Vladimir Putin, el último emperador bizantino
¿Rusia, Europa o Asia?
Ricardo Veisaga
La actitud de Rusia, es decir, de Vladimir Putin, de invadir Ucrania, ha provocado un gran desconcierto entre la mayoría de las personas. Muchos se siguen preguntando por el verdadero motivo que ha llevado a asumir esta decisión, una decisión en la que no prima la prudencia política, llevada a cabo sin medir ni analizar la reacción de los Estados y de las personas.
El camino elegido no es el apropiado para recuperar o alcanzar una mayor estatura imperial mundial para Rusia. La estrategia empleada por Putin, le hizo perder prestigio y es visto como un peligro en el actual orden mundial, y que muchos Estados no están dispuestos a tolerar. En realidad, lo que mueve a Putin en esta aventura es la carga imperial que él asume en sus espaldas, y lo que vemos es un líder frustrado que pretende representar al imperio ruso caído y «agraviado», como suelen decir desde la época de los zares.
Putin, ya lo describió en un discurso de 2012, al sostener que el renacimiento de la conciencia nacional rusa necesita que los rusos conecten con su pasado y que no olviden que tienen «una historia común y continua que abarca más de 1.000 años». También se lamentaba en otros momentos, por «la parálisis del poder y la voluntad» que llevó a la completa «degradación y olvido» de la Unión Soviética en 1991.
La situación actual de Rusia, es decir, el orden global postsoviético, Putin lo entiende más allá de la tragedia del colapso soviético, su visión se pierde en el pasado, en la larga historia de Rusia, por tanto, esa misión imperial de Rusia está unida tanto al pasado como a la candente actualidad.
Si se puede decir, que el primer Estado «ruso» se erigió en el actual Kyiv (Kiev, en ruso) en el siglo IX. Sin embargo, la Rus de Kyiv fue sometida por la invasión mongola del siglo XIII, de esta suerte pasó a ser un grupo descentralizado de principados que les rendirán lealtad y tributo a los kanes mongoles. A finales del siglo XV, el Gran Príncipe Iván III, del principado de Moscú, revirtió esa situación.
Iván, llamado el Grande, no aceptó que su tierra estuviera sometido a los mongoles y declaró la soberanía de Rusia. Posteriormente sometió a sus vecinos, anexó el territorio y centralizó la autoridad de Moscú. Iván el Grande llegó al poder de Rusia poco tiempo después de la conquista otomana de Constantinopla en 1453. Iván se había casado con la sobrina del último emperador bizantino, por tanto, reclamó el legado de Bizancio para la Rusia moscovita y adoptó el título de zar para sí mismo.
En su condición de zar, logró mayor influencia y nivel internacional para Rusia, supo entablar relaciones diplomáticas con potencias mundiales, y construyó el Kremlin, símbolo del nuevo y real poder imperial ruso. En el siglo XVI, los zares, el poder político, veía a Rusia como un gran imperio. Moscú era, ni más ni menos, que la Tercera Roma, la verdadera heredera de los imperios bizantino y romano.
La denominación de Tercera Roma, tiene origen en el siglo XVI y tiene connotaciones religiosas. El monje ortodoxo Filoféi, fue el primero en llamar a Moscú la Tercera Roma, y entre los años 1523 y 1524 escribió varias epístolas al Gran Príncipe moscovita pidiéndole que luchara contra las herejías. Para Filoféi, Moscú era el último bastión de la auténtica fe. «Todos los imperios cristianos llegaron a su fin y se reunieron bajo el reinado unificado de nuestro soberano».
El monje Filoféi afirmó en una de las epístolas. «Dos Romas cayeron, la tercera se mantiene en pie, y no habrá una cuarta». Según Filoféi, la primera Roma fue la capital del Imperio romano, que gobernó sobre decenas de pueblos. En el siglo IV, el cristianismo se convirtió de forma gradual en la religión dominante del Imperio, de orígenes paganos.
A Roma la sucedió Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, donde, tras la división del cristianismo entre ortodoxos y católicos (año 1054), se afianzó la iglesia ortodoxa. Desde el punto de vista de los cristianos del este, la Roma católica cayó, al ser presa de la herejía, y Constantinopla se convirtió en la capital del auténtico mundo cristiano, en la «segunda Roma».
Tras la conversión al cristianismo del estado ruso en el siglo X, los rusos reconocieron la autoridad del emperador bizantino como protector de todos los cristianos. Pero luego de varios siglos, la segunda Roma también cayó. En 1453 el Imperio otomano tomó Constantinopla, debilitada por crisis políticas y se pasó a llamar Estambul. Moscú pasó a ser la principal capital ortodoxa, y entre los siglos XV y XVI logró la unificación de las tierras rusas.
Esta idea sobre la Tercera Roma de finales del siglo XVI, fue olvidada durante tres siglos. El Estado ruso se siguió expandiendo no por la idea del gran imperio ortodoxo, sino por la realpolitik, por los recursos, por una salida al mar, etc. La idea del monje Filoféi cobró de nuevo vigencia en la segunda mitad del siglo XIX, cuando gobernaba el zar Alejandro II, fue cuando las epístolas del monje se publicaron en grandes tiradas.
La idea de la Tercera Roma pasó a formar parte de la ideología de los rusos que integraban el movimiento paneslavista, quienes soñaban con unir a todos los pueblos eslavos bajo el poder del Imperio ruso. Pero tras la revolución de 1917 y la llegada al poder de los comunistas, estas ideas paneslavistas quedaron entonces en la nada. La idea de la Tercera Roma es a menudo utilizada en círculos políticos de Occidente para explicar la política exterior soviética y, luego, la posterior rusa.
En la década de 1550, el zar conocido posteriormente como Iván el Terrible extendió el territorio de su país a lo largo del sur del Volga hasta el mar Caspio. Un cuarto de siglo más tarde, Iván patrocinó expediciones que conquistaron y colonizaron Siberia y grandes franjas de Asia Central. En 1648, Rusia había atravesado el continente y llegado a la costa del Pacífico.
En 1654, el zar Alexis se apoderó del territorio que se ubicaba entre Rusia y el río Dniéper. Abarcando gran parte de la actual Ucrania, incluyendo a Kyiv (Kiev). Los dominios en torno a Moscú se conocían como la Gran Rusia o Rusia, gran parte de la actual Ucrania se consideraba la Pequeña Rusia, en un claro reflejo de su condición periférica y colonizada. Pedro el Grande, hijo de Alexis, llevó al imperio ruso a fases superiores, con una armada recién fundada y un ejército renovado, derrotó a Suecia y continuó la expansión del imperio en distintas direcciones.
En 1721, Pedro declaró que Rusia era un imperio y él, su emperador. Muchas décadas después, la emperatriz Catalina, amplió las fronteras del imperio hacia el oeste mediante las particiones de Polonia. Catalina también aprovechó el debilitamiento del poder del Imperio Otomano para expandir Rusia hacia el sur y crear la región de Novorossiya, que incluía las secciones del sur de la actual Ucrania. Luego consolidó la posición de Rusia en el Mar Negro con la anexión de Crimea en 1783.
En 1818, los rusos intentaron conquistar el norte del Cáucaso, la población nativa se negó a ser sometida y emprendieron una guerra de guerrillas, Rusia en represalia quemó aldeas hasta los cimientos, incineró bosques y tomó civiles como rehenes. Aunque en 1864 Rusia ya había incorporado la región a su imperio, las tensiones étnicas y religiosas se mantuvieron latentes, más de un siglo después, en la década de 1990, estallarían como la guerra de Chechenia.
Los zares rusos, la clase gobernante, estaban convencidos de que su poder imperial dependía de su expansión, por lo mismo, destinaron grandes sumas de dinero y la vida de los soldados rusos en aras de la gloria imperial. Los gobernantes mientras tanto resguardados en sus palacios de San Petersburgo, transformaban las grandes ciudades con enormes monumentos en honor a los triunfos imperiales.
