Crónicas argentas— 7
TOREO EN CASABINDO
RELIGIÓN PRIMARIA Y TERCIARIA
Casabindo, es un pequeño pueblo ubicado en el departamento de Cochinoca, en la provincia de Jujuy, Argentina. Se encuentra sobre los 3.377 metros sobre el nivel del mar, a 65 Km. al suroeste de Abra Pampa. Su nombre deriva de casabindos, nombre que provino del lugar de residencia ancestral, antigua parcialidad de los lickanantai, en idioma originario el nombre significa «hondura helada». Casabindo está ubicada en la Puna de Jujuy y ha sido de interés arqueológico por más de un siglo. Se trata de un espacio que estuvo habitado en tiempos prehispánicos por una importante población, cuyas características la distinguían de las demás sociedades aledañas.
Los grupos etnohistóricos mencionados para la Puna de Jujuy en la documentación del siglo XVI son los Casabindos, Cochinocas y Atacamas. La definición de los Casabindo como una etnía autónoma, propia de la Puna de Jujuy, fue postulada por el investigador Krapovickas, este investigador también delineó a grandes rasgos el territorio potencial de este grupo a partir de información arqueológica y etnohistórica.
La filiación étnica de los Casabindos fue discutida cerca de un siglo y este grupo fue asignado a diferentes categorías étnicas. Boman (1908) y Canals Frau (1940) los consideraron atacameños, Vignati (1941) dijo que eran Chichas, y Serrano (1930) que eran Diaguitas. Se impuso la teoría de Boman, y por tanto los Casabindo y Cochinocas quedaron bajo el rótulo de atacameño en trabajos muy posteriores. Para Krapovickas, los Casabindo y Cochinoca son un grupo distintivo y diferente de la puna de Jujuy. Los datos etnohistóricos disponibles indicarían que los Casabindo y Cochinocas no eran Diaguitas, Chichas ni Omaguacas o Humahuacas, los datos arqueológicos refuerzan esta idea al señalar restos culturales propios del sector central de la Puna jujeña, que se diferencian de las áreas aledañas.
Estos pueblos fueron sometidos por los Incas en el siglo XIV, y este dominio incaico duró entre cincuenta y cien años. Según las crónicas, el anexamiento fue voluntario y pacífico, en un intento de absolver a los Incas, pero algunos datos arqueológicos indican que no fue así, y esta conquista Inca estuvo precedido por una fuerte pero insuficiente oposición de los grupos locales a las fuerzas incaicas. En ese periodo muchas lenguas desaparecieron, como por ejemplo las lenguas originarias de la Puna jujeña, que fueron reemplazadas primero por el quechua (lengua del imperio Inca) y después por el castellano o español.
Los Casabindo fueron uno de los grupos prehispánicos que poblaron el sector central de la Puna de Jujuy en el siglo XVI, habitaban una zona por donde pasaba el camino del Inca. Ocuparon un «pueblo de indios» virreinal y aparecen, casi siempre, vinculados al «pueblo de indios» de los Cochinoca, ubicado algo más al norte. Los vestigios arqueológicos no permiten, hasta el momento, discriminar a los Casabindo de los Cochinoca, pero sí a éstos de los atacameños, Chicha, Omaguaca y Diaguita. Ambos pueblos perduran en los asentamientos actuales que llevan dichos nombres.
Al momento de la llegada de los primeros españoles en el siglo XVI tenían un alto grado de integración con otros pueblos vecinos, como los Chichas, atacameños, y Lipes, algunos de los cuales estaban asentados en sus territorios como mitimaes. El término mitimaes o mitmaes es un derivado de la palabra quechua mitmaq, idioma en el que significa desterrar. Es decir, que fueron grupos de determinadas etnias que eran reubicadas por el imperio Inca. Ninguna otra política afectó tanto la demografía y conjuntos étnicos andinos como esta de los mitimaes: se llega a afirmar que hasta una cuarta parte de la población del imperio fue desarraigada por esa práctica.
Casabindo fue fundada en 1602 por Pedro Zamora a instancias del encomendero Cristóbal Zanabria. Es decir, este poblado tiene 422 años de vida, luego se incorporó a los dominios del Marqués de Tojo con sede en Yavi. La «encomienda» se estableció por primera vez en España durante la Reconquista, y se continuó empleando en la América española y las Filipinas. Los pueblos conquistados eran considerados vasallos de la Corona española.
