Cuadernos de Eutaxia. —31
ECOS DEL SECUESTRO Y EJECUCION DE ARAMBURU
La estancia donde estuvo secuestrado Aramburu y su sepelio
Las especulaciones acerca del secuestro y ejecución de Aramburu, duró hasta el 1 de julio de 1970, cuando cuatro comandos montoneros tomaron militarmente la localidad de La Calera, en Córdoba, a pocos kilómetros de las principales unidades militares del Tercer Cuerpo de Ejército y ocuparon la comisaría, el correo, la oficina de teléfonos, el banco y el municipio. Algunos guerrilleros fueron detenidos y se comenzó a saber quiénes eran estos montoneros, de dónde venían, su origen de clase, su formación ideológica y posiciones políticas y que se proponían.
Sobre el copamiento de La Calera nos ocuparemos más adelante en esta revista. Para cubrir la retirada los montos sembraron de clavos miguelito para pinchar las llantas, pero uno de los autos estaba sobrecargado, y tuvieron que dejar a dos compañeros que fueron caminando hacia una casa de seguridad ubicada en Villa Rivera Indarte, pegada a Villa Allende, Córdoba. Estos iban cargados con bolsos, una camioneta de la policía los encuentra casualmente y los detiene.
Los detenidos, en los interrogatorios cantan de más y por un error de seguridad de la organización se «destapa» una casa que no estaba bien «tabicada». En ese lugar estaban Emilio Maza, Ignacio Vélez Carreras y Cristina Liprandi, su mujer. Cuando llega la policía se produce un enfrentamiento y Emilio Maza y Vélez son heridos gravemente y Cristina Liprandi detenida. Emilio Maza murió. En el lugar encontraron un permiso de manejo de un auto que había sido emitido por Norma Arrostito a nombre de Maza. Por tanto, la investigación sigue en Buenos Aires.
En Buenos Aires la persecución se da sobre Fernando Abal Medina, Norma Arrostito, Mario Eduardo Firmenich y Gustavo Ramus, y de arrastre sobre Carlos Maguid y Nelly Arrostito, hermana de Norma. Sara Herrera la esposa de Aramburu reconocería a Emilio Maza como uno de los «oficiales» y, luego, uno de los detenidos señaló una foto de Ignacio Vélez, identificándolo como el civil que acompañaba al chofer: «este es Mateo/Marcos el que entró al departamento»
En el libro «Periodismo sin aliento», Ricardo Grassi, ex director de la revista de la orga El Descamisado, dio detalles del crimen cometido por Montoneros en 1970.
«Era a fines de agosto de 1974. En momentos y lugares separados, Mario Eduardo Firmenich y Norma Arrostito iban contándonos los detalles de una película que conocíamos sin haberla visto: el secuestro, juicio y fusilamiento del teniente general Pedro Eugenio Aramburu entre el 29 de mayo y 1° de junio de 1970. Ellos eran los dos únicos sobrevivientes conocidos de la acción con la que la organización Montoneros irrumpió en la política argentina.
Las cinco personas que estábamos frente a Firmenich y las dos que entrevistamos a Arrostito escuchábamos con la misma naturalidad con la que se consume la violencia que la televisión nos propina sin solución de continuidad. […] Al principio, con preguntas colaborábamos para que la descripción de nuestros entrevistados sobre cómo prepararon y realizaron el golpe tuviera una secuencia lógica y fuese minuciosa. Funcionaba como película de suspenso. Pero a partir de que cazan a la víctima, el relato sin carne ni hueso se hacía insoportable. La calculada ausencia de emociones y de contexto físico hace que sea un texto cruel en su frialdad. El condenado a muerte y sus ejecutores no podían ser solo nombres, símbolos y mitos. Había que intentar salir de la justificación, que es solo racional, para llegar al crudo, salvaje segundo en el que unos se disponen a descerrajar tiros mortales y el otro entiende que no puede escapar de su muerte. Empezamos a preguntar qué y cómo; qué dijo, cómo se lo dijeron, qué hizo, cómo lo mataron. De otro modo, no se habría llegado al relato de cómo Fernando Abal Medina, jefe del grupo montonero de Buenos Aires, mató a Aramburu el 1° de junio de 1970. Y, sin embargo, no fue así. O no fue solo así. En sentido estricto, no fue Abal (Medina) quien lo mató. O no fue el único, según quise y pude saber 37 años después.
[…] cuando se le anuncia a Aramburu que ha sido condenado a muerte, su camino hacia el lugar donde será matado, la ejecución de la pena y, por último, el entierro del cuerpo sin vida. Es en el anteúltimo que el relato de Firmenich no cuadra y sugiere que él y el resto de la conducción de Montoneros habían elegido un modo de narrarlo y que quedara esa como la verdad. Para saber más tenía solo dos caminos: entrevistar nuevamente a Firmenich o identificar y encontrar, si aún estaba vivo, al montonero anónimo que se menciona en el reportaje sin nombrarlo, ya que nunca fue identificado. Firmenich no respondió mis correos electrónicos ni llamadas telefónicas. Con el anónimo –que en el reportaje es llamado «el otro compañero»- tuve suerte.
[…] «Anticipo sí, que “El Otro”, cuyas palabras aparecerán aquí en bastardillas para diferenciarlas del relato original, estaba junto a Abal Medina cuando este disparó su pistola 9 mm contra Aramburu. Y seguía allí cuando, según su relato, llegó quien lo remataría con una 45».
«Firmenich no nos contaba la tragedia de la venganza sino su triunfo. Lo hacía de un modo técnico, el suyo era un relato sin humanidad. Así lo escribí. La muerte, definitiva, sin regreso. El momento más extremo del que muere y del que mata, la sangre que uno pierde y en la que otros se bañan».