Con la revolución de 1917, el imperio zarista se derrumbó. Luego de tomar el poder, los bolcheviques, se mostraron enemigos del imperio y llegaron a sostener que regiones como Ucrania al independizarse se librarían del peso del imperio. Pero el final de la Primera Guerra Mundial no trajo la revolución socialista mundial que Lenin esperaba. Y al verse como una isla socialista rodeado de capitalistas, los comunistas necesitaban del imperio ruso, y en los próximos setenta años, los bolcheviques combinaron la tradicional misión imperial rusa, junto al expansionismo soviético.
La Unión Soviética estableció estados satélites en toda Europa del Este, con gobiernos comunistas supervisados por Moscú, a finales de la década de 1940. Y mantuvieron el bloque comunista hasta la década de 1980, por medio de la represión, usando tanques, artillería, tropas, etc. La necesidad de estos Estados de independizarse junto a los Estados Bálticos y el Cáucaso, el proyecto imperial soviético entró en peligro. Hasta que M. Gorbachov ya no pudo usar la fuerza militar para mantener el poder.
A finales de 1991, el conjunto de naciones que la Unión Soviética había heredado del Estado imperialista zarista dio lugar a demandas de autonomía y supusieron el fin de la URSS. Cuando Putin sucedió a Boris Yeltsin como presidente de la Federación Rusa en 1999, afirmó que su país tenía derecho a ejercer una influencia privilegiada sobre los Estados postsoviéticos.
Sin embargo, muchas de estas naciones no estaban de acuerdo con el capitalismo de amigos y la corrupción que parecían acompañar la influencia de Moscú. A principios de la década de 2000, los levantamientos populares en Georgia, Ucrania y Kirguistán (las Revoluciones de Colores, en conjunto) evidenció el deseo de independencia de estos países y, por lo tanto, los límites del control de Rusia y Putin sobre la región.
La Revolución de la Dignidad de Ucrania, que derrocó a Víktor Yanukóvich, en 2014, al presidente partidario de Putin, ese hecho significaba algo intolerable para su prestigio y su poder. La decisión de Putin de adentrarse en el este de Ucrania y anexar Crimea fue el paso inicial para recuperar el poder que el fracaso imperial había erosionado. Prosiguiendo con los sueños imperialistas de sus antepasados zaristas, Putin se movilizó para reclamar el imperio que, según él, le fue injustamente arrebatado a Rusia.
La resistencia del pueblo ucraniano y de gran parte del mundo libre a la agresión rusa, ha puesto en evidencia la insensatez y la ceguera de Putin tras su sueño de grandeza imperial. Hasta ahora, la gloria y la conquista le dieron la espalda a Putin, y más allá de la suerte de las armas, Putin ha condenado a Rusia al peor escenario posible. Lejos de obtener prestigio, se encuentra aislado y condenado en el orden global actual, su versión del imperialismo del siglo XXI lejos de ser defendida es abominada. A Putin solo le quedan dos opciones, una, es mala y la otra, más mala.
¿Es Rusia un país de Asia o de Europa?
No es una pregunta sobre su ubicación geográfica, no es geopolítica. De hecho, el 77% del territorio del país se encuentra en el continente asiático, y la mayor cantidad de habitantes en la parte europea, el 75% de los rusos vive en esta zona. Hay muchos hitos que señalan la frontera entre Europa y Asia, alrededor de cincuenta, pero muchos de ellos pueden aumentar la confusión.
El obelisco «Europa-Asia», de Oremburgo, que se encuentra a 1.400 km al este de Moscú, se levantó cuando se pensaba que el rio Ural separaba las dos partes, lo cual es un error. Existía un consenso generalizado que entendían que la parte oriental de los montes Urales, establecía la frontera entre Europa y Asia. En la parte asiática la densidad de la población es de 2 personas por km. cuadrado. Las dos ciudades más grandes Moscú y San Petersburgo, están en la zona europea, y la mayor parte de los recursos naturales en la asiática.
Como dije anteriormente, la pregunta no es geográfica, la pregunta es si Rusia es histórica, social, étnica, cultural y políticamente europea o asiática. Lo mismo cuando se habla de «Occidente», y que en estos días se han abierto nuevos debates sobre lo que ese concepto comprende, discusiones iniciadas por marxistas. Tema que no voy a desarrollar aquí, sino en otro momento.
Rusia se ha mantenido oscilando entre el racionalismo europeo y la irracionalidad asiática, la dominación de los tártaros asiáticos y su firme adhesión a la Iglesia Bizantina alejaron a Rusia de la evolución histórica occidental. A mediados del siglo XIII, los rusos sufrieron la invasión mongola encabezada por Betú Kan (nieto de Gengis Kan) que sometió a Rusia por dos siglos y medio.
Muchos príncipes rusos conservaron su poder, ya que los mongoles no ejercían el poder absoluto sobre Rusia, lo que disponían era de un control centralizado a través de los príncipes rusos, y trataron de mantener un eficiente sistema burocrático de recaudación de impuestos. El impuesto se cobraba por cabeza y no por familia, por tanto, los mongoles tenían un conocimiento poblacional, se podría decir, que fue el primer censo ruso, llevado a cabo por los mongoles.
Fueron estos hechos políticos y no culturales, como la ocupación mongola o la dominación de los kanes, aunque no la única, pero si muy importante para explicar lo que separó a Rusia de Europa, lo que impidió que Rusia participara de los grandes acontecimientos que marcaron el desarrollo histórico europeo, como el Renacimiento y la Reforma. Esta hipótesis es suscripta por numerosos historiadores rusos, como Nikolái Karamazin, fundador de la escuela histórica rusa.
También en el campo político es importante el predominio de la herencia bizantina, que condicionó el desarrollo del país. Durante la Edad Media, Rusia, que pertenecía al universo cultural bizantino se mantuvo separada de Europa, es decir, por un lado, el cisma religioso y la otra, la invasión tártara. Finalizando el siglo XV, Rusia se independiza del yugo tártaro e inmediatamente todos sus territorios se unen bajo la corona de Moscú, se consolidan como potencia terrestre (no talasocrática) y se convierten en un imperio.
Esta nueva Rusia entabló relaciones con muchos de los reinos de la Europa occidental, pero fue en el año 1648, durante el reinado del zar Alex Mijáilovich, cuando Rusia se incorporó por primera vez al panorama europeo interviniendo como garante de la paz de Westfalia. En el siglo XVIII, Pedro el Grande y Catalina la Grande, hicieron lo imposible para incorporar a Rusia al mundo intelectual, pero encontraron una fuerte resistencia en la sociedad y en los intelectuales. Es decir, tanto de los eslavófilos como en los populistas.
Pedro I el Grande, (1672-1725) emprendió una transformación de la sociedad rusa a la imagen y semejanza de los países protestantes del norte de Europa. Pedro deseaba incorporar las modernizaciones emprendidas por los europeos. Estas reformas surtieron efectos y Rusia se abrió en el siglo siguiente, a países como Francia, Alemania y en menor grado a Inglaterra e Italia. Pero estas políticas no calaron en el pueblo que se mantenía apegado a la tradición cultural rusa.
Rusia vivió el enfrentamiento entre dos grupos en el siglo XIX, por la pertenencia a Europa o al Asia, estos intelectuales se dividieron entre occidentalistas y eslavófilos. Los eslavófilos idealizaban el atraso de la «Santa Madre Rusia» y lo consideraban una ventaja sobre «el Occidente podrido», el mismo discurso ejercido en nuestros días por Vladimir Putin. Oponían la mística de la autocracia y de la religión ortodoxa al racionalismo, a las ciencias y a la democracia, a las que culpaban de la decadencia europea.
Los intelectuales y las clases políticas rusas, nunca tuvieron en claro su lugar en el mundo, si pertenecían a Oriente o a Occidente, esa ambivalencia y una suerte de sentimiento de envidia y resentimiento siempre acompañó a los rusos, así fue antes y aún continúa con mucha fuerza. Cuando Pedro el Grande fundó San Petersburgo, en 1703, era su «ventana a Occidente» las clases cultas miraban a Europa como su ideal de progreso e ilustración. Los occidentalistas de Rusia buscaban siempre la aprobación de Europa y ser reconocidos como iguales.