Tras la conquista española del Imperio Inca, al fundarse la ciudad de La Plata -hoy llamada Sucre en la actual Bolivia, en 1540 Francisco Pizarro otorgó en encomienda a los Casabindos a Martín Monje por el término de dos vidas. Los Cochinocas fueron encomendados ese año a Juan de Villanueva, también de La Plata, aunque la encomienda pasó a Monje siguiendo un largo juicio. A Monje -muerto en 1573- sucedió su hijo Lorenzo de Aldana, y al morir este en 1601 -finalizando el período de dos vidas- el gobernador del Tucumán otorgó la encomienda de Casabindo y Cochinoca al vecino de la ciudad de Salta, Cristóbal de Sanabria.
En 1557 el curaca de Casabindo aceptó el bautismo y entró temporalmente en paz, pero luego la guerra continuó desde 1562 hasta su definitivo sometimiento en 1588 cuando aceptaron al encomendero Lorenzo de Aldana. El curaca Viltipoco lideró la guerra de los Omaguacas hasta la paz momentánea de 1585, reiniciándose en 1594 y siendo derrotado en 1595.
El «curaca» era el jefe político y administrativo en el mundo andino precolombino, en varios niveles jerárquicos, desde el Sapa Inca a la cabeza del Imperio hasta los aillus. Tras la conquista del Perú por parte de Francisco Pizarro y sus compañeros, los hispanohablantes comenzaron a referirse a él utilizando la expresión taína «cacique», que denota autoridad.
Una real cédula del 29 de agosto de 1563 del rey Felipe II separó el Tucumán de la gobernación de Chile y la traspasó al distrito de la Real Audiencia de Charcas, creando así la gobernación del Tucumán, Juríes y Diaguitas. Los Casabindos, Cochinocas y humahuacas quedaron dentro de la jurisdicción del cabildo de la ciudad de Salta desde su fundación el 16 de abril de 1582, hasta que el 19 de abril de 1593 el capitán Francisco de Argañaraz y Murguía fundó San Salvador de Jujuy (actual capital de Jujuy), comprendiendo la jurisdicción de su cabildo los partidos de Omaguaca, Cochinoca, Casabindo, Ocloyas y Osas.
Las encomiendas de Casabindo y Cochinoca se especializaron en la explotación minera, utilizando para ello a mitayos, razón por la cual los corregidores usaban también el título de alcalde de minas y registros. Había en la región vetas y aluviones auríferos a lo largo de toda la sierra de la Rinconada.
La explotación minera hizo que la zona experimentara un aumento poblacional de españoles, por lo que en 1624 el gobernador del Tucumán Juan Alonso de Vera y Zárate dejó de nombrar corregidores de Humahuaca, Casabindo y Cochinoca y pasó a designar tenientes de gobernador, recortando las atribuciones del cabildo de San Salvador de Jujuy en la zona.
El 21 de noviembre de 1602 el encomendero Cristóbal de Sanabria dio mandato a Pedro de Zamora para que administrara su encomienda de Cochinoca y Casabindo, ordenándole que reuniera a los habitantes en pueblos de indios o reducciones civiles, naciendo así los pueblos de Santa Ana de Casabindo y Espíritu Santo de Cochinoca. Cada año el día 15 de agosto, se reúnen en Casabindo miles de personas para rendirle tributo a la Santa patrona la «Virgen de la Asunción».
En Casabindo viven unas 250 personas, la migración natural que sufren por la falta de trabajo hace que la gente por décadas deje Casabindo para dirigirse a otros lugares de Jujuy o del resto del país. Pero regresan cada 15 de agosto, para ver a sus familiares y vivir la fiesta patronal de la Virgen de Asunción. La mayor parte de los asistentes son turistas que deben atravesar la Puna por un camino de ripio sinuoso, en el lugar no hay una estructura turística para albergar a los turistas.