«El relato de El Otro me revela hoy cuánto se conmovió Abal cuando creyó haber matado a Aramburu, algo que ni Firmenich ni Arrostito vieron. ¿Cuánto más iba a poder vivir el que llegó poco después y completó lo iniciado por Abal con tres disparos más estruendosos aún, con una 45? Matar y rematar».
Dice Ricardo Grassi en su libro: «Fue a fines de agosto de 1974 cuando Firmenich y Arrostito estuvieron dispuestos a relatar el secuestro y muerte de Aramburu. De los autores conocidos entonces, eran los únicos sobrevivientes. Él dedicó a la entrevista dos tardes en las que seis personas estuvimos encerradas en una casa. Con Arrostito, fueron solo un par de horas en un bar al que fuimos Yaya (Juan José Azcone) y yo».
El reportaje sobre el Aramburazo fue hijo de ese “error madre”. El punto culminante de un desacierto y la antesala de muchos más. Si con el Aramburazo, Montoneros había fundado un mito, relatándolo quisieron retomarlo imaginando un paralelo entre circunstancias disímiles… […]
Las leyes del periodismo y la política tienen motivaciones diversas. Coinciden cuando el político acepta la confrontación confiando que resultará beneficiado. En este caso no era una confrontación típica, ya que había una coincidencia política entre entrevistadores y entrevistados. De todos modos, Arrostito y Firmenich iban a tener que transitar preguntas que hurgaban en los detalles sin los cuales una entrevista carece de cuerpo y color. Ambos y toda la conducción de Montoneros tenían la tranquilidad de que nada iba a ser publicado sin el acuerdo de ellos, lo cual hace aún más sorprendente que hayan quedado aquellas cosas que, fruto de la insistencia de los periodistas, convirtieron a ese en un reportaje singular… […]
Llegado el momento, el ánimo de Jarito, Yaya y mío era el de los periodistas. La que estábamos por obtener era, sin lugar a dudas, la nota que todo reportero, argentino y no, habría querido hacer. […] Firmenich sonreía, como siempre. Nunca parecía nervioso y tenía la cualidad de esas personas que al entrar llenan el espacio. Era –quizá sea aún- un tipo que equilibraba su poco atractivo físico con simpatía, la risa fácil y mucho sentido del humor. Pero se pondría grave cuando las preguntas exigirían detalles. No era culpa suya si cada vez que reía sus paletas separadas me recordaban a un conejo. Un conejo con poderoso cuello de toro, torso largo y macizo, piernas cortas y orejas chiquitas.
Concluido el prolegómeno, Firmenich lo inició con tono de patriarca que evoca algo muy antiguo: «El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro», dijo, y fue esa la primera frase del texto publicado.
Ricardo Grassi le comentó de su entrevista con Firmenich a El Otro. El llamado «El Otro» es un guerrillero cuyo nombre no se dio a conocer y que participó en el secuestro y la detención de Aramburu en La Celma, y su ejecución, pero nunca nadie rebeló su nombre. Ricardo Grassi le cuenta a El Otro:
«Fueron todos suicidas heroicos», dijo Firmenich refiriéndose a los tres primeros, midiendo el efecto de sus palabras. «¡¿Dijo eso?!», me pregunta, incrédulo, El Otro. «¡Qué hijo de puta!», exclama cuando se lo confirmo. Entre ambos ha quedado una recíproca falta de afecto, me dice iniciando un reportaje singular en el que nunca hablará en primera persona, se referirá siempre a El Otro –aunque varias veces no podrá evitar el «nosotros»-, confirmando la extrema cautela por la cual su participación en el Aramburazo permanece desconocida. A lo mejor piensa que podría estar grabando la conversación. […]
«¿Es así, El Otro se tortura por haber estado cuando mataban a Aramburu?», le pregunto. «¡De ninguna manera! ¿Por qué habría de torturarse? El Otro piensa que Aramburu fusiló y murió fusilado», me responde sin dudar ni pestañear, destruyendo así la confesión que imaginé como el complemento más sorprendente a mi viejo reportaje.
Estábamos en el living de una casa simple en una ciudad que me comprometí a no identificar. Las otras condiciones para recibirme fueron no sacarle fotos, no llevar un grabador, no decir su nombre, no describirlo físicamente. Sin embargo, al encontrarnos descubro que ya nos hemos conocido en “la vida anterior” y que, aunque nunca supe su nombre ni mucho menos su participación en el Aramburazo, él sí sabe a quién aceptó recibir y que podía confiar. “¡Tanto tiempo sin verte! ¿Cómo estás?”, le digo sin disimular mi gran sorpresa. “¡Muy bien, siempre fracasando!”, responde y ambos reímos. Aunque ha perdido pelo y peso, no perdió mañas, pienso. Cuando éramos jóvenes, nadie podría haberlo descripto como un tipo de melena leonina, pero sí decir que su mirada firme, debajo de cejas oscuras bien marcadas, podía parecerse a la de un animal al acecho. Esta la conserva. Un animal humano que puede suavizarse o hacerse áspero, incluso tierno, aunque en esto debe haber influido la buena educación que recibió. Era y es un tipo disciplinado que aún en ese momento, superados los 60, trabaja de sol a sol. […]
Arrostito, compañera de Abal, cuñada de Maguid, y la única mujer que integró el comando, años después, ya derrotada, ante sus torturadores definió al Aramburazo como una obra maestra de la propaganda armada. “Puede ser, pero esa es una elaboración posterior, no un cálculo previo a la acción”, me dice El Otro. “En aquel momento, el efecto fue muchísimo mayor que todo lo que nos habíamos imaginado”, ríe y le aparece el sarcasmo demoledor que le he conocido años atrás. “Pensá que la única acción pública hecha previamente había sido la de Abal Medina y (Juan) García Elorrio en la catedral de Buenos Aires, cuando interrumpieron el sermón que pronunciaba el cardenal primado de la Argentina, Antonio Caggiano”. […]
Según Grassi, el 29 de mayo no fue elegida al azar por Montoneros, que se festeja la creación del Ejército Argentino en 1810, y era además el primer aniversario del Cordobazo, la histórica revuelta de obreros y estudiantes que inició la cuenta regresiva de aquella dictadura. Es por eso que la operación montonera pasó a ser llamada el Aramburazo.