San Petersburgo era, como un proyecto utópico que pretendía inventar al ruso como europeo. Pedro obligó a los aristócratas a afeitarse aquellas barbas «rusas» (señal de devoción en la fe ortodoxa), copiar la forma de vestir occidental, construir palacios con fachadas clásicas y adoptar las costumbres y los hábitos europeos, incluida la integración de la mujer en la sociedad. A comienzos del siglo XIX, gran parte de la nobleza hablaba el francés mejor que el propio ruso.
Pero cuando viajaban a Europa occidental, eran conscientes de que se los trataba como inferiores. En sus «Cartas de un viajero ruso», Karamazin logra transmitir la inseguridad que a muchos rusos les producía su identidad europea. Dondequiera que fuera, había de recordar la imagen atrasada de Rusia que anidaba en la mente de los europeos. De camino a Königsberg, a dos alemanes les «sorprendió comprobar que un ruso pudiera hablar lenguas extranjeras».
En Leipzig, los profesores se referían a los rusos como «bárbaros» y no podían creer que tuvieran sus propios escritores. Los franceses eran aún peores, pues a su condescendencia hacia los rusos como estudiantes de su cultura había que sumar su desprecio por ellos como «monos que solo saben imitar».
El escritor, filósofo socialista y emigrante ruso en París, Aleksander Herzen (1812-70) escribió: «Nuestra actitud hacia Europa y hacia los europeos sigue siendo la de los provincianos hacia los moradores de la capital: nos mostramos serviles y sumisos, consideramos cualquier diferencia como un defecto, nos avergonzamos de nuestras peculiaridades y tratamos de ocultarlas».
Ese complejo de inferioridad suscitaba sentimientos de envidia y resentimiento hacia Occidente que iban siempre de la mano: en todo ruso culto convivían un eslavófilo y un occidentalista. Si Rusia no podía convertirse en parte de «Europa» en pie de igualdad, había quienes estaban dispuestos a alegar que debía enorgullecerse de ser «diferente».
Los eslavófilos surgieron como grupo en la década de 1830, con sus famosas disputas públicas con los occidentalistas, pero tenían su origen en la reacción nacionalista a la imitación ciega de la cultura europea, así como a la invasión francesa de Rusia en 1812. Los horrores de la Revolución francesa llevaron a los eslavófilos a rechazar la cultura universal de la Ilustración y a ensalzar, en su lugar, las tradiciones autóctonas que caracterizaban a Rusia y la distinguían de Occidente.
Idealizaron al pueblo llano y las costumbres patriarcales de la vida rural, como genuino deposito del carácter nacional. Fervientes defensores del ideal ortodoxo, sostenían que el ruso se definía por el sacrificio y la humildad cristianos. Una comunidad espiritual en contraposición a los estados laicos de Europa Occidental, basados en la ley. Moscú, estaba considerada como una capital más «rusa», más próxima a las costumbres de las provincias, en comparación con San Petersburgo.
La eslavofilia era un concepto cultural, un modo de hablar y de vestir (al estilo ruso), una forma de concebir a Rusia en relación con el mundo. Una noción que compartían, entre los que podemos citar a los escritores Dostoievski (1821-81) y Aleksander Solzhenitsyn (1918-2008) era la idea de un «alma rusa» especial, un principio genuinamente «ruso» de amor cristiano, virtud desinteresada y abnegación, que hacía a Rusia distinta de Occidente y espiritualmente superior a este.
Ideas como estas estuvieron presentes en la política exterior de Nicolás I (1825-1855). Nicolás I era un defensor de los principios autocráticos: creó la policía política, endureció la censura, intentó aislar a Rusia del sistema democrático de los europeos y envió a sus ejércitos a aplastar los movimientos revolucionarios en Europa.
El zar Nicolas I, identificaba la defensa de la religión ortodoxa fuera de las fronteras de Rusia con la promoción de los intereses nacionales rusos. Hizo suya la causa griega en Tierra Santa contra las pretensiones rivales de los católicos de controlar los lugares sagrados, lo cual lo llevó a un prolongado conflicto con los franceses.
Movilizó a sus ejércitos para defender a los eslavos ortodoxos que se encontraban bajo el dominio otomano en los Balcanes. El objetivo era mantener la debilidad y la división del imperio turco y, contando con la ayuda de la poderosa armada rusa en Crimea, controlar el mar Negro y el acceso a través de los estrechos, muy importante para comunicar el Mediterráneo con Oriente Próximo.
Todo este tipo de políticas imprudentes llevarían a la guerra de Crimea en 1854-1856. Se puede decir que la guerra se inicia con la invasión rusa de los principados turcos de Moldavia y Valaquia (más o menos la actual Rumanía), donde los rusos contaban con el apoyo de los serbios ortodoxos y los búlgaros.
Nicolás I, mientras meditaba sobre la posibilidad de lanzar la invasión, ya que era posible la ayuda de las potencias europeas a Turquía, recibió un memorándum redactado por el ideólogo paneslavo Mijaíl Pogodin, profesor de la Universidad de Moscú y fundador de la prestigiosa revista Moskvitianin (Moscovita). El memorándum versaba sobre las relaciones rusas con las potencias europeas.
Como era de esperar el paper contenía quejas contra las potencias de Occidente, Nicolas I hizo causa común con Pogodin. Rusia era la protectora de los ortodoxos y no era reconocida, sin embargo, estaba siendo tratada de manera injusta por los europeos. Al zar Nicolas I, le encantó el siguiente fragmento, en la que Pogodin describía el doble rasero empleado por los europeos, que prohibía defender a Rusia a sus correligionarios en otros lugares:
«Francia arrebata Argelia a Turquía. 1- y casi todos los años Inglaterra se anexiona otro principado de India: nada de todo eso perturba el equilibrio de poder, pero cuando Rusia ocupa Moldavia y Valaquia, aunque solo provisionalmente, eso altera el equilibrio de poder. Francia ocupa Roma y permanece allí varios años en época de paz. 2-: eso no significa nada, pero basta con que Rusia piense en ocupar Constantinopla para que la paz de Europa se vea amenazada. Los ingleses declaran la guerra a los chinos. 3-, que, según parece, los han ofendido: nadie tiene derecho a intervenir, pero Rusia se ve obligada a pedir permiso a Europa para pelearse con su vecino. Inglaterra amenaza a Grecia con apoyar las falsas pretensiones de un miserable judío y quema su flota. 4-: esa es una acción legítima, pero Rusia exige un tratado para proteger a millones de cristianos y se considera que eso fortalece su posición en Oriente a expensas del equilibrio de poder. No podemos esperar de Occidente otra cosa que no sea mala intención y un odio ciego, que no entiende ni quiere entender (comentario de Nicolás I en el margen: “Esta es exactamente la cuestión”).»
Pogodin animaba a Nicolas I, luego de avivar el resentimiento del zar, a actuar contra Europa para defender a los ortodoxos y promover los intereses de Rusia en los Balcanes, siguiendo solo su conciencia ante Dios:
«¿Quiénes son nuestros aliados en Europa? (comentario de Nicolás: “Nadie, y no los necesitamos, si ponemos nuestra confianza en Dios, de forma incondicional y de buen grado”). Nuestros únicos aliados verdaderos en Europa son los eslavos, nuestros hermanos de sangre, lenguaje, historia y fe, y hay diez millones de ellos en Turquía y millones en Austria… Los eslavos turcos podrían proporcionarnos más de doscientos mil soldados, ¡y qué soldados! Y eso sin contar a los croatas, dálmatas y eslovenos, etcétera (comentario de Nicolás: “Una exageración: si se reduce esa cifra a la décima parte, será cierto”) … Al declararnos la guerra, los turcos han destruido todos los viejos tratados que definían nuestras relaciones, así que ahora podemos exigir la liberación de los eslavos y lograr ese objetivo por medio de una guerra, ya que ellos mismos han elegido la guerra (comentario de Nicolás: “Eso es cierto”).