Los que no son del lugar, van a ver el toreo de la vincha, la única fiesta taurina de la Argentina. Un toreo donde no se mata al toro, por el contrario, el único que puede ser herido o muerto es el torero, una tradición que lucha para no desaparecer. Muchas casas quedan vacías y cerradas durante el año, solamente los docentes (maestros) y las familias se quedan. En la escuela estudian unos 30 alumnos y cuando los chicos terminen el secundario se mudarán a otras ciudades. La migración parece un destino sellado del casabindeño.
Sin embargo, hay quienes creen que eso va cambiando de a poco, la difusión en los medios tradicionales y en las redes sociales, de la fiesta de la Virgen de Asunción y el Toreo de la Vincha, a nivel internacional está generando más interés. Y se están realizando más actividades en el año y eso permite que la gente del pueblo no emigre del lugar. Casabindo este pequeño poblado, está conformado por un grupo de casas bajas del color de la tierra y una enorme iglesia, inmaculada y blanca, que se impone en medio del desierto.
En ese lugar, como en otros lugares de iberoamérica, convergen historias y leyendas, pruebas del profundo sincretismo entra la religión primaria y la religión terciaria, y su templo emplazado frente a la montaña sagrada, la resistencia de Pantaleón de la Cruz, el hijo del cacique en tiempos del virreinato, la danza de los hombres suri o ñanduces, el toreo de la vincha.
La historia de la «Virgen de la Asunción» nace, según la creencia popular, cuando aparece la imagen debajo de una roca en la parte norte del pueblo en los cerros de forma triangular, fue entonces cuando la gente en ese entonces decide construirle un altar en el ingreso al pueblo llevando allí la imagen, pero esta al día siguiente volvía a aparecer en el lugar donde lo encontraron, así su intento fue realizado en varias oportunidades sin logro alguno, hasta que deciden construir su Iglesia frente la plaza de toros, donde aparecía como obstáculo una gran ojo de agua, a pesar de eso y con un sistema de desagüe a base de cuero de vaca y rellenando de arena en el ojo de agua comienza la edificación siendo fundada la Iglesia en 1717.
El pueblo de Casabindo se estableció a principios del siglo XVII, pero en el siglo XVIII cobró importancia al levantarse en el pueblo su iglesia que se ubicada frente a la plaza de toreo, la misma está edificada en piedra, adobe y techo a dos aguas de tejas españolas. En las esquinas del gran atrio cercado por un muro de adobe de media altura se ubican las cuatro capillas «posas» y al centro la capilla «miserere». Hay también dos torres cuadradas rematadas por cúpulas que sirven de campanarios, en su interior se conservan importantes muestras de pintura cuzqueña destacándose una colección del siglo XVII denominada Ángeles Arcabuceros.
Según el párroco de la zona, los españoles encargaron a los arquitectos indígenas la construcción de la iglesia y estos la erigieron frente al cerro Iriste, un cerro sagrado para los pueblos de alrededor. Es por eso que el día de la Virgen se realiza una danza que consiste en un ir y venir hacia el templo. De esta manera, al avanzar se protege a la Virgen ahuyentando a los malos espíritus, y al retroceder se busca recibir la energía de la montaña. El padre Zerpa, se está refiriendo al baile de los samilantes u hombres pájaros, una antigua coreografía que sigue hasta hoy. La Iglesia fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1941, y Casabindo es declarado lugar Histórico Nacional en 1975.
Los días previos a la fiesta, un grupo de mujeres despliega con cuidado los atuendos de la Virgen y sus complementos, donados por los promesantes como accesorios de plata, flores y fuegos artificiales. También algunos vestidos que serán cambiados a lo largo de la jornada, para que la «Mamita Virgen» reciba todas las ofrendas. El día viernes, por la tarde, llegan hasta el lugar bandas de sikuris de localidades vecinas que se agrupan por la noche para compartir bebidas típicas como la chicha y comidas tradicionales al sonido del erke (instrumento precolombino). Se produce el arribo de promesantes, y de imágenes religiosas desde distintos puntos.
El día de la fiesta, a las 05.45 de la madrugada se detona una salva de bombas con posterior celebración del Alba y la Aurora. A las 8 de la mañana se realizan bautismos y matrimonios. Al mediodía será la entronización de la Virgen de la Asunción, con una misa en su honor, y con celebración de samilantes, toritos y caballitos. Y que, según la creencia popular, los suris o ñanduces y los caballos, son los únicos capaces de ver al demonio. La procesión recorre el pueblo paseando a los patronos de las comunidades vecinas, acompañadas por bandas de sikus, banda de música, toritos, caballitos, samilantes, cuarteras y promesantes.