«En el texto de apertura del reportaje se lee que uno de los objetivos era “ejercer la justicia revolucionaria”, que “por primera vez el pueblo podía sentar a un cipayo en el banquillo y juzgarlo y condenarlo” y que “más allá de las trampas, las argucias legales y los códigos para reprimir a los trabajadores, había un camino hacia la verdadera justicia, la que nace de la voluntad del pueblo” ya que, además, robando el cadáver de Eva Perón, Aramburu “había indignado y herido como pocas veces se indignó a este pueblo”.
¿Cabía alguna posibilidad de que en el juicio Aramburu resultase absuelto?, le pregunto a El Otro. Hace un gesto despectivo que acompaña su respuesta: “Ninguna. Montoneros ya lo había condenado a muerte”, dice sin hesitar».
Ricardo Grassi, cuenta también la entrevista con Norma Arrostito: “Lo empezamos a fichar a comienzos del 70, sin mayor información (…). En una revista, Fernando (Abal Medina) encontró fotos interiores del departamento de la calle Montevideo. Eso nos dio la idea de cómo podían ser las cosas adentro”, nos relató Arrostito.
“Pero dedicamos el máximo esfuerzo al fichaje externo. El edificio donde él vivía estaba frente al colegio Champagnat y averiguamos que en el primer piso había una sala de lectura o una biblioteca. Entonces nos colamos, íbamos a leer allí. El que inauguró el método fue Fernando, que era bastante desfachatado. Más que leer, mirábamos por la ventana. (…) Nunca nadie nos preguntó nada”, nos dijo Firmenich.
Yaya y yo le hicimos a Arrostito las mismas preguntas que a Firmenich, tanto para verificar detalles como para poder escribir el reportaje del modo en que lo hice.
La habíamos esperado en el bar donde nos había citado, en una esquina de la calle Lima. Siempre nosotros primero, ellos después por razones de seguridad. Llegó sola y pudimos observarla mientras se acercaba a la mesa. Era menuda y bajita. Su cara, muy distinta a la de las fotos que la hicieron famosa poco después del Aramburazo. Así como Firmenich no, ella evidenciaba su humanidad. No reía, a veces sonreía suavemente. Emanaba una tristeza que era difícil ignorar. Daba la sensación de que estaba allí porque se lo habían ordenado, sin el entusiasmo que, en cambio, había desplegado Firmenich unos días antes.
Con minuciosidad, en un tono monocorde y bajo, Arrostito respondía a preguntas sobre los cinco meses de planificación del secuestro y el día de su realización hasta el momento en que ella se quedó en la ciudad y Abal Medina, El Otro, Carlos Ramus, Firmenich y Aramburu emprendieron el viaje hacia la estancia La Celma. Según el relato de Firmenich, también Maza se había quedado en Buenos Aires; según el relato de El Otro, estuvo en Timote y jugó un papel decisivo, lo cual resulta coherente porque era tan jefe como Abal Medina. O sea que o no se quedó en Buenos Aires o llegó a La Celma después. ¿Cómo? El Otro no lo recuerda.
Arrostito se animó al relatar que el uniforme donado por un oficial del Ejército peronista retirado, le quedaba enorme a Abal Medina. “Tuve que hacer de costurera, amoldárselo al cuerpo”, nos dijo Arrostito. Y había picardía cuando se describió –ella tan austera- en el momento del asalto: “Yo llevaba una peluca rubia con claritos, andaba bien vestida y un poco pintarrajeada”. Al describirla, los partes policiales agregaban: “Hábil maquilladora”. Cuando el afiche con su cara apareció en todos lados, practicaba un truco que alguien le había enseñado: basta abrir un poco la boca para no ser reconocido. Ella lo hacía, convencida de que así ya no se parecía al afiche.
Ambos relataron la primera parte de “la película”. Cuando lo vieron por primera vez, cómo decidieron que el mejor modo era que Abal Medina y Maza, los dos jefes, vestidos de teniente primero y capitán, respectivamente, subiesen hasta el departamento de Aramburu, en el octavo piso, y lo capturaran allí.
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Cuando subían hasta el departamento de Aramburu, en el ascensor iba también un tercer integrante del grupo que se bajó en el séptimo piso, donde quedó de campana. ¿Y ese quién era?, preguntamos y Firmenich no lo dijo porque su identidad no era conocida. Recién en 2005, en el libro “Montoneros: el mito de sus 12 fundadores”, Lucas Lanusse ubicó allí a Ignacio Vélez y, en otro casillero que seguía vacío, a Carlos Maguid.
Tocaron el timbre. Fue la mujer del general Aramburu quien les abrió, los hizo pasar y les ofreció un café mientras esperaban que el General terminase de ducharse y vestirse. “Era la prestancia militar de Maza la que les daba credibilidad”, destaca El Otro.
Mientras escuchaba el ofrecimiento de custodia, Aramburu tomaba café con Abal Medina y Maza. A Maza le descubrió enseguida el acento. “¿Usted es cordobés?”, le preguntó. “Sí, mi General”, le respondió Maza. Las cortesías duraron apenas un par de minutos. Los dos se pararon, desenfundaron las armas y Abal dijo, cortante: “¡Mi General, usted viene con nosotros!”. Eran las 9 de la mañana.
¿Y si se resistía?, preguntamos. “Lo matábamos ahí. Ese era el plan”, respondió Firmenich. “Pero no, ahí estaba, caminando apaciblemente. Subieron al Peugeot y arrancaron hacia Charcas, dieron la vuelta por Rodríguez Peña hacia el bajo. Y nosotros detrás”, concluyó.