Si no liberamos a los eslavos y los ponemos bajo nuestra protección, nuestros enemigos, los ingleses y los franceses… lo harán en nuestro lugar. En Serbia, Bulgaria y Bosnia, están activos entre los eslavos, con sus partidos occidentales y, si tienen éxito, ¿en qué posición quedaremos nosotros? (comentario de Nicolás: “Absolutamente cierto”).
¡Sí! Si no aprovechamos esta oportunidad favorable, si sacrificamos a los eslavos y traicionamos sus esperanzas, o permitimos que su destino sea decidido por otras potencias, entonces no solo habremos puesto en contra nuestra a una lunática Polonia, sino a diez (que es lo que desean nuestros enemigos y en eso trabajan para lograrlo) (comentario de Nicolás: “Así es”).»
Rusia mantenía la firme convicción de que debía intervenir en los Balcanes, ya que si no lo hacían ellos lo harían las potencias europeas, por tanto, era inevitable el conflicto de intereses, estaban en juego los valores de Rusia contra los de Occidente. La expansión del dominio de las potencias europeas significaba libertad, valores liberales, libre comercio, tolerancia religiosa, entre otras cosas.
La represión llevada a cabo por el zar de las revoluciones polaca (1830-31) y húngara en (1848-49), aumentó considerablemente la dialéctica entre las libertades europeas y la tiranía rusa (como se había establecido) que, a la larga, acabaría en la alianza de Europa contra Rusia (Gran Bretaña, Francia, Piamonte-Cerdeña) durante la guerra de Crimea. El revés de los rusos en la guerra de Crimea alimentó un profundo resentimiento hacia Europa. Los aliados no consideraban a Rusia como potencia europea sino como una potencia semiasiática.
Luego de la derrota en Crimea, los planes imperiales rusos se encaminaron en dirección al Asia. El zar Alejandro II (1855-81) pensaba que el destino de Rusia era ser la principal potencia europea en Asia, y que solo Gran Bretaña se interponía en su camino. La gran desconfianza que mantenía Rusia con Gran Bretaña por la supremacía del Asia, luego de la guerra de Crimea, marcaría la política rusa en el llamado «Gran Juego», en su competencia imperial de Asia Central en las últimas décadas del siglo XIX.
La conquista rusa de Asia central a partir de la década de 1860 reafirmó la idea de que el destino de Rusia no estaba en Europa, como habían supuesto durante tanto tiempo, sino más bien en Oriente. En 1881, Dostoievski escribió:
«Rusia no solo está en Europa, sino también en Asia. Hemos de desterrar ese miedo servil a que Europa nos llame bárbaros asiáticos y decir que somos más asiáticos que europeos. Esa equivocada visión de nosotros mismos como exclusivamente europeos y no asiáticos (algo que nunca hemos dejado de ser) nos ha costado muy cara a lo largo de estos dos siglos, y hemos pagado por ello con la pérdida de nuestra independencia espiritual. Resulta difícil para nosotros apartarnos de nuestra ventana a Europa, pero ese es nuestro destino… Cuando volvamos la vista hacia Asia, con nuestro nuevo concepto de ella, es posible que nos ocurra algo parecido a lo que le sucedió a Europa cuando se descubrió América. Pues, en verdad, Asia para nosotros es esa misma América que aún no hemos descubierto. Con nuestro salto a Asia, nuestro espíritu y nuestra fuerza resurgirán de nuevo… En Europa éramos rémoras y esclavos, mientras que en Asia seremos los amos. En Europa éramos tártaros, mientras que en Asia podemos ser europeos.»
Los eslavófilos creían que Rusia debería basarse en su herencia única (tradiciones, cristianismo ortodoxo, vida rural), mientras que los occidentalistas apoyaban el individualismo y una modernización al estilo europeo. Esta cuestión entró en impasse durante las revoluciones rusas de 1917, cuando los bolcheviques tomaron el poder, pero los debates entre occidentalistas y los eslavófilos, adquiere mayor vigencia en nuestros días, ahora bajo el nombre de euroasianismo.
El eslavófilo y populista Pierre Tchadaieff, escribió en 1840:
«Nosotros somos los niños mimados del Oriente. ¿Qué necesidad tenemos de Occidente? ¿Es que el Occidente es la patria de la ciencia y de todas las cosas profundas? Es del Oriente que nosotros tocamos por todas partes, de donde nosotros hace poco tiempo hemos sacado nuestras creencias, nuestras leyes, nuestras virtudes… El viejo Oriente se va… ¡No somos nosotros sus naturales herederos! Es en nosotros donde van en adelante van a perpetuarse esas admirables tradiciones, donde van a realizarse todas esas grandes y misteriosas verdades cuyo depósito le fue confiado desde el origen de las cosas.»
El teórico del paneslavismo Nikolái Danilevsky y precursor de las filosofías de la historia de Oswald Spengler y Arnold J. Toynbee, decía:
«El genio ruso está en las antípodas del genio europeo. Rusia, al hacerse europea, ha caído en un lazo. Desde que gravita en la órbita de Europa, ella obedece con servilismo a las guías de ese continente que le han dado orden de occidentalizar el Asia en su provecho.»
Otro tanto podemos decir de Dostoievski, quien proponía luchar contra la traslación mecánica de las formas de sociedades europeas: «Sería útil para Rusia olvidar por algún tiempo a Petersburgo y hacer volver nuestra mirada hacia Oriente». Poco antes de su muerte dijo: «Dadnos el Asia y no crearemos ninguna dificultad a Europa. Si quisiéramos dedicarnos a la organización de nuestra Asia, veríamos en nuestro país un gran renacimiento nacional». En su Diario de un escritor de 1881, pensaba que había llegado el momento de volverse hacia Asia: «En Europa éramos parias y esclavos, pero en Asia seremos europeos».
Bajo la influencia de los paneslavistas, de Danilevsky, y de Dostoievski, aparecieron movimientos que duraron hasta las primeras décadas del siglo XX, incluso hasta después de la revolución de 1917, como el eurasismo, eurasiatismo o eurasianismo, que originalmente fue creado antes de 1917, movimiento acompañado de filósofos, etnógrafos e historiadores.
El eurasianismo como una corriente intelectual surgió en los años 20 del pasado siglo entre los intelectuales rusos emigrados tras la revolución bolchevique. Su iniciador fue el príncipe Nikolái Serguéievich Trubetskói, catedrático de Filología Eslava en la Universidad de Viena y seguidor de las ideas paneslavistas de Nikolái Danilevsky.
Numerosos intelectuales rusos que no aceptaban la pertenencia al mundo Occidental, sostenían que Rusia había abrazado valores de distintas culturas y no de una en exclusiva. El historiador ruso, Lev Gumilev, perteneciente al bando euroasianista, es decir, los que sostienen que Rusia es tanto europea como asiática, dijo: «Rusia es un país singular que une elementos tanto de Occidente como de Oriente».
Aleksander Aleksándrovich Blok, nacido en 1880, en San Petersburgo. Fue un poeta simbolista ruso que la revolución de 1917 le trajo nuevas esperanzas, pero muy pronto se sentiría frustrado por el régimen comunista. Alexander Blok, en medio de la desazón dijo: «No somos europeos ya que Europa nunca nos abrazará». El mismo Blok escribiría un poema titulado, Escitas, dirigido a los europeos que niegan que Rusia sea parte de Europa, atacando a Occidente y mostrando el rostro asiático de la revolución de 1917.
«Sí, somos escitas, sí, somos asiáticos, con rasgados y codiciosos ojos. Intenta atraparnos».