Sicuri o sikuri, es el nombre que se le da genéricamente a grupos de músicos tradicionales Aymaras de Perú, Chile, Bolivia y del norte argentino que tañen el siku o sicu. El siku es un instrumento de viento de un conjunto de cañas, la denominación proviene de la voz aimara siktasiña que quiere decir «preguntarse» o «comunicarse», actividad humana social y natural del hombre altiplánico.
Los encargados de supervisar los detalles estéticos de la Virgen, dicen que la ropa debe ser blanca y celeste, porque ella es la Virgen de la Asunción de los Cielos. Su cabellera está hecha con «chischirrutos», así llaman en la región al primer pelito que les sale a las niñas. Se deja crecer y cuando tienen tres o cuatro años se corta y se ofrenda a la Mamita. La misa es celebrada por el obispo de Humahuaca, y al finalizar, tiene lugar una procesión por la localidad en la que los fieles llevan una imagen de la virgen, mientras una banda de músicos imita melodías litúrgicas de la Semana Santa andaluza.
La procesión finaliza en la plaza de toros, y acto seguido, empieza el toreo. En cuanto al atuendo de los asistentes, los peregrinos llegan con vestidos con plumas de ñandú y portan cascabeles en las piernas. Esto se realizaba para pedir que llueva durante los meses de siembra. Además, quienes encabezan la fiesta llevan máscaras con motivos equinos. En cuanto a las ofrendas, se ofrece a la Madre tierra, pero teniendo en cuenta a las dos culturas, la andina y la española, a través de la religión cristiana, y le ofrecen a la Virgen sus mejores productos.
Se puede observar a los danzantes que portan unos cuartos de cordero, reales, carne y cuero, y que se hacen imposiciones a los peregrinos, los cuartos representan el sacrificio de todo un año, y las familias ofrecen lo mejor. La danza de los samilantes es una réplica de los movimientos de los suris. Según cuentan, la danza nació cuando los antiguos pobladores imitaban los movimientos que realizaba el ñandú o suri antes de las lluvias. Creían que de esta manera podrían modificar el clima. Los samilantes (celebrantes) llevan plumas de estas aves en el torso, brazos y piernas. Se desplazan en parejas a un ritmo acompasado, balanceando la mitad de un cordero que luego será partido para ofrendar los cuartos a la Patrona.
Los samilantes inician la danza encabezando la procesión que recorre el pueblo, paseando a los patronos de comunidades vecinas, imágenes religiosas ataviadas de flores, tules y otros coloridos adornos. Por las angostas calles circulan el Ángel Gabriel, el Perpetuo Socorro, San José, Santa Anita, Santa Bárbara, San Pedro, San Pablo… Y una larga lista de santos.
Después que la peregrinación regresa al templo, se da inicio al tradicional Toreo de la Vincha, donde no se daña al toro, sino que el desafío consiste en arrebatarle una vincha roja con monedas de plata que lleva entre los cuernos, y ofrendarla en honor a la Virgen. Cualquiera de los asistentes puede anotarse como torero y, una vez que se cierran las listas, se sortea el orden y los toros van saliendo a la arena de la plaza principal.
Esta tradición, sigue un relato que no fue cribado o depurado, suelen oírse versiones a veces no coincidentes, pero que a nadie le importa y ella habla de una historia milenaria ocurrida en épocas del virreinato. Se cuenta que, en 1717, Pantaleón de la Cruz, hijo del cacique local de Casabindo Quipildor Tabarcachi, se sublevó contra los españoles, delito que tenía que pagar con la muerte. Los españoles le capturaron, pero Pantaleón escapaba a la madrugada en dirección al norte de Casabindo – a Doncellas- donde es capturado nuevamente y lo llevan y largan en la plaza de toros.