Colaborábamos con preguntas e íbamos haciendo una especie de croquis para que en el relato no hubiese huecos ni saltos lógicos. Era también la primera vez que se contaba la operación militar de una organización guerrillera. […] a la una de la tarde la radio empezó a hablar del presunto secuestro, “pero ya estábamos a mitad de camino”, dijo. Llegaron a La Celma “a las cinco y media o seis”, el taxi se volvió a la capital y mientras Ramus y Firmenich, ya sin uniforme, distraían al capataz, “el vasco Acébal”, Abal Medina y El Otro metían a Aramburu en la casa.
[…] No contó que tampoco dijo nada cuando Abal Medina extrajo un cuchillo que llevaba en la cintura y se lo puso en el cuello con determinación. “Si hace algo para llamar la atención le corto el cuello”, le dijo Abal, me relata El Otro. “Fue en un momento en el que el coche redujo la velocidad y como los de atrás no veíamos hacia afuera, nos inquietamos. Si era la policía y Aramburu gritaba, allí mismo se acababa todo”, explica.
Después, nada más hasta llegar a la que sería su cárcel, cuando ya estaba en uno de los dormitorios, donde lo hicieron sentar en una cama, le quitaron el saco y la corbata. “Era una casa muy fría, húmeda y lóbrega”, me dice El Otro. “Las persianas estaban cerradas y la oscuridad daba una sensación tétrica”. Recién entonces, Abal Medina volvió a hablarle: “Usted está detenido por una organización revolucionaria peronista que va a someterlo a juicio revolucionario”, le anunció con pompa, según Firmenich.
¿Y él cómo reaccionó? “Bueno”, se limitó a decir. “Pensaba que podía zafar y no que era una situación sin salida”, considera hoy El Otro. “Lo novedoso en relación al accionar de la resistencia peronista hasta el momento –continúa- fue el secuestro y el juicio. Resultó algo nuevo que la vanguardia justiciera del peronismo ejecutase al vil señor mayor y creó un terremoto que, como siempre, no habíamos calculado para nada. Éramos unos pendejos”, dice con sorna.
“La gente festejaba el Aramburazo hasta en la cancha, en los partidos de fútbol del domingo siguiente”, recuerda. “No, no habría sido lo mismo que al entrar a la casa Abal Medina y Maza le pegasen dos tiros ni bien estuvieron a solas con él en el living, sin secuestro ni juicio”, concluye.
[…] Después, le leyeron la conferencia de prensa en la que el almirante Isaac F. Rojas, su vicepresidente, dijo que Valle y sus secuaces eran marxistas y amorales. Él se molestó: “¡Pero yo no he dicho eso!” Y cuando ellos insistieron, dijo que no compartía esos calificativos. “Se le preguntó si estaba dispuesto a firmarlo”, continuó Firmenich con léxico notarial e impersonal. La cara del General se relajó e iluminó. Fue un Aramburu esperanzado el que habló: “¡Si era por esto, me lo hubieran pedido en mi casa!”. Y firmó la declaración.
Pero no se terminaba allí, se sabe. “Para el juicio nos sirvió un libro sobre la Revolución Libertadora en el que había muchos datos… no recuerdo qué libro”, agrega El Otro. Pasaron al segundo punto del juicio: el golpe militar que preparaba. “Lo negó terminantemente. Cuando le dimos datos precisos sobre su enlace con un general en actividad dijo que ‘era un simple amigo’. Sobre esto, frente al grabador, fue imposible sacarle nada”.
Aramburu, en cambio, habló sin grabador, según Firmenich. “Compartiendo con nosotros una comida o un descanso (comíamos siempre fideos que alguno de nosotros cocinaba, recuerda El Otro, traicionándose con ese “nosotros”), Aramburu admitía que la situación del régimen no daba para más y que solo un gobierno de transición –que él se consideraba capacitado para ejercer- podía salvar la situación”, nos explicó.
Conversaban e intercambiaban opiniones. Él pensaría que de ese modo lograría despertarse de la pesadilla; ellos, en cambio, sabían que iban a matarlo. Aramburu aparece en el relato como un militar de palabra y honor. Llegaron así al otro punto: el cadáver de Evita. Cuando lo acusaron de haberlo robado, Aramburu se paralizó, según Firmenich, sugiriendo que no se lo esperaba. Empezó a hacer “morisquetas y gestos bruscos”, según Firmenich, indicando que apagaran el grabador. Abal Medina lo hizo.
“Sobre este tema no puedo hablar por un problema de honor”, dijo Aramburu. “Lo único que puedo asegurarles es que ella tiene cristiana sepultura”. Los jueces insistieron. Querían saber dónde estaba. Aramburu dijo que no se acordaba. “Intentó negociar. Se comprometía a hacer aparecer el cadáver en el momento oportuno, bajo palabra de honor”, nos dijo Firmenich.
No aceptaron e insistieron en que dijese dónde estaba. “Tendría que hacer memoria”, dijo al final Aramburu. “Bueno, haga memoria”, le dijeron, después de lo cual, como anochecía, lo llevaron a otra habitación. El preso pidió papel y lápiz. “Estuvo escribiendo antes de dormirse. A la mañana siguiente, al despertarse pidió ir al baño. Después encontramos allí unos papelitos rotos, escritos con letra temblorosa”, relató Firmenich, por algún motivo sugiriendo que Aramburu tenía miedo, aunque eso era contradictorio con la imagen que iba dando de él a lo largo de la entrevista.
[…] Volvieron a la habitación del juicio. Habían decidido interrogarlo sin grabador. “A los tirones contó la historia verdadera: el cadáver de Eva Perón estaba en un cementerio de Roma, con nombre falso, bajo la custodia del Vaticano. La documentación sobre el robo del cadáver estaba en una caja de seguridad en el Banco Central”, dijo Firmenich.