Aunque Blok, en el mismo poema Blok llama a la unidad entre los rusos y sus vecinos europeos, «¡Camaradas, seamos hermanos!», no se está refiriendo a los europeos en general. Ya que tanto el eurasismo como el escitismo, movimiento reivindicador de los pueblos escitas, sostenían que los eslavos y los asiáticos cercanos a ellos, debían suplantar la cultura romana y germánica, que se encontraba en decadencia (lo mismo que sostienen los rusófilos y Putin) y que Rusia tenía reservada una misión universal.
El movimiento de los escitas, fue iniciado por el crítico Ivanov Razumnik, y que sumó a su grupo a pensadores como Gershenzon, poetas como André Biely, Sergei Esenin y el nombrado Aleksander Blok.
Los escitas fueron un grupo de indoeuropeos, pueblos de Eurasia, en gran parte fueron nómadas. A finales del siglo VI a.C. los griegos que atravesaron el Bósforo para establecer varias colonias en la costa septentrional del mar Negro, tomaron contacto con un pueblo guerrero que ocupaban las estepas que hoy se encuentra Ucrania y el sur de Rusia.
El historiador griego Heródoto, recogió numerosas referencias e historias de esos hombres «de ojos azules y cabello color de fuego», jinetes invencibles, maestros en el manejo del arco y con costumbres tan inquietantes como la de beberse la sangre del primer enemigo que abatían y recoger las cabezas de sus rivales muertos para ofrecérselas a su rey.
Sobre los orígenes de los escitas, Heródoto recogía un relato que al parecer aún corría en su época, el siglo V a.C., pero era un mito sin base histórica, hoy sabemos, desde un punto de vista étnico y lingüístico, los escitas eran indoeuropeos, pertenecientes al grupo nordiranio, emparentados con otros pueblos nómadas de Asia, como los sármatas, los masagetas y los sacios.
Los escitas desafiaron a los mayores imperios existentes en Mesopotamia y crearon una monarquía que tuvo un destacado papel histórico hasta su declive y desaparición del reino escita en el siglo II a.C., las informaciones sobre los escitas se fueron desvaneciendo, hasta que se les pierde totalmente la pista. El término «escita» a veces designa en sentido estricto sólo a aquellos escitas del Mar Negro que luego forman un subgrupo distinto entre los pueblos escitas, pero los griegos también usan el término para nombrar a todas las poblaciones escitas de Asia.
Si bien es cierto, que las elites rusas importaron a Maquiavelo, Locke, Descartes, Rousseau, Aristóteles y Schelling, y los estilos arquitectónicos del Renacimiento, del Barroco, del clasicismo y del romanticismo, la poesía de Dante y de Byron. De hecho, no existía un país europeo concreto, solo un eclecticismo, solo un modelo conceptual y no una sociedad real.
Una Europa imaginaria cuyos valores trataban de aceptarlas como propios, de ahí que el contacto con la auténtica Europa decepcionara tanto a los intelectuales como a la clase gobernante que viajaba a países de Europa. Toda la arquitectura levantada en San Petersburgo y otras ciudades, solo era para la monarquía y ahora para el turismo.
La revolución rusa bolchevique contribuyó a la propagación del eurasianismo, estas ideas tienen mayor fuerza como reacción a la exclusión de Rusia del concierto de las potencias continentales. Es también el momento en que por primera vez los rusos reclaman su herencia asiática alejado del pensamiento europeo.
Aunque otros sostienen, como el profesor de historia política, Alexander Semionov, «el eurasianismo es un fenómeno relacionado con la Segunda Guerra Mundial, el colapso de los imperios, las migraciones por causas políticas. Es fácil interpretar esta ideología como antieuropea, y en parte lo fue, pero para mí, lo más importante de este movimiento es la crítica a la idea de progreso, el universalismo cultural y la democracia liberal. En este sentido, los primeros eurasianistas eran tan anti-europeos como Karl Marx o Pierre Proudhon».
En el mismo sentido va Pavel Zarifullin, director del Centro Lev Gumilev: «yo sí creo que los primeros eurasianistas eran antieuropeos, aunque lo paradójico es que todos ellos vivían en Europa, en Praga, en París, en Viena, y recibían financiación de filántropos británicos».
Leonid Savin, redactor jefe de la revista Geopolítica, eurasianista, compañero de Alexander Dugin, está en desacuerdo. Savin sostiene que «las primeras ideas eurasiáticas no eran antieuropeas, sino que hablaban de Rusia y Eurasia como un mundo original, que no es ni Europa ni Asia. Lo único antieuropeo que tenía era la crítica a la cultura romano-germana», y añade «la tradición antieuropea en Rusia está más ligada a los eslavófilos».
Esos grupos de intelectuales en el exilio por el comunismo soviético, sostenían que Rusia no pertenecía ni a Europa ni a Asia, para ellos Rusia era una unidad geográfica, histórica y cultural que no pertenecía ninguno de los dos continentes. Este territorio sui generis, siempre estuvo unido, tanto por el dominio de los jázaros, los mongoles o los rusos, y se explicaba por solidas razones de índole económicas, culturales y políticas.
La manera de alcanzar el bienestar económico y la independencia política era mantenerse fuera del modelo económico de los países marítimos, reorganizando el enorme espacio euroasiático convirtiéndolo en un enorme mercado interno. Curiosamente ese espacio fue desarrollado por los bolcheviques.
Ese espacio requería un Estado fuerte y centralizado, a diferencia del oeste europeo, pero respetando las prácticas y tradiciones de los pueblos de Eurasia. Para ello era necesario un Estado que, además de su herencia bizantina también la mongola, desechara totalmente el modelo romano-germánico. Dentro de este movimiento conviven postulados fascistas y otros que desean una autarquía económica y el aislamiento cultural.
Tras el derrumbe de la Unión Soviética y la perdida de territorio, ha llegado el momento de construir su propia identidad. Porque el fin de la URSS arrastró tras de sí no solo la perdida territorial, recursos y población, sino la identidad imperial.
La desintegración de todo lo que los rusos se habían acostumbrado a lo largo de los siglos, dio lugar a un nacionalismo ruso que bebía de la fuente de una autocracia y un imperio, y al mismo tiempo, del sentimiento popular de compartir un territorio, la ortodoxia y la lengua eslava. Entre los ideólogos que intentaron encontrar la nueva identidad rusa, encontramos a Yevgueni Primakov y Guennadi Ziugánov, a Alexander Dugin y Dimitri Trenin.
Yevgueni Primakov, ejerció como titular de exteriores en 1996, y luego como primer ministro en 1998, siguiendo inicialmente la línea idealista de Yeltsin, terminó junto a la alternativa «autárquica» que propugnaba el líder del Partido Comunista Guennadi Ziugánov. Su objetivo fue promover el multilateralismo, mejorar las relaciones con potencias regionales como China, India, Irán, Turquía, y recuperar la influencia en las ex repúblicas soviéticas, ya sea de manera bilateral o en organismos regionales. Primakov fue opositor a la expansión de la OTAN y criticó abiertamente su actuación en la guerra de Yugoslavia. Su política fue conocida como «Doctrina Primakov».
De Aleksander Dugin, no me voy a ocupar, ya lo hice en dos largos artículos. Solo diré que Dugin considera a Rusia como un imperio, un gran Estado multiétnico y multireligioso en cooperación con sus «imperios» vecinos: Alemania, Irán y Japón. La cooperación con estos tres imperios permitirá a Rusia neutralizar a Rusia de las ambiciones de China y Estados Unidos.
Dugin es un geopolítico, en el sentido clásico, tanto para él como para el polaco-americano, Brzezinski y el británico Mackinder, el centro del mundo es Eurasia y quien controle el corazón de Eurasia controlará el mundo. Su libro (o su biblia) es un mamotreto de 1000 páginas, que se puede refutar punto por punto, «The Essentials of geopolitics. Thinking spatially», donde sienta las bases del eurasianismo moderno.
Mucho se habló sobre Dugin, se llegó a decir que era el filósofo de Putin, a decir verdad, Dugin no es filósofo, es un simple panfletero que cuando estuvo en Buenos Aires, defendió la nación étnica de los mapuches en contra de la nación política Argentina y de Chile. Luego de la invasión de Putin a Ucrania, Rusia quedará como un simple peón de China, la realidad se burla de los ideólogos.