Como los toros no lo atacaban a Pantaleón, le habrían quitado la vincha roja con monedas de plata que le había obsequiado su madre y la pusieron sobre los cuernos de uno de los animales. Como la vincha era el único recuerdo que le quedaba de su madre, Pantaleón decide torear y, finalmente logra quitar la vincha de las astas del toro. En el rescate de la vincha recibió una cornada que lo hirió de muerte. Herido, caminó hasta el templo, se arrodilló y ofrendó la vincha a la Virgen de la Asunción. Supuestamente, era un 15 de agosto.
Muere Pantaleón de la Cruz y queda arraigada el «toreo de la vincha» en memoria de la Virgen de la Asunción, y desde entonces, año tras año, los toreros reivindican la figura de Pantaleón de la Cruz cumpliendo con la tradición muy arraigada al municipio. Cuando restan días para la festividad, unos jóvenes baquianos del lugar salen en busca de los toros salvajes que se encuentran por las serranías aledañas al pueblo de Casabindo. En muchas oportunidades los buscadores de toros tuvieron que dormir en el cerro y más de uno, en varias oportunidades, se hicieron correr por los bravos toros.
Antes del inicio del toreo, los baquianos, toreros e invitados especiales proceden a la corpachada en el corral de toros apostado al lado de la plaza de toreo y solicitan el permiso correspondiente a la Pachamama para tal destreza, aunque la mayor convicción se pone en memoria de la «Virgen de la Asunción». Las reglas del toreo son pocas y muy simples, se necesita agilidad y coraje para esquivar los ataques del toro, que lleva en sus astas la vincha con monedas de plata. Quien logra quitarle la vincha al toro sin dañarlo y sin lastimarse, gana.
El ganador, a continuación, debe ofrecérsela a la virgen. En las corridas no se mata a los toros, tienen su propio santo protector, San Marcos, y se los considera tan sagrados como son las vacas en la India. Para poder quitarle la vincha al toro, éste tiene que haber embestido, por lo menos, tres veces al torero. Si la quita antes de la tercera embestida, se considera nula la toreada y el torero no suma puntos para la competición.
El toreo se aprende de chico jugando, observando a los mayores, y con el tiempo se convierte en parte de la vida cotidiana en la comunidad. Todos los hombres del pueblo saben que en algún momento de sus vidas deberán enfrentar al toro en la celebración de la Virgen de la Asunción. Unos lo verán como una prueba de fe, otros como una manera de mostrar su valentía frente a los toros más bravos. El público se entusiasma cuando ve cómo un toro revolea por el aire a un torero inexperto llegado de la capital jujeña. Los árboles son un bien escaso en estos parajes desolados y constituyen los únicos puntos de sombra en la plaza principal del pueblo.
Las murallas de la plaza, los techos de las casas vecinas, los cerros cercanos están poblados de observadores que quieren ver el toreo. Los animales, toros, novillos y vacas que esperan su turno en los corrales parecen inofensivos. Pero cuando entran a la plaza se vuelven bravos, azuzados por el grito de la gente, las bombas de estruendo y alterados por el constante sonido de las bandas de sikuris que tocan en veneración a la Virgen, los toros enardecidos, atacan y golpean.
Los toreros dicen que hay que tener al toro a muy corta distancia, mirarlo siempre a los ojos y no comerse los amagues o las fintas. Hay que realizar un movimiento ágil, casi imperceptible para el toro. Arrebatar la vincha al toro, constituye un pequeño momento de gloria. Pero todo termina cuando deban irse de Casabindo, para muchos jóvenes el toreo es el único lugar donde no se olvidará su nombre.
******
En muchos momentos hemos mencionado la religión, y la pregunta que debemos responder es que entendemos por esta. La tradición ha atribuido dos sentidos al término «Religión». La primera, Cicerón, en «De Natura deorum» II-28, dice que la «religio» proviene de relegere, en tanto que opuesto a neglere (descuidar), es decir, releer, cuidar o vigilar los ritos y libros tradicionales. En cambio, en la versión de Varrón, Lactancio (Divinae Institutiones IV-28) o San Agustín, entienden la religión como religare, es decir, reunir o atar al hombre con Dios.