Ninguno de nosotros sabía entonces que no era esa la verdad y que tampoco Aramburu la conocía en su totalidad. En septiembre de 1971, Lanusse, ya dictador, le ordenó a Cabanillas organizar el “Operativo Retorno”. El cuerpo de Evita fue desenterrado de la tumba clandestina y devuelto a Perón, en Puerta de Hierro. Al cadáver le faltaba un dedo que le había sido cortado intencionalmente y presentaba un leve aplastamiento de la nariz. Fue restaurado.
Los captores dieron por concluido el juicio. No quedaban preguntas importantes y el tiempo apremiaba porque el Ejército y la policía habían sido movilizados. Le anunciaron a Aramburu que “el tribunal iba a deliberar” y “desde ese momento no se le habló más”, relató Firmenich. Lo ataron y acostaron sobre la cama. “¿Por qué?”, preguntó Aramburu.
“Era para que no se escapara”, me explica El Otro, como si fuera obvio. “No se preocupe”, fue la respuesta que obtuvo de Abal Medina, quien al llegar la madrugada le anunció la sentencia. “General, el tribunal lo ha sentenciado a la pena de muerte. Va a ser ejecutado dentro de media hora”, le dijo.
¿Qué necesidad u objetivo político justificaba describir los detalles que permiten al lector visualizar a un hombre maniatado, conducido después por un pasillo hacia un sótano en el que, por último, será asesinado con un tiro en el pecho? El Otro no tiene una respuesta. “El relato siempre me resultó gratuitamente crudo y cruel”, me dice con gesto de desprecio.
[…] ¿Y entonces? Le dijeron que iban a matarlo. ¿Y cómo reaccionó Aramburu? Siempre atado, les dijo que pensaran en la sangre que ellos, muchachos jóvenes, iban a derramar. ¿Dijo solo eso? Firmenich no agregó más. Tampoco El Otro, que me informó que Firmenich y él no estaban cuando Abal comunicó la sentencia. “Nosotros éramos subalternos a los jefes, que eran Abal y Maza”, me explica. O sea que algunas o varias de las cosas que Firmenich nos relataba provenían de un conocimiento indirecto, de lo que habían contado Abal Medina y Maza.
Lo dejaron solo. Media hora, sabiendo ya que iba a morir. Volvieron, lo desamarraron, “lo sentamos en la cama y le atamos las manos a la espalda”, relató Firmenich. Aramburu pidió que le ataran los cordones de los zapatos. “Lo hicimos”, fue la frase corta de Firmenich. ¿Quién se puso en cuclillas o arrodilló para atarle los cordones al general Aramburu? El Otro solo recuerda que él no fue.
“¿Puedo afeitarme?”, pidió Aramburu. “Le dijimos que no había utensilios”, siguió Firmenich. Lo pusieron de pie, lo sacaron de la habitación y por un pasillo lo llevaron hacia la entrada al sótano. Fue entonces cuando Aramburu pidió un confesor. Ya no tenía esperanza de salir de allí con vida o buscaba ver a alguien externo a la situación, algo que sus captores no podían permitir. “Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque las rutas estaban controladas”, relató Firmenich.
“Si no pueden traer un confesor ¿cómo van a sacar mi cadáver?” preguntó Aramburu sin obtener respuesta. “¿Qué va a pasar con mi familia?”, preguntó también. “Se le dijo que no había nada contra ella, que se le entregarían sus pertenencias”, relató Firmenich. O sea que Aramburu, a punto de morir, no pensaba solo en él, como le pasó a El Otro ante el simulacro de fusilamiento.
[…] “El sótano era tan viejo como la casa, tenía setenta años”, prosiguió Firmenich. “Lo habíamos usado la primera vez en febrero del ‘69, para enterrar (o sea que el piso era de tierra) los fusiles expropiados en el Tiro Federal de Córdoba. La escalera se bamboleaba. Tuve que adelantarme para ayudar a su descenso”. “Ah, me van a matar en el sótano”, dijo Aramburu.
[…] “Bajamos. Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared”, detalló Firmenich. “Pero también le vendamos los ojos”, agrega El Otro, que en cambio no recuerda el pañuelo en la boca ni entiende qué sentido habría tenido. “El sótano era muy chico y la ejecución debía ser a pistola”, dijo Firmenich, sugiriendo que si no habrían usado fusiles. “Fernando tomó sobre sí la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos”.
Es por eso que un fotógrafo de la revista, Puchi, y el redactor Verónica decidieron apodarlo “el herrerito”. Ramus distraía al casero. Así, dentro de la casa quedaban Abal, Maza, Firmenich y El Otro. El relato de Firmenich publicado se acelera y la mezcla de plural y singular no deja claro si todos se fueron, dejándolos a Abal y Aramburu solos, ni quienes cavaron la fosa. Una vaguedad deliberada: “General –dijo Fernando-, vamos a proceder”. “Proceda”, le respondió Aramburu.
El Otro considera necesario referir con exactitud la respuesta que solo él y Abal Medina escucharon: “Proceda, nomás”. Se ve que a El Otro le llamó la atención ese “nomás”, como quien dice “No se preocupe y haga lo que debe hacer”, evidenciando aún más que el solitario “proceda” el coraje y la dignidad ante la última de las adversidades. Un matiz, una actitud de firmeza militar, quizá, que para El Otro no pasó desapercibida y le quedó muy grabada, para siempre.
“Fernando disparó la pistola 9 milímetros, al pecho. Después hubo dos tiros de gracia, con la misma pistola, y uno con una 45. Fernando lo tapo con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en el que íbamos a enterrarlo”, concluyó Firmenich. Aramburu y Abal no podían estar solos en ese sótano, pensé sin equivocarme. Siempre se necesita al menos un testigo, tanto por razones atávicas como prácticas. No hay acto más extremo que el de matar a alguien deliberadamente. Solo el suicidio no exige testigos. Tampoco resulta razonable que Abal disparara primero con una 9 y luego con una 45.