Dimitri Trenin, en su libro «The End of Eurasia», el analista del Carnegie Centre reconoce la irremediable pérdida de poder de Rusia y aboga por la adopción de las normas occidentales: «Un país europeo en Europa y en Asia no es lo mismo que un país eurasiático. El eurasianismo es un callejón sin salida: una aspiración pretenciosa y una innecesaria barrera entre Europa y Rusia, sin hacer nada, además, por reforzar la posición de Rusia en Asia».
Según Trenin, la nueva Federación Rusa no será capaz de escapar del viejo modelo político sin poner en peligro su integridad territorial. En un Estado post-imperial como Rusia, las fronteras, su capa cortical, están íntimamente ligadas con la naturaleza política del régimen, con su estructura como Estado y con su estrategia
El nuevo eurasianismo mezcla postulados de Gumilev y eslavófilos con imperialismo y bolchevismo, dando como consecuencia una paradójica defensa del nacionalismo ruso al mismo tiempo que de la defensa de los pueblos, no hay por donde pillarlo. Eso sí, muy popularizado y ponderado por los neofascistas y neonazis del mundo.
«Salud y prosperidad, un Estado fuerte y eficiencia económica, un ejército fuerte y el desarrollo de la producción deben de ser los instrumentos para alcanzar grandes ideales. Rusia-Eurasia, por ser la expresión de estepas y bosques de dimensión imperial y continental, requiere sus propias pautas de liderazgo. Esto significa: ética de responsabilidad colectiva, autocontrol, ayuda recíproca, ascetismo, ambición y tenacidad. Sólo estas cualidades permitirán mantener el control sobre las amplias e inhabitadas tierras de Eurasia. La clase gobernante de Eurasia fue formada sobre una base de colectivismo, ascetismo, virtudes guerreras y rígida jerarquía.» A. Dugin
Eso es, justamente, lo que vemos en la invasión rusa, ¿no? Lo que realmente se ve en Rusia y otros países del mundo Oriental, como China, es que no existe, lo que llamamos en el materialismo político, la capa conjuntiva ascendente, no es posible la existencia de las organizaciones intermedias, solo existe la capa conjuntiva descendente, que se impone férreamente y con violencia, por ello es posible el adoctrinamiento y la falta de libertades, y la falta de oposición a la política represiva del gobierno.
La ideología imperial de Putin
Iván Aleksándrovich Ilyin
Cuando Vladímir Putin fue investido como presidente, aseguró que «Rusia debe ser líder y centro de atracción del continente eurasiático». El 24 de mayo de 2009, Putin visitó el cementerio Sretenski, en Moscú, y depositó ramos de rosas rojas en las tumbas de varios personajes del ámbito cultural y militar ruso. Putin se arrodilló ante la tumba del general del ejército zarista (luego del ejército Blanco) Antón Ivánovich Denikin, la del filósofo exiliado tras la revolución rusa, Iván Ilyin, y la del escritor eslavófilo Aleksander Solzhenitsyn.
Si los expertos y políticos occidentales hubieran prestado atención a las señales que mandaba Putin, la invasión de Putin no les hubiera tomado por sorpresa, todo está planificado con muchos años de anticipación. Decir que Putin es un pobre loquito, rebaja a quien lo dice, y rebaja también a la política al nivel de la psiquiatría.
Putin, previamente, se había encargado de trasladar los restos de Antón Denikin de los Estados Unidos e Iván Ilyin, de Suiza, a Moscú, bajo la supervisión del archimandrita Tijón Shevkúnov, el padre superior del monasterio Sretenski y el líder del ala más conservadora, nacionalista y monárquica de la Iglesia Ortodoxa Rusa y confesor del presidente ruso Putin.
El obispo Shevkúnov, no solo es su confesor religioso, sino que es una suerte de confidente, le da consejos. A finales de 1999, antes de llegar al Kremlin, Putin llegó a las puertas del monasterio de Shevkúnov en Moscú. Desde entonces se los ve juntos en público, en viajes por el país y en el exterior. Shevkúnov, dirigió una comisión de la Iglesia ortodoxa rusa que investigaba la ejecución de la familia Romanov por un pelotón de fusilamiento en 1918 en Ekaterimburgo.
En ese entonces, en una conferencia, dijo el obispo, que muchos miembros del organismo creen que el caso del zar Nicolás II se trató de un «asesinato ritual», un concepto que en el pasado se ha vinculado con la teoría de que el último zar ruso fue víctima de una conspiración judía. El periódico liberal ruso Novaya Gazeta, dijo: «Ahora sabemos que el hombre al que se refieren como el sacerdote personal de nuestro presidente es un flagrante antisemita». Luego de las desafortunadas declaraciones antisemitas de Lavrov, ya sabemos por dónde vienen los tiros.
Antón Ivánovich Denikin, nacido en Wloclawek, Zarato de Polonia, entonces Imperio ruso, y falleció en Ann Arbor, Estados Unidos, el 8 de agosto de 1947. Fue un militar ruso, quien tuvo una brillante actuación durante la Primera Guerra Mundial, y con el advenimiento de los bolcheviques, fue uno de los principales jefes del movimiento contrarrevolucionario durante la guerra civil rusa, el «Movimiento Blanco» (rusos blancos).
Fue criado en Polonia, donde nació y aprendió polaco, y concurría ocasionalmente a misa católica, por influencia de su madre polaca católica. Pero fue más fuerte la influencia de su padre ortodoxo y nacionalista ruso, rechazó la independencia de Polonia y durante su juventud se sintió marginado por ser ruso entre polacos.
Su rechazo a los nacionalismos periféricos del Imperio, compartido con gran parte de los dirigentes del movimiento blanco durante la guerra civil rusa, tuvo notable importancia al perder este el respaldo de aquellos. Antón Denikin se destacó entre todos por su firme oposición a los separatismos, manteniendo el lema de una «Rusia Grande, Unida e Indivisible».
Luego de la derrota ante el ejército rojo, se fue a Londres por un breve tiempo, luego a Hungría, por cuestiones económicas, luego seguiría a Francia, de 1926 a 1945. En 1939, durante la Segunda Guerra Mundial, hizo un llamamiento a los emigrados rusos para no apoyar una posible agresión alemana a la Unión Soviética. Desde 1945 vivió en Estados Unidos.
Antón Denikin escribió varios libros: «La Confusión Rusa» (5 volúmenes), «El Viejo Ejército», «Memorias de un Oficial Zarista», «1872-1916» y «El Camino de un Oficial Ruso» (publicado póstumamente en 1953). El 3 de octubre de 2005, de acuerdo a los deseos de su hija y con la autorización de Putin, los restos del general Antón Denikin fueron trasladados a Rusia y sepultados inicialmente en el Monasterio Donskói, en Moscú.
Ante la tumba del general Antón Denikin, Putin recordó las palabras de este general que avisó sobre el posible desmembramiento de «la gran Rusia», y de la pérdida de «la pequeña Rusia», o sea Ucrania, calificando esa pérdida de «criminal».
También las rosas sobre la tumba de Iván Aleksándrovich Ilyin, a quien Putin suele citar en sus discursos, fue significativo. Iván Ilyin, fue el ideólogo del nacionalismo contrarrevolucionario de Rusia en el siglo XX. La recuperación de Ilyin fue en el contexto de organización de la idea imperial euroasiática. En lo que muchos creen, en el marco del enfrentamiento geopolítico con el Occidente (erróneamente), en el territorio del antiguo imperio zarista y del imperio soviético.
Putin recurre a Ilyin para justificar la dirección en la que estaba llevando al país. Las obras del filósofo justifican la actitud autoritaria del poder, la limitación de la libertad, en contra de los criterios que tienen los Occidentales sobre las libertades. Es decir, que Iván Ilyin, se vuelve en el legitimador de la entrega del poder sin oposición al nuevo zar bizantino, Vladimir Putin. La unión de los sectores nacionalistas, que según Monika Zgustova: «donde la Iglesia, los medios de comunicación y los partidos políticos se pueden tolerar siempre y cuando demuestren lealtad».