Para el Obispo de Hipona, el bereber San Agustín, el cristianismo era un progreso frente al delirio politeísta de Roma, como afirma en su libro: «La ciudad de Dios». Pero, Gustavo Bueno Martínez, en su libro: «El animal Divino», nos da una versión novedosa de lo que son las religiones, para descubrir cual es el fondo de verdad que las anima, considerando a las religiones como un fenómeno social y cultural cuya importancia nadie puede subestimar.
Gustavo Bueno Martínez, tiende a desvincular el lazo que las religiones superiores o terciarias establecen entre Dios y la religión, para tratar de demostrar que la fuente de la religión no hay que ponerla en Dios o en los dioses, ni tampoco, por supuesto, en los hombres. Bueno, dice que no tiene sentido decir qué es la religión, como si fuera algo permanente, sino cómo se desarrolla. En el libro establece tres fases históricas del desarrollo de la religión, fases que son sucesivas, sin que por ello las anteriores queden borradas por las posteriores, puesto que una fase determinada puede reaparecer o subsistir con otras.
El materialismo filosófico sostiene, frente a las concepciones teológicas (que defienden la religión como una relación del hombre con Dios), que en su origen histórico las religiones nada tienen que ver con Dios (idea muy tardía que resultaría anacrónico utilizar hablando del hombre prehistórico). Las religiones brotan de una relación originaria de los hombres con otras entidades no humanas pero dotadas de percepción y de deseo, que se identifican, no con fantasmas (extraterrestres, demonios, ángeles) sino con ciertos animales que se enfrentan al hombre desde la época paleolítica y cuyo reflejo se encuentra en las pinturas rupestres de las cavernas (religión primaria).
Estos animales representaban para el hombre paleolítico, y lo encarnaban realmente, el papel de númenes, es decir, de entidades que, sin ser humanas, eran, sin embargo, centros de voluntad y de entendimiento, entidades a las que había que engañar, rogar, obedecer o matar. Esta fase primaria de la religión acaba cuando los animales son domesticados. Las figuras animales representadas en la bóveda de las cavernas se proyectan ahora en la bóveda celeste: es la fase de la religión secundaria, religión de los dioses, religión mitológica.
«El hombre hizo a sus dioses a imagen y semejanza de los animales» y no a imagen y semejanza del hombre, como dijo Feuerbach. Las religiones secundarias se constituyen, desde el Neolítico, como una transformación de las religiones primarias, determinada por el progresivo control que los hombres llegan a tener sobre esos «animales divinos». Las religiones secundarias cubren toda la época de las religiones supersticiosas, que dan culto a las figuras antropomórficas o zoológicas que llenan el panteón del Egipto faraónico, de las culturas hindúes, chinas, mayas, etc.
La fase de la religión mitológica es una fase de transición esencialmente falsa, un delirio de la imaginación que se irá descomponiendo lentamente ante la crítica racional de las llamadas «religiones superiores» (la fase terciaria, las religiones filosóficas), cuando los númenes animales sean sustituidos por un Dios único e incorpóreo. Pero justamente en la fase terciaria, la fuente de la religiosidad ya se ha extinguido: ese Dios incorpóreo, el «dios de los filósofos», es un ser al que no se puede rezar, y que no puede hablarnos.
La crítica al antropomorfismo y el zoomorfismo religiosos, principalmente llevada a cabo por la filosofía griega, conduce a las «religiones terciarias», de signo marcadamente monoteísta, y que constituyen la antesala del ateísmo. Las llamadas religiones superiores, judaísmo, cristianismo, islamismo, mantienen el componente monoteísta, pero complementado por doctrinas «positivas» sobre una supuesta revelación que, de hecho, da lugar a la transformación de los fenómenos religiosos en superestructuras sociales o políticas (principalmente la formación de Iglesias, con sus cultos, ceremonias, dogmas, etc.) cuyo funcionalismo alcanza grados muy altos.
Podemos ver que, en nuestras sociedades actuales, perviven las fases primaria y secundaria, en la forma de los sentimientos de interés por los animales (la Etología es presentada como la Teología de nuestros días) que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de la constitución de frentes de liberación animal, sociedades protectoras de animales y buena parte de movimientos ecologistas, así como en la visión demoníaca de los animales en la literatura o el cine. Casabindo es una muestra clara de lo que decimos.
