de diciembre de 1822 Antonio José de Sucre, al frente del ejército separatista que comandaba, llegó a la ciudad. La población huyó o se refugió en las iglesias, y finalmente salió en procesión con la imagen de Santiago. Las tropas de Sucre no respetaron ni a los ancianos de 80 años ni a los niños de pecho.
Quien más destacó fue Apolinar Morillo, el mismo que tiempo después sería la mano ejecutora en la conjura masónica dirigida por José María Obando, y que acabaría asesinando al propio Sucre. La orgía de sangre del ejército separatista, compuesto mayormente por mercenarios ingleses, no se detuvo ante nadie ni ante nada. No se salvaron los archivos públicos ni los libros parroquiales.
Arrasaron los templos con sus caballos, arrastraron las imágenes con sogas, saquearon todos los bienes materiales, profanaron los sagrarios, violaban a las mujeres. Abusos, robos, asesinatos, excesos de todo tipo, donde el general José María Obando, entonces oficial del ejército nacional y, posteriormente, en 1831, Presidente de la República de la Nueva Granada, no duda al encontrar un responsable directo: Antonio José de Sucre.
Lo sucedido en Pasto está detallado en el capítulo dedicado a Simón Bolívar. La forma inclemente en que fue tratada la ciudad y sus pobladores solo condujo a una paz efímera, a mediados de 1823 se inició otro levantamiento, esta vez comandado por Agualongo y Estanislao Merchán Cano, quienes, derrotaron a la guarnición del general Juan José Flórez.
Las tropas de Agualongo tomaron la ciudad y restablecieron el gobierno realista el 12 de junio. Además, juntaron un ejército de 2.000 a 3.000 combatientes que inició una inesperada marcha triunfal sobre Ibarra, donde esperaban encontrar un importante respaldo político y militar.
Simón Bolívar se encontraba en Babahoyo ocupado en la expedición al Perú y tuvo que dejar a un lado los planes de esa campaña viajando a Quito, mientras Agustín Agualongo entraba victorioso a Ibarra el 12 de julio de 1823. Bolívar lo enfrentó el día 17 con una poderosa fuerza de caballería, expulsándolo de Ibarra. Se calcula en más de ochocientos realistas muertos.
Agualongo reunió a sus tropas en el lado derecho del cercano río Tahuando, pero no pudo hacer cortar el puente para alejarse de los republicanos. Su retirada fue seguida de cerca. Intentó reagrupar a su ejército en la localidad de Aloburo, pero no pudo conseguirlo. Con doscientos de sus hombres más fieles regresó a la región de Pasto, donde la población civil soportaba las más denigrantes vejaciones, a cargo de los independentistas que la habían retomado.
El general Bartolomé Salom fue enviado a someter a los rebeldes, pero según él mismo reconoció, sus castigos, incluida la deportación de otro millar de locales; solo endurecieron a los pastusos, que apoyaron unánimemente a los monárquicos de Agualongo.
El 18 de agosto, Agualongo ingresó con tres mil hombres a su mando al pueblo de Anganoy y cuando Salom se enteró escapó rumbo a Catambuco, donde ocurrieron combates esporádicos. El general Flórez le seguiría a los pocos días. Esta vez, Agustín Agualongo alcanzó al general republicano Pedro Alcántara Herrán y este, de rodillas y con las manos juntas, le imploró que no lo matara.
Ambos habían sido antiguos compañeros de armas. El coronel Agualongo le contestó con desprecio: «Yo no mato rendidos». De todas maneras, los generales José Mires y José María Córdova cercaron y derrotaron a las últimas partidas realistas en Tacines y en Alto de Cebollas, pacificando la región.
El 14 de diciembre Mires entró en Pasto, siendo relevado por Córdova, viajando luego a Quito. Aunque Agualongo tuvo que desocupar Pasto, sus hombres continuaron activos en las montañas como guerrilleros, atacaron sin éxito Pasto el 3 de enero de 1824 pero a mediados de mayo avanzaron sobre Pasto, por última vez.
Semanas después, las tropas republicanas retomaron Pasto. El coronel Agualongo y sus jefes principales quedaron en el interior del convento de las monjas Conceptas que Juan José Flórez se encargó de cercar. El Vicario de la ciudad, intervino para dar una solución a esta situación, las conversaciones duraron solo dos días; Agualongo y los suyos lograron huir.