Iván Aleksándrovich Ilyin, nació el 28 de marzo de 1883 en Moscú. Provenía de una familia de origen aristocrático, heredero de la primigenia dinastía ruríkida en la región de Riazán. La dinastía Ruríkida o Rúrika, fue una dinastía reinante en el Rus de Kiev desde el 862, en los principados sucesores de este: el Principado de Kiev, de Hálych-Volynia (desde 1199), Vladimir-Súzdal, Moscú (desde 1168), y el Zarato ruso en sus primeros tiempos.
Se graduó en la facultad de derecho, en ese entonces se mantenía unido a los principios monárquico-liberales de su primera formación, creyó ingenuamente que había una oportunidad de reformar el país, durante la revolución de febrero de 1917, con el general Kerensky, y los Kadetes conservadores, pero la Revolución de Octubre eliminó todas las facciones reformistas, también a los mencheviques, por orden de Trotski. A pesar del triunfo de los bolcheviques se quedó en Rusia.
Pero su pasado aristocrático no lo dejaría en paz, ingresó a la cárcel muchas veces, en 1922, fue expulsado del país, junto a más de 160 intelectuales y profesores, en la llamada «Nave de los filósofos» exiliados, como Abrikosov, Berdyaev, Brutskus, Frank, Kagan, Karsavin, Lossky, Sorokin o Stepun, todo por orden de Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin. Ilyin se exilió en Berlín en donde trabajó como profesor de ruso hasta 1934.
Se convirtió en un referente doctrinal de los contrarrevolucionarios rusos, en el ideólogo del movimiento monárquico del exilio (ROVS), pero no tuvo éxito y fue perseguido por los gobiernos totalitarios ruso y alemán. El nuevo gobierno nacionalsocialista alemán, en 1934, lo expulsó del Instituto y fue puesto bajo vigilancia de la Gestapo. Con la ayuda de Sergei Rachmaninoff, pudo salir rumbo a Suiza, en 1938, previo paso por Ginebra, terminó residiendo en Zúrich, lugar donde escribió sus principales obras y falleció.
En su ensayo «Nacionalsocialismo: el espíritu nuevo», de 1933, disculpaba a Hitler alegando que se erigía como una fortaleza contra el comunismo soviético; en su artículo «Acerca del fascismo», de 1948, escribió que «el fascismo, que surgió como una concentración de las fuerzas conservadoras, fue un fenómeno saludable durante el avance del caos izquierdista»; en el mismo ensayo lamentaba los «errores» del fascismo tales como la eliminación del juego de todos los adversarios: según Ilyin, la Iglesia, los medios de comunicación y los partidos políticos se pueden tolerar «siempre y cuando demuestren lealdad».
Ilyin siempre se quejaba de que los occidentales no entendían, que no llegaban a comprender, lo que él llamaba, el «alma rusa», un alma que contenía la resistencia, y que además recordaba la misión reservada a Rusia y proclamaba el martirio. Una idea realmente metafísica. Ilyin decía que la razón primera nacía del idioma, los alemanes que conquistaron y germanizaron a los eslavos occidentales, como Austria, Bohemia y el norte de los Balcanes, y por otro los turcos, que dominaron a los Eslavos del sur, convirtieron a la lengua eslava en «extranjera y difícil» para Occidente.
La segunda razón se encontraba en la religión. La religión ortodoxa era desconocida para una Europa que había heredado el latín de la Iglesia Católica, pero ajena a los rusos, a su carácter nacional adoptado de la tradición griega. Y, por último, occidente no comprendía la contemplación eslavo-rusa del mundo, de la naturaleza, del hombre y de su alma. Para Ilyin, este «alma rusa» siempre sería diferente a la occidental, nacida de Roma. El ruso «se impulsaba por su corazón y la imaginación» y sólo después por la voluntad y la razón, dogmas en Occidente.
El operativo retorno, fue orquestada por el cineasta Nikita Mikhalkov, hijo del autor del himno de la Unión Soviética, el jurista Vladimir Ustinov, el escritor Alexander Solzhenitsyn, Nikolái Poltoratzky, y el Ministerio de cultura ruso, se encargó con el Fondo de cultura rusa de sus manuscritos escritos en Suiza, que habían sido recopilados desde 1966 en la Universidad de Michigan por Poltoratzky. El fondo recoge la biblioteca personal de Ilyin con más de 630 títulos, entre libros, folletos y revistas, la mayoría escritos en su exilio suizo. En 2005, se reeditaron sus obras en Rusia en veintitrés volúmenes.
Todos los homenajeados fueron eslavófilos, lo mismo que los eslavófilos que fueron pilares de la cultura rusa, podemos citar entre ellos a Soloviov, autor predilecto de Putin, el escritor Fiodor Dostoievski y el poeta Tiútchev. Esta corriente ideológica veía en Rusia a una civilización superior con una misión importante asignada. Rusia tenía un papel excepcional, un camino único distinto, más espiritual y moral, enfrentado al racional y pragmático de Occidente.
«Es inútil intentar comprender o medir a Rusia: su esencia única solo permite que profesemos fe en ella», decía un fragmento del poema de Fiodor Tiútchev, que medía a Rusia como una divinidad y no por su población, o por su PIB. Putin esencialmente mantiene ese discurso moralizante y de grandeza, propio del pensamiento eslavófilo.
La iglesia ortodoxa cumple un papel primordial en la idea imperial rusa, la Iglesia Ortodoxa es consubstancial al Estado, no puede estar separado de ella. Lo contrario sucede con la Iglesia Católica, que al ser un Estado (el Vaticano) no está atado a los Estados, por tanto, es inútil que el papa francisco hable con el patriarca ortodoxo, es tiempo perdido. La invasión rusa a Ucrania tiene la bendición de la Iglesia. En el mismo corazón del Kremlin, Putin, ha levantado un edificio para la iglesia ortodoxa.
La Rusia actual se ha munido de pensadores partidarios de la autocracia, militares zaristas, todo indica que en este componente imperial putinesco, caben distintos imperios, la zarista, con sus militares patriotas, la iglesia ortodoxa rusa, y el imperio soviético aportando su modelo estalinista de terror, de persecución y sometimiento de los ciudadanos.
En el año 2000, cuando asumió el gobierno de Rusia, Putin habló de «recuperar el orgullo ruso, que tiene que ver con la unidad de la nación rusa que nace en Kiev», y en diciembre de 2014, en su famoso mensaje anual del Estado, Putin citó a Iván Ilyin, como uno de los principales teóricos para el tiempo actual, el de las operaciones militares especiales.
«Traigo a este respecto, una cita: ‘El que ama a Rusia debe desear para ella la libertad; ante todo, la libertad para la propia Rusia, la independencia y la autonomía, la libertad para Rusia como unidad de los rusos y de todas las demás culturas nacionales; y, por último, la libertad para el pueblo ruso, la libertad para todos nosotros; la libertad de fe y de búsqueda de creatividad, trabajo y propiedad. Es este un gran significado y un buen mandato en el tiempo de hoy’».
Vladimir Putin
Recuperar el imperio ruso, implica necesariamente incluir a Bielorrusia y Ucrania como componentes internos. Como suelen decir algunos que, San Petersburgo es la cabeza de Rusia, Moscú es el corazón y Kiev es la madre. Es decir, una gran Rusia que nace en Kiev (Kyiv) y no quiere interferencias de la OTAN, ni de la Unión Europea.
Los rusos desde el siglo XVI, se sintieron amenazados, y este sentimiento de amenaza continúa, eso es evidente con el temor del posible ingreso de Ucrania en la OTAN, es el mismo sentimiento que comparte el cardenal Bergoglio, Papa Francisco, cuando asume el discurso de Putin para justificar la invasión ¿se podía esperar otra cosa de Francisco?