El materialismo filosófico entiende que la esencia de la religión tiene su núcleo en el eje angular, del espacio antropológico, en tanto que la religación sólo puede producirse con seres no humanos (un hombre divinizado dejaría de ser hombre). Sin embargo, su cuerpo o determinaciones positivas de la esencia, y su curso o desarrollo, se desenvuelven entre el eje radial y el eje circular (ceremonias litúrgicas). Así, el núcleo de la religión se sitúa en los animales del Paleolítico superior, en tanto que vistos como númenes por los hombres primitivos (religión primaria).
La extinción de la fauna del Pleistoceno y la domesticación de los animales daría lugar al politeísmo, a unos númenes carentes de referentes positivos, «antropomorfizados» -el hombre sería dominador de los animales- (religión secundaria), para después llegar al monoteísmo, donde el Dios al que se da culto apenas tiene referenciales «fisicalistas» (religión terciaria) y se convierte básicamente en una religión civil que religa (de aquí proviene la etimología latina) a los creyentes, y que sería la antesala del ateísmo.
El toreo de la vincha, la presencia del toro, nos lleva a un libro totalmente recomendable, «Los dioses olvidados» de Alfonso Fernández Tresguerres, un ensayo de Filosofía (no de montería o tauromaquia), sino de Antropología filosófica y de Filosofía de la Religión. Frente a las muchas teorías propuestas para explicar el toreo, este libro presenta una teoría según la cual, el toreo es, esencialmente, una ceremonia religiosa (entendida la religiosidad al modo materialista), por más que el ámbito lúdico y profano en el que se manifiesta haya acabado por ocultar el contexto religioso del que brota y las claves, asimismo religiosas, desde las que puede realizarse su comprensión.
Gustavo Bueno Martínez, dice: «La fiesta de los toros es, efectivamente, una fiesta que, desde el punto de vista etnológico, se puede considerar como una tradición española, dada la relación que los historiadores, y los etnólogos y antropólogos han subrayado siempre en las relaciones entre los españoles con los toros. Por ejemplo, los toros de Guisando, la bicha de Balazote, o simplemente los toros que están en las cavernas pintados, los bisontes que están en las cuevas de Altamira. Y también en Francia, la cueva de Lascaux, el famoso toro negro, que todo el mundo recuerda. Y sin hablar de todo el Mediterráneo, sobre todo de la isla de Creta, etc. Otra cuestión es que, la fiesta, lo que llamamos la fiesta de los toros, qué tiene que ver con estas instituciones como las de Creta (que, según algunos, proceden de allí) o qué tiene que ver con otras instituciones, como el toro nupcial. El toro nupcial (que fue el tema de un libro muy famoso, de Álvarez de Miranda, sobre una institución que se encuentra en la Edad Media en España), en Extremadura, por ejemplo, donde un toro es llevado a la plaza del pueblo cuando hay una boda, para que los asistentes le tiren objetos e incluso le toreen con la ropa de algún modo. Álvarez de Miranda lo interpretaba como una especie de rito de magia para apoderarse de la fuerza genésica que al toro se le atribuye siempre». […]
«Lo que quiero decir, dice Gustavo Bueno Martínez, fundamentalmente, es que la fiesta (lo que llamamos la fiesta, donde el toro es uno de los protagonistas), no es simplemente una institución más, sino que es una institución muy característica, y esto lo ha explicado admirablemente, lo ha analizado Alfonso Tresguerres en un libro que tituló Los dioses olvidados. Aquí Tresguerres analiza la fiesta como una ceremonia que tiene un carácter angular, dentro de la Teoría del Espacio Antropológico. Es una ceremonia que (independientemente de que tenga otros componentes también, circulares o radiales) su esencia estaría en ser una ceremonia angular, es decir, una ceremonia que tiene lugar entre hombre y animales». […]
«Y concretamente, es una ceremonia que, independientemente de que se pueda ligar con ceremonias anteriores (con Creta y demás, cosa que no es nada probable, puesto que la ceremonia de la fiesta del toreo es probablemente una ceremonia relativamente reciente tal como la conocemos, del siglo XVII y XVIII) es evidentemente evolución de otras ceremonias anteriores, de las religiones primarias, y que supone, eso sí, una relación directa del hombre con el toro, en donde el toro figura no como depósito de proteínas, o como un animal de cuadra, etc., sino como un ente dotado de una cierta numinosidad. De una cierta relación que expresa no solamente la fuerza genésica o la bravura que se le atribuye, que también, sino sobre todo reproduce en una situación que es simbólicamente similar a la que nuestros antepasados los hombres pudieron tener con los toros de las cuevas de Lascaux y que están dibujados en las cavernas».