Había otro con Abal y Aramburu. El Otro. Y es ahora El Otro quien relata de primera mano lo que a Firmenich solo le fue referido; estaba arriba dándole a la morsa, me confirma El Otro. Pero más importante que el testimonio directo es el relato de lo que Firmenich y la conducción de Montoneros decidieron omitir. “Estábamos los dos solos con Aramburu”, me dice El Otro. “Yo no tenía que hacer nada salvo estar. El impacto del disparo empujó a Aramburu contra la pared y se desplomó de costado. Fernando alcanzó a taparlo con una manta”.
Es recién en esta parte de la entrevista donde El Otro, quiebra la parquedad evidente que caracteriza lo citado hasta ahora. Entonces, relata, Abal “dejó caer los brazos. En la mano derecha tenía la pistola. Retrocedió hacia la pared que tenía a su espalda sin dejar de mirar el bulto del que se alejaba. Cuando llegó a la pared dio media vuelta, apoyó en ella el antebrazo y su frente sobre este”, continúa El Otro mientras representa el gesto de un hombre abrumado. “Abal era muy religioso y sintió mucho, pero mucho, haberlo matado. Se quedó en esa posición bastante rato, con los ojos cerrados”.
Luego se separó de la pared y miró a El Otro, que a su vez lo miraba. “Quedate aquí”, le dijo y se fue subiendo la escalera bamboleante. ¿Qué sintió El Otro cuando se quedó solo en el sótano junto al cuerpo de Aramburu? “Nada especial, alcancé a preguntarme qué pasaba, ya que lo ocurrido no estaba previsto. Muy poco después escuché que alguien bajaba. Era Maza”, me responde. ¿Nada especial? Le repito con asombro. Pero él está afirmado en su decisión de no detenerse en sus sentimientos personales.
Maza era estudiante de medicina. “Tocó el cuerpo, dijo ‘aún está vivo’ y con su pistola 45 le tiró dos balazos en el cuerpo, verificó la muerte y se fue. Abal tendría que haber tirado a la cabeza, no al pecho, pero quizás no pudo…”, especula El Otro antes de continuar su relato. “Casi enseguida llegó Firmenich, con quien teníamos que cavar el pozo donde enterraríamos el cadáver”, me explica El Otro.
Demoraron unas tres horas en concluirlo. Abal Medina no pudo volver a la escena del crimen. Cuando Firmenich y El Otro terminaron, volvió Maza (Abal Medina no pudo regresar a la escena del crimen) y entre los tres pusieron el cuerpo en la fosa, siempre envuelto en una manta, cubriéndolo con cal y tierra, informa El Otro. Para hacer la tapa de hormigón alguien volvería días después, probablemente Ramus, ya que era su casa, pero El Otro no sabe.
Pasado el mediodía, se fueron todos a Buenos Aires. Así concluye el relato.
[…] De lo ocurrido en La Celma subsiste solo lo que queda en la memoria de Firmenich y en la de El Otro, cuyo nombre –si es verdadero el que me dio- debe permanecer oculto porque solo lo conocen quienes estuvieron allí. Entre él y Firmenich hace años que no hay relación alguna. El primero no estuvo en aquel sótano, El Otro sí. Pero ni Abal Medina ni sobre todo Maza, que resulta según su relato quien realmente mató a Aramburu, pueden avalar o desmentir. Si así fue –y para qué mentiría El Otro-, no sé por qué la conducción de Montoneros eligió ocultar el papel de Maza.
Sé, en cambio, que pasan los años y sigue siendo tan violento lo que encierran las paredes de la memoria de varias generaciones.
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Tenemos otro testimonio sobre el misterioso «El Otro», en unas conversaciones que tuvo Juan Bautista Yofre, el Tata, una fuente de primera, con el Mario Firmenich el jefe montonero en Barcelona. Según teorías conspirativas, el secuestro y asesinato del ex presidente de facto (1955-1958) Pedro Eugenio Aramburu, fue organizado por colaboradores del entonces presidente Juan Carlos Onganía.
Se basan en los libros de visitas del Ministerio del Interior de la época, que presidía el general Francisco Imaz, hay varios registros que señalan la visita de Mario Eduardo Firmenich a la Casa Rosada. Lo dicen sin presentar ninguno de esos registros. Yofre dice: «Ayer, precisamente, Firmenich me dijo: “Lo referido al Ministro Imaz siempre fue un recurso utilizado para sus internas. Nunca hubo contactos, son mitos insostenibles a esta altura de la historia”».
Continúa Yofre: «Sin embargo, hay un “detalle” que no quiero dejar pasar y que es posible que otros miembros de los “fundadores” de Montoneros lo ignoraran en esos días. De los 12 integrantes del grupo, 3 de ellos, como veremos, habían pasado por los centros de entrenamiento terrorista montados en Cuba: Fernando Abal Medina, Norma Arrostito y Emilio Maza. Digo 3 aunque debería decir 4 si tomo en cuenta la experiencia relatada sobre el sacerdote Carlos Mugica, visto en un PETI (Preparación de Tropas Insurgentes) en los mismos días por tres testigos insospechados, miembros relacionados con el castrismo en esos años. Dos lo escribieron y un tercero me fue relatado. Mugica no fue una excepción, hubo más curas.