Vladimir Putin se comporta como un niño caprichoso y no quiere que los países vecinos tomen la decisión de ingresar a la OTAN. Putin en su discurso que pronunció el pasado 21 de febrero de 2022, para anunciar el reconocimiento oficial de las autodenominadas repúblicas de Donetsk y Lugansk. Luego de exponer su visión de la historia nacional de Rusia, visión en la que las dos grandes figuras de la Revolución de Octubre, Lenin y Stalin, pasan a sentarse en el banquillo de los acusados y en calidad de traidores a la causa de la patria, señaló también a un tercer traidor -en este caso a la palabra dada-, los Estados Unidos.
Según Putin, Estados Unidos, más en concreto Bill Clinton, faltó a las garantías verbales que en su día había ofrecido al Kremlin a propósito de que la OTAN no se expandiría hacia el este tras la caída del Muro y la ulterior disolución del Pacto de Varsovia. «Todo acabó resultando exactamente lo contrario», sentenció Putin.
¿Es cierto que Estados Unidos prometió en 1990 a Rusia que en ningún caso las tropas de la OTAN se adentrarían más allá de los límites geográficos que en su momento habían señalado las fronteras del bloque soviético?
La importante revista alemana «Der Spiegel» (el espejo), en aras de la verdad le preguntó sin rodeos a Frank Elbe, el diplomático de la entonces Alemania Occidental que, en aquella época, finales de los ochenta, había ejercido como mano derecha de Hans-Dietrich Genscher, el titular de Exteriores del canciller Kohl.
¿y qué dice el jubilado Frank Elbe de ochenta años que lo sabe todo al respecto? Pues dice que Putin tiene razón… a medias. En ese entonces, los alemanes estaban más interesados en su propia reunificación que en los intereses estratégicos de Estados Unidos en Europa, se comprometieron a permanecer dentro de la OTAN tras absorber a la antigua República Democrática Alemana (RDA), pero partiendo del principio de que «pasase lo que pasase con el Pacto de Varsovia, no se produciría una ampliación del territorio de la OTAN hacia el este, es decir hacia las fronteras de la Unión Soviética [que todavía existía]».
Esa era la postura oficial alemana, que no la estadounidense, cuando Genscher se encontró en Washington con James Baker, entonces secretario de Estado, «radiante» a decir de Elbe, el norteamericano le habría transmitido que «la fórmula de no ampliar la OTAN le complacía y que se ocuparía de que la propuesta fuese aceptada en el seno de la alianza». «Aquella fue la única vez que vi a Genscher bebiendo vino», confiesa su colaborador.
Sería el mismo Genscher el encargado de trasladar la propuesta a los rusos, en concreto a Shevardnadze, el titular de Exteriores, que la aceptó de inmediato. Hasta ahí, la verdad de Putin. Pero no la ofrecieron los estadounidenses. En 1997, la misma OTAN y la Rusia presidida y arruinada por Yeltsin suscribirán, y de modo solemne, un acuerdo por el que el Kremlin «aceptó la ampliación oriental de la OTAN, y en contrapartida se le concedió el derecho ilimitado en el tiempo a ser consultado sobre las posibles nuevas incorporaciones a la alianza».
Es cierto que Washington, no tuvo la gentileza de pedir su opinión a Moscú, que la OTAN decidió olvidar a partir de 2004, cuando fueron admitidos los bálticos en su seno sin mayores protocolos. «No se entró en una situación crítica hasta que se les propuso la entrada a Georgia y a Ucrania», concluye el octogenario Elbe.
El poderío ruso siempre se manifestó como terrestre, factor decisivo en muchas batallas, como el ataque al kanato de Kazán, en 1551, hasta la guerra de Crimea de 1853. En todo ese tiempo los rusos entendieron que su poder consistía en llevar adelante una suerte de «realismo ofensivo», que le permitiera expandirse y contener los conflictos fronterizos.
Para decirlo de otra manera, se trata de un análisis netamente geopolítico, en el sentido de la geopolítica clásica, cuya concreción en la realidad fue el Lebensraum, que llevó adelante la Alemania nazi. Rusia al ser el país más grande del mundo mantiene fronteras muy inestables y una amenaza permanente, y esa supuesta superioridad del realismo ofensivo se vuelve una debilidad.
Entre los años 1989 y 1991, Mijaíl Gorbachov y la oficialidad rusa rechazaban la idea de una Alemania unificada, lo que querían era una Alemania dividida que asegurara las fronteras rusas. Es decir que Rusia vive presa de esa visión geopolítica, pendiente de lo geográfico, idéntico para la Rusia zarista, la soviética o para la euroasiática actual. Rusia debe vivir pendiente de las variables geopolíticas. De igual manera invade Ucrania preso de conceptos militares superados, no entiende que la visión geopolítica ha pasado a escalones menores.
Es desde esta realidad donde se debe juzgar políticamente a Vladimir Putin, desde ese fatalismo geográfico. Y Ucrania significa, precisamente, «frontera». Bielorrusia, Georgia y Ucrania constituyen una «zona roja» en materia geopolítica para Rusia. El apoyo otorgado a Ucrania por la OTAN, es una manera de advertirle a Rusia que sus intenciones expansionistas y de debilitar Occidente, tiene consecuencia sobre su «zona roja», y el posible ingreso de Ucrania a la OTAN, que de facto ya lo es, aunque no de iure, es una forma de bloquear la influencia que los rusos estaban implantando en Europa, y en especial en Alemania, con el gasoducto Nord Stream 2.
Esa idea del euroasianismo, también tuvo su influencia en el mundo anglosajón, visto desde esa perspectiva, de la geopolítica clásica, la teoría del «Heartland» y la relevancia del pivote continental (territorio identificado como la Rusia asiática desde el Ártico hasta Asia Central), para el dominio mundial aparece en 1904, con Halford J. Mackinder, tratado ampliamente en mi artículo sobre: «Que es la geopolítica».
El euroasianismo fue un producto de los emigrados rusos, que fueron expulsados de su patria, y que sintieron de parte de Occidente una traición, al abandonar a Rusia en manos de los bolcheviques entre 1917 y 1921. Pero que aún mantenían una esperanza de un futuro para ellos en su propia patria, con una cultura común y única, «turania» ubicada en la estepa asiática.
No en vano el lema del grupo fue: «Éxodo hacia Oriente», una recopilación de diez ensayos publicados en Sofía en 1921 y en la que preconizaban la destrucción de Occidente y el auge de una nueva civilización encabezada por Rusia o Eurasia. Estas ideas fueron acogidas por la emigración rusa en las décadas de 1920 y 1930, cuando despertaron esperanzas de reaparecer en el mapa desde el lado asiático.
Lo miso sucedería luego del derrumbe del imperio soviético, cuando no veían claro el lugar de Rusia en Europa. Muchos lideres europeos creyeron erróneamente que Rusia librada del comunismo, podría integrarse a Europa en una democracia capitalista, con los valores liberales propios de Europa, pero las razones históricas y culturales demostraron que estaban equivocados.
Si se puede hablar de un ortograma proléptico ruso, se podría decir que ese ortograma contempla el renacimiento del imperio ruso con una misión providencial y salvífica, y ese ortograma está muy lejos de la visión armonista, buenista y progre de Europa y de muchos lideres occidentales. Al igual que el inútil de Bush jr., que vio en la mirada de Putin, un hombre bueno y puro, muchos esperaron un Pedro el Grande y se encontraron con Iván el Terrible.
Pero Vladimir Putin admira a Nicolás I por enfrentarse a toda Europa en la defensa de los intereses rusos. Por algo, por orden suya, un retrato del zar Nicolás I cuelga en la antesala del despacho presidencial en el Kremlin.
12 de mayo de 2022.
Bibliografía.
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Gumilev Lev N. Obras históricas y filosóficas del príncipe N. S. Trubetskói.
Dugin Aleksander. The foundations of geopolitics: the geopolitical future of Russia.
Dimitri Trenin. The end of Eurasia. Carnegie endowment for int’l peace. (2002)