E Ivan Vélez, dirá: «Por lo que se refiere a la participación ceremonial del toro en tanto que animal vivo, su presencia ha llegado hasta nuestros días por diversos cauces. Muchas de ellas ya están desaparecidas, tal es el caso del taurobolio, sacrificio del toro con fines sanadores dedicado a la diosa Cibeles que daría lugar a la construcción de edificios dedicados a tales ceremonias como es el caso de Santa Eulalia de Bóveda, en Lugo, posteriormente aprovechada como templo cristiano. Dejando atrás el taurobolio o incluso las más antiguas ceremonias cretenses, el ejemplo más evidente de institución con el toro por protagonista en la cual persisten vestigios religiosos, es obligado referirse a la tauromaquia, estudiada con brillantez por Alfonso Fernández Tresguerres en su libro Los dioses olvidados. Caza, toros y filosofía de la religión (Pentalfa, Oviedo 1993)».
******
Por estos territorios de la Puna se desplazaron hace unos 12.000 años los primeros habitantes que vivían del pastoreo de llamas, economía principal de esos pueblos. El 14 de enero de 1875, cuando esos territorios ya no pertenecían a la Corona española, sino que luego de la independencia habían quedado en manos de los criollos y otros terratenientes, ávidos de riquezas, periodo en que los indígenas fueron los grandes perdedores, en los cercanos campos de Quera, se desarrolló la Batalla de Quera, uno de los primeros levantamientos campesinos por las tierras comunales, que terminó con 200 indígenas muertos. En esa batalla los indígenas serían despojados de sus tierras para siempre.
Los terratenientes jujeños aniquilaron a los collas que reclamaban la devolución de las tierras de sus antepasados. Para los hacendados era una venganza por la derrota que éstos le habían infringido en la batalla de Abra de la Cruz, conocida también como «Combate de Cochinoca», el 3 de diciembre de 1874, durante el gobierno de los patriotas independentistas.
Mas de medio siglo después, el escritor, juez, periodista Héctor Tizón, entonces un joven abogado, escribió su primera novela: «Fuego en Casabindo». Héctor Tizón conocía esos pueblos y a su gente, su cultura, escuchó en ese lugar de la Puna los relatos de los descendientes de aquellos hombres que lucharon en la cruenta batalla de Quera. Lejos de escribir una crónica, decidió plasmar los relatos de estos hombres expertos en desdichas en una novela: Fuego en Casabindo. En esa novela Héctor Tizón se prestó a ser la voz de los vivos y de los muertos, desde la perspectiva de esos pueblos que se fundían en un sincretismo de religiones primaria y terciaria, y desnudar lo que fue para los indígenas el gobierno de los libertadores.
Sin atenerse a los hechos concretos, Héctor Tizón reúne en un espacio fantasmal y relata una leyenda ancestral, que cuenta el regreso del alma de un soldado muerto en la batalla en busca de su victimario. En el contenido de esas leyendas populares en donde se muestra la cosmogonía de las comunidades indígenas que poblaban la Puna, Héctor Tizón nos lleva en el relato a las tradiciones religiosas, en sus rituales y en las historias contadas por seres anónimos y en donde su novela tiene lugar, Casabindo, su fiesta patronal y su plaza.
Héctor Tizón nació en Rosario de la Frontera, Salta, en 1929, pero su vida transcurrió en Jujuy, donde ejerció su profesión de juez. Fue desde pequeño un conocedor de la Puna. Su padre, Eduardo, ferroviario, era trasladado periódicamente por toda la provincia, a pueblos como Abra Pampa. Héctor Tizón, según cuentan sus amigos, solía recomendar, «Vaya a la iglesia de Uquía a ver las pinturas restauradas de la escuela cuzqueña, los ángeles arcabuceros y no deje de ir a Casabindo».
Roberto Montenegro
29 de diciembre de 2024.