Unos pocos rebeldes lograron escapar, entre ellos Agualongo. Contra toda esperanza, este logró reorganizar los restos del ejército derrotado y, de regreso a Pasto, pudo reclutar algunos refuerzos. Al frente de una tropa muy debilitada sitió nuevamente la ciudad y, aunque finalmente fue derrotado.
Debido a su tenacidad y capacidad militar, llevaron a que el general Santander, encargado del gobierno republicano, enviara a Agualongo y Merchancano una carta conciliadora, ofreciéndoles una paz decorosa. Pero la propuesta fue desestimada y la desigual confrontación continuó hasta mediados de 1824, cuando Agualongo se vio forzado a intentar la toma de Barbacoas.
El 1 de junio de 1824 Agualongo bajó por el río Patía con rumbo a Barbacoas. Al frente de unas tropas desesperadas esperaba tomar la ciudad y apoderarse del oro almacenado allí con destino al Ejército del Sur comandado por Bolívar, y desde ese lugar buscar la salida hacia el puerto de Tumaco, con la esperanza de tomar contacto con los corsarios realistas, españoles o peruanos.
El coronel Tomás Cipriano Mosquera, estaba al mando de la plaza, Mosquera era un aristócrata payanés. Esta fue la primera y última vez que estos dos coroneles, uno realista y el otro republicano, se enfrentarían en un campo de batalla, y hubo consecuencias irreparables para ambos.
Tomás Cipriano Mosquera Arboleda nació en Popayán en 1798, en cuna de oro, y como miembro de la más opulenta familia y de linaje de la ciudad. Hijo de José María Mosquera Figueroa y María Manuela Arboleda Arrechea, primos y miembros ambos de linajes con pretensiones de ascendencia real.
Tomás Cipriano recibió una esmerada educación y la permanente protección y respaldo de su extensa y poderosa parentela. Al parecer hizo sus primeras armas, contra el querer de su familia, en el ejército de Nariño, en 1814. Pero, pese a las veleidades políticas de algunos de sus hijos, la prestancia social y el abultado patrimonio de José María Mosquera, hicieron que tanto los comandantes realistas como los patriotas, quisieran contar con su respaldo.
Simón Bolívar no fue la excepción, y cuando llegó por primera vez a Popayán, en 1822, procuró ganarse su amistad haciendo del joven Tomás primero su edecán, poco después su secretario privado, y dos años después, cuando este apenas contaba con 26 años, le confió el gobierno civil y militar de la provincia de Buenaventura.
Para ello tuvo que hacerlo teniente coronel a las volandas, pero su apellido lo hacía merecedor de eso y más. Fue en el ejercicio de ese importante cargo que debió ocuparse de recoger el oro acopiado en Barbacoas para el Ejército del Sur. Y fue por eso que, sin estar suficientemente preparado para ello, debió enfrentarse a los restos desesperados del ejército de Agustín Agualongo.
El 31 de mayo de 1824 se presentó en el puerto de Barbacoas la primera avanzada realista, pero la barcaza en que se trasportaban fue volada de un cañonazo. Al día siguiente el grueso de la tropa realista intentó tomar por asalto la ciudad, la cual fue asediada y finalmente incendiada. No obstante, Agualongo y sus hombres fueron derrotados, y los pocos sobrevivientes debieron contramarchar hacia el Patía. Entre ellos, herido en una pierna, iba Agualongo.
Por su parte, el coronel Mosquera recibió también una grave y dolorosa herida en la mandíbula, que lo obligó a una larga convalecencia y dejó una marca indeleble en su rostro, una grave y dolorosa herida en la mandíbula. Desde entonces a Mosquera le llamarían «el gran General Mascachochas». De esta manera se puso fin a las guerrillas de Pasto, porque los hombres de Agualongo remontaron el Patía y se dispersaron por toda la región.
Mientras Agualongo luego sería fusilado, el señorito Mosquera fue ascendido en el escalafón militar y burocrático. De jefe civil de Buenaventura, pasó a ser Intendente de Guayaquil. Pero ni así pudo olvidar nunca su encuentro con Agualongo, pues pese a los esfuerzos de los más connotados cirujanos de la época, la fractura de la quijada y el agujero en la lengua que sufrió en Barbacoas, no se pudo reparar.
Las guerrillas pastusas dejaron de representar una amenaza a mediados de 1824, con la captura de sus principales líderes, aunque entre mayo y octubre de 1825 subsistió una partida irregular en Juanambú al mando del clérigo José Benavides con apoyo de los indios del Nariño y los negros de Patía, aniquilada finalmente por Juan José Flórez. Pasto quedaba desangrada y arruinada por más de una década de guerra constante y a la larga perdida.
Finalmente, Agustín Agualongo fue traicionado y capturado por el antiguo militar realista José María Obando el 24 de junio de 1824, cuando Obando le prometió apoyo a su lucha, pero Agualongo fue tomado prisionero por los colombianos, y llevado a Popayán. Su compañero de armas, Merchán Cano, fue asesinado en una cárcel de Pasto probablemente por orden de Juan José Flórez.
Agustín Agualongo luego de ser tomado prisionero fue sometido a juicio, y fue condenado a muerte, sentencia que fue ejecutada el trece de julio de 1824. Los republicanos le ofrecieron un trato, su vida a condición de que jurara fidelidad a la Constitución de la República de Colombia. Su respuesta fue un tajante «¡Nunca!».
La sentencia de muerte por fusilamiento se cumpliría. Agualongo, solicitó y se le concedió la gracia de vestir uniforme de coronel realista. Agustín Agualongo entonces contaba con cuarenta y cuatro años de edad. En esos momentos llegaba la orden de su ascenso a General de Brigada. Fue el único militar mestizo en la América hispánica que alcanzó el rango militar de brigadier general de los Ejércitos de su Majestad el Rey Fernando VII de Borbón.
El 13 de julio de 1824, ante el pelotón de fusilamiento exclamó que, si tuviese veinte vidas, estaría dispuesto a inmolarlas por su religión y por su Rey de España; suplicó que no le vendaran, porque quería morir mirando al sol, mirando la muerte de frente, sin pestañear, siempre recio, como había sido su bravía vida militar, valerosa y constante, se enfrentó serenamente al pelotón y gritó: «¡Viva el rey!».
Sus rasgos físicos quedaron reseñados en su ficha militar de la Tercera Compañía de Milicias del Rey:
«Agualongo era de baja estatura, pues sólo media un metro con cuarenta centímetros; tenía pelo y cejas negras, ojos pardos, nariz regular, poca barba y una mancha como carate debajo de los ojos; era cari abultado, tenía color prieto y bastante abultado el labio superior. Esas características y sus apellidos de origen español, lo clasificaban como mestizo».
Los restos de Juan Agustín Agualongo Cisneros, descansaron en la cripta de la Iglesia de San Francisco en Popayán, hasta que fueron identificados por el historiador Emiliano Díaz del Castillo Zarama. El 11 de octubre de 1983, fueron llevados con gran solemnidad a la ciudad que Agualongo juró proteger y quedaron depositados en la Capilla del Cristo de la Agonía, en el lado izquierdo de la Iglesia de San Juan Bautista.
En 1987, sus restos fueron sustraídos por una célula del grupo marxista guerrillero M-19, a cargo de Antonio Navarro Wolf y solo fueron devueltos en 1990, en las montañas del departamento del Cauca; como un acto simbólico y simultáneo con la entrega de las armas al Gobierno de ese entonces.
Finalmente fueron depositados en el ala izquierda del mismo templo, junto con los despojos de Hernando Sánchez de Cepeda y Ahumada, quien vivió entre 1510 y 1570; quien fuera hermano de Santa Teresa de Ávila (1515-1582), Hernando Sánchez de Cepeda y Ahumada fue regidor y «encomendero» de la ciudad de Pasto en el siglo XVI.
Agustín Agualongo se manifestó muchísimas veces contra la actitud de los criollos separatistas, y en esas manifestaciones argüía aspectos que acabaron confirmándose tras la «independencia» que los indígenas iban a perder sus tierras. Evidentemente en este particular fue un visionario.
La marea de la tiranía de las oligarquías criollas no pudo ser contenida por el patriota Agualongo, que tuvo que sufrir la pasión y la muerte, sin que se pudiese frenar la codicia de las clases dominantes criollas o no criollas, que con tanto ardor buscaron y consiguieron la ruptura de la patria grande con el único objetivo de satisfacer sus ansias economicistas.
Y tampoco la de los agentes británicos, quienes encontraron su labor trillada por los compromisos obtenidos de los llamados libertadores. España como hizo Roma, no debería pagar traidores. Es lamentable que se levanten monumentos a Simón Bolívar o San Martín en España. Mientras no se reconocen a Juan Agustín Agualongo, Antonio Huachaca y a otras figuras, que fueron los héroes de esa Patria Grande que fue el Imperio español.