LOS FILÓSOFOS Y EL PODER
Ricardo Veisaga
Jean Bodín, Nicolás Maquiavelo y René Descartes.
El filósofo Platón fue uno de los primeros en dejarnos documentado la relación entre los políticos (los hombres del poder) y los hombres dedicados a la reflexión y especulación de las cosas (los filósofos, más adelante, intelectuales), especialmente la política. Ante todo, es un mito esa creencia de que Platón buscaba encontrar en las ciudades griegas, un gobierno de reyes filósofos y que sus viajes a Sicilia, concretamente a Siracusa habrían estado motivados por ello.
Según nos cuenta Platón, en su Carta VII, 324b-326b, había intentado muchas veces ingresar en la vida política. «Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la política tan pronto como llegara a ser dueño de mis actos».
Luego de un movimiento revolucionario, muchos de estos eran allegados o conocidos suyos, «y en consecuencia requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver lo que conseguían».
El régimen dictatorial de los Treinta de Atenas (404-403 a.C.), fue para el filósofo una gran decepción, «Y vi que en poco tiempo hicieron parecer bueno como una edad de oro el anterior régimen.» Pero después, cuando el gobierno democrático que sucedió a los Treinta llevó a la muerte a su amigo y maestro Sócrates, él renunció a esas pretensiones políticas.
«Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates, a quien acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba: en efecto, unos acusaron de impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que un día no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de los entonces proscritos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades del destierro».
«al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente».
Y el filósofo Platón finaliza:
«Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra».
Esa decepción y el alejamiento de la política práctica sufrida por Platón, es algo que agradecerán todas las generaciones futuras. Su proyecto filosófico es fruto de esa decepción, la crisis política que vivió la Atenas de finales del siglo V a.C. No sólo estaba detrás la condena a muerte de Sócrates, sino su convencimiento de la necesidad de reformar el Estado era una obligación de todo filósofo.
Los tres viajes que realizó Platón a Sicilia se deben ver dentro de este contexto, de adecuar la teoría con la práctica. Es cierto que esos intentos resultaron en fracasos, pero no por ello renunciaría a creer que el filósofo debe sacrificar su tranquilidad a la posibilidad de actuar en la vida pública para dirigir a otros.
La filosofía no surgió para dar respuestas a los problemas personales, sino para resolver los problemas de la Polis, de la vida política. Para Platón era necesaria una buena educación de los ciudadanos para hacer una reforma política. Platón se dedica a la filosofía, aunque de orientación política y se marcha a la ciudad de Megara, donde Euclides había fundado una escuela socrática, en ese lugar escribirá sus famosos «Diálogos socráticos».
En el año 388, a. C., Platón viaja a Siracusa la principal ciudad de Sicilia, donde el tirano Dionisio, el Viejo, precisa de su conocimiento. Su contacto en ese lugar fue Dión, cuñado de Dionisio, este quería que Dionisio diera una constitución a Siracusa, conforme a las mejores leyes.
En ese tiempo Siracusa estaba en guerra con Cartago, una gran potencia comercial y militar en crecimiento. Platón da lecciones sobre la virtud, el conocimiento y la justicia, y resaltando que el tirano es quien tiene más difícil el dominio de sí mismo, sin el cual no hay verdadera virtud, y por lo mismo, tampoco verdadero gobierno.
Dionisio se muestra incapaz de seguir los consejos de Platón. El filósofo decide regresar a Atenas, pero en el camino es apresado por piratas, dicen que fue reconocido por Aníceris de Cirene, en el mercado de esclavos de Egina. El filósofo y amigo Aníceris pagó su rescate y asi pudo regresar a Atenas. Se establece en ella, compra unos terrenos y funda su Academia.
Según cuentan, compró esos terrenos con el dinero que Aníceris no quiso aceptar por el rescate. En el año 366 a.C., regresa a Siracusa ante la insistencia de su amigo Dión. Quien no cesaba de enviarle cartas y en una de esas informarle la muerte de Dionisio el Viejo.
Su hijo Dionisio II el Joven, había heredado el poder. Dión estaba convencido del interés de Dionisio por la filosofía y de actuar de manera justa. Dionisio necesitaba formación y Platón era el adecuado, ante las suplicas de Dión parte para Sicilia. Platón dudaba mucho sobre su viaje no veía bien la relajada vida siciliana, no consideraba posible que los jóvenes podrían aprender a ser moderados y justos en un lugar donde, «la alegría consistía sólo en atiborrarse un par de veces al día y dormir en compañía todas las noches».
Los enemigos de Dión, rumoraban que la llegada del filósofo era para convencer a Dionisio y convertirlo en instrumento de la política de Dión. Platón había comenzado su tarea educativa, pero la impresión que tuvo del tirano no fue buena, un hombre más amigo del placer, de la riqueza, del juego, que, de la justicia, la verdad, o la sabiduría, todo esto le hacen desistir de su empresa.
Dionisio haciendo oído a los rumores respecto de supuestas ambiciones políticas ocultas de Dión, dispuso su destierro de Siracusa. Platón no logra una reconciliación entre los dos amigos y también decide partir. Platón tuvo que prometer que regresaría a Siracusa para que le dejase marchar.
Dionisio en realidad lo que deseaba era adquirir conocimientos, pero carecía de voluntad y disciplina para someterse a los argumentos dialecticos, lo que hacía imposible guiarlo hacia la filosofía o a la justicia. Dión mientras se encontraba en el exilio, había recibido noticias de Dionisio quien habría retomado el estudio de la filosofía y se lo comunicó a Platón.
El filósofo Platón sostenía que «a menudo la filosofía ejerce este efecto sobre los jóvenes», y mantenía la sospecha que Dionisio con esa actitud quería alejar los rumores que decían que Platón lo había rechazado por ser una persona indigna.
El maestro acepta regresar por tercera vez en el año 361 a. C., lo hace por sus amigos y alumnos de la Academia, entre ellos Aristóteles. Y por sentirse responsable de los lazos políticos entre Tarento y Siracusa, y pensaba que una negativa podría significar poner en riesgo esos lazos.
Dionisio se había vuelto más arrogante y se consideraba un filósofo, se jactaba de haber escrito un libro. Haciendo caso a Platón, el tirano había tomado contacto con «hombres de toda clase de ingenio», tenía muchas ideas y tomaba esas ideas como propias.
Para Platón, sus enseñanzas no buscaban transmitir conocimientos, lo que buscaba