Encabezado de la ficha que atestigua el paso de Juan Manuel Abal Medina y Norma Esther Arrostito, el 31 de mayo de 1968, por Praga a la vuelta de Cuba. El 26 de febrero de 1968, los curas Juan Antonio Plaza y Fulgencio Alberto Rojas, conocido como “Beto” también pasaron por Praga. No fueron los únicos
Tras pasar por La Habana y caer en manos del “comandante Barbarroja”, Manuel Piñero, director del Departamento América del Partido Comunista de Cuba, la experiencia de los últimos 60 años enseña que ellos ya no eran “independientes” y debían tener un “responsable” en Buenos Aires.
De todas maneras, no es al único al que se debe señalar por la Operación Pindapoy. Veamos: El jueves 12 de febrero de 1970, el Mayor (RE) Pablo Vicente, el adelantado de Perón en Montevideo, recibió una carta desde Madrid, en la que el expresidente le dice: “Pienso como Usted que este año 1970 nos va a dar mucho trabajo, pero me alegra ver que la gente comienza a empeñarse en el trabajo contra la dictadura. Me visitan muchos, hasta antiguos gorilas que están de vuelta, pero especialmente muchachos de la juventud. De todo ello recojo la impresión que las cosas comienzan a moverse mejor que hasta ahora (…) Tengo la impresión que la dictadura militar no tiene mucha vida, pero es preciso estar alerta, no sea que nos quieran meter otro General, para seguir tirando con los mismos perros y distintos collares. No sé por qué, pero me deja intuir esta situación, que se acercan días de decisión como los que esperamos desde hace tantos años”.
Luego Perón agrega que “según vengo viendo por los que se mueven, parece que hay muchos que comienzan a pensar en el futuro. Han estado en París, (Arturo) Frondizi y (Pedro Eugenio) Aramburu, pienso con la intención de llegar hasta mí, pero no han llegado. He recibido una carta de un oficioso informante, pero le he contestado en forma de no dejar lugar a dudas sobre lo que pienso de estos dos personajes”.
Perón se refiere al “oficioso” Ricardo Rojo que desde París le informa que se había entrevistado con Aramburu el 17 de diciembre de 1969 y que el exmandatario de facto “califica al general Onganía de mediocre, sin rumbo”. También sostiene que Aramburu habla de la “parálisis de nuestra economía y el descontento social creciente. La chatura del país. Decadencia en todos los órdenes. Entrega y satelización”. […]
Años más tarde, Lanusse confesaría en la intimidad que la verdadera razón de la muerte de Aramburu fue la búsqueda de una salida al gobierno de Onganía. “Él era el hombre que en esas circunstancias teníamos los argentinos en ese entonces. Había realmente un poder militar y había un deseo o una necesidad de muchos, entre los cuales yo me incluía, pero no tenía las ideas claras y Aramburu era un componedor de eso. Aramburu, con las diferencias lógicas, era un Charles De Gaulle, era un hombre de reserva. Yo no creo que lo hayan eliminado como venganza por los fusilamientos del 56, yo creo que lo eliminaron porque era una solución posible”.
El 7 de mayo, la crisis que se avecinaba en el gobierno militar vuelve a aflorar en la correspondencia entre Perón y Vicente: “Veo por sus informaciones y por las que recibo de los más variados conductos que en la Argentina las cosas van de mal en peor, aunque el ‘amigo’ Onganía todavía no se haya dado cuenta y se sienta en el mejor de los mundos por lo que se suele decir. Es que, en estos casos, como en el de los maridos engañados, el culpable es el último que se entera.”
El expresidente constitucional conocía que se avecinaban tiempos difíciles para el gobierno de facto, que lo obligaban a unificar la conducción táctica en el terreno de los acontecimientos. Más cuando su conducción estratégica la ejercía desde miles de kilómetros. Por eso, deja a un lado al mayor Pablo Vicente, a través del cual mantenía un canal de comunicación con los sectores más combativos de su Movimiento, y fortalece la dirección de su delegado en Buenos Aires, Jorge Daniel Paladino.
Así se llegó al viernes 29 de mayo de 1970 en que se celebró el Día del Ejército en el Colegio Militar de la Nación y se cumplía un año del Cordobazo. Como era una costumbre, tras las palabras del comandante en Jefe se pasó a un salón para un brindis. En ese momento, un oficial se apersonó e informó que había sido secuestrado el teniente general Pedro Eugenio Aramburu.
El sábado 30 de mayo el coronel Cornicelli, un oficial de la máxima confianza de Lanusse, habrá de anotar: “En varios coroneles (Riveros, Cáceres, Vaquero) cayó muy bien el discurso (de Lanusse del día anterior). La bomba la constituyó la noticia del secuestro de Aramburu. Por la tarde, pese al feriado, concurrimos al Comando. Lanusse no descarta una maniobra política. Lo visitaron el hijo de Aramburu y el coronel (R) Bernardino Labayru. Estuvo con ellos Pérez Alati (un amigo de Aramburu). En su opinión hay que transar con los captores. Perdí los estribos al contestarle. Lanusse me ordenó proyectar una resolución para presentar ante una eventual reunión con el presidente Onganía. La reunión se realizó por la noche. La decisión será, llegado el caso, no negociar. Por el momento no se hará pública por cuanto no se han planteado las condiciones”.
[…] El lunes 1º de junio se realizó una primera reunión del Consejo Nacional de Seguridad. Al día siguiente se llevó a cabo la segunda, de manera desordenada, en la que el ministro Imaz puso de relieve la condena peronista al secuestro del ex presidente de facto. Lanusse completó el concepto diciendo que Paladino también culpaba al gobierno y propuso convocar a la dirigencia política. Una idea que fue considerada sacrílega por Onganía.
En una larga carta Paladino le relata a Perón la conmoción del momento y que desde el 30 de mayo había querido comunicarse con él por teléfono, pero que no lo había llamado para “no ponerlo en el compromiso de que sus primeras opiniones, mi General, dichas así con la información deficiente que yo podría darle telefónicamente, fueran grabadas como graban todo aquí y pasaran a estudio de los múltiples servicios de informaciones. Entendí que en estos momentos Perón es la última palabra y no debíamos jugarla de entrada”.
También le dice que lo visitaron el dirigente desarrollista Rogelio Frigerio y Monseñor Antonio Plaza: “Vinieron a verme juntos y me sugirieron que lo llamara a Usted por teléfono, mi General, para solicitarle algo así como un llamado a la pacificación. Mi opinión es que Perón es la reserva final que tiene el país en estos momentos, y debe hablar en el instante preciso y sin pedido de nadie. Por otra parte, es dar mucha ventaja, gastar lo más importante que tiene el Movimiento, que yo aparezca pidiéndole desde aquí por teléfono una definición que a su vez han sugerido otras personas. La situación del país hoy es crítica y puede ser grave. Ya le hablaré de esto… Hasta el momento no se sabe si Aramburu está vivo o está muerto. Lo que sí parece claro es que el secuestro ha sido obra de elementos organizados adictos al gobierno. Ya los sectores ‘gorilas’, civiles y militares, comienzan a acusar a Onganía. Por lo que yo sé esta actitud se irá incrementando. Además, estos sectores se han dedicado a hacer la investigación del hecho que la policía y el gobierno no saben o no quieren hacer. El gobierno está dando espectáculo con miles de hombres en la ‘gran cacería’, helicópteros y aviones, como en las películas. Pero todo el mundo sospecha que se trata de un gran ‘camelo’. En los ‘comunicados’ de los secuestradores se advierten dos cosas: una, que no atacan ni al gobierno ni a la situación del país. Dos, que sugieren que son peronistas. Es decir, tratan de echarnos la culpa a nosotros. Pero todo ha sido tan burdo que en este aspecto han fracasado”.
Luego, Paladino cuenta que a través de un “gestor” (que no identifica) se le preguntó si estaba dispuesto a conversar con el almirante Pedro Gnavi, el jefe de la Armada. Contestó que sí, “siempre que se tratara de un diálogo franco y a la luz del día, esto es, el Movimiento no estaba dispuesto a escuchar monólogos y tampoco clandestinidades. La reunión se hizo (no señala el día, pero debe de haber sido alrededor del 3 de junio) a las 13 horas y duró hasta las 15, en la propia sede del Comando en Jefe de la Armada. Estaban el titular del arma y en ese momento presidente de la Junta de Comandantes y el comandante de la Aviación Naval, contralmirante Hermes Quijada” (más tarde asesinado por el ERP)».
Hoy pocos dudan de la autoría exclusiva de Montoneros en la muerte de Aramburu.
Algunos sostendrán que la Operación Pindapoy se hizo para impedir la caída de Onganía. Y lo cierto es que el presidente de facto ya estaba condenado luego de la reunión de altos mandos del Ejército del 27 de mayo, en la que dejó una modesta impresión. Es más, quizá habría caído antes si no fuera porque todo quedó en segundo plano tras el secuestro de Aramburu. Otros dirán que los integrantes del grupo montonero estaban armados y financiados por gente cercana al gobierno. Pero nadie puede probar la instigación ni, mucho menos, la complicidad en el asesinato.
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Juan Bautista Yofre, «el Tata».
«A las 19 horas del 17 de julio de 2019 volví a encontrarme con Mario Eduardo Firmenich en España luego de comunicarnos vía internet y otros medios electrónicos. Yo estaba en la zona porque había sido invitado por un amigo a pasear por el Mediterráneo. Quedamos en vernos a metros de La Pedrera, uno de los puntos turísticos clave de Barcelona. Él tuvo la amabilidad de bajar de su pueblo y yo lo invite a cenar. Finalmente decidimos sentarnos en la vereda para comer algo y lo hicimos a la luz pública. Luego nos mudamos a otra cafetería donde nos quedamos hasta las 21, hora en la que pasaba el último transporte que lo llevaría a su casa. Soy de los que respaldó la decisión del presidente Carlos Menem de terminar con el pasado que nos dividió profundamente. Escribo historia: para mí “El Pepe” es uno de los tantos “indultados” como lo fueron Jorge Rafael Videla o Santiago Omar Riveros. Lo mantengo hasta hoy y en mis libros lo he reflejado. Además, en la interna del PJ de 1988, con muchos de los seguidores de Firmenich trabajamos codo a codo. A María Elpídia Martínez Agüero la conocí en La Rioja en ese tiempo.
La razón del encuentro con Firmenich no fue hacerle un reportaje. Llevaba en mi cabeza varias propuestas editoriales que fueron postergadas por razones que solo conocemos nosotros. Es más, en algún momento anterior analizamos realizar un proyecto periodístico común. En nuestra relación, como con otros miembros de las organizaciones armadas, nadie resigna nada ni nos animamos a sugerirlo. Solo intentamos reconstruir el pasado para no volver a repetirlo.
Mientras repasábamos el presente y futuro argentino me surgió preguntarle por lo que Ricardo Grassi había escrito en su libro Periodismo sin aliento, sobre la presencia “del otro” testigo que terminó rematando al secuestrado Aramburu. Aceptó que hubo “otro” como informo Grassi -algunos detalles habrán de quedar entre nosotros- aunque no lo identificó y no insistí. Entendí que hacerlo era tergiversar la razón del encuentro.
Finalmente, entre el 29 de mayo y el 8 de junio de 1970, se sucedieron innumerables reuniones entre el presidente Onganía con los Comandantes en Jefe, de funcionarios de la Administración Pública con jefes militares, cónclaves de altos mandos en las tres Fuerzas Armadas y conciliábulos de dirigentes políticos.
El sistema se había conmovido y la figura de Onganía estaba hecha trizas. Él reclamaba una autoridad que ya no tenía. El poder no estaba en la calle, se encontraba en los cuarteles, y había llegado la hora del reemplazo.
Junio de 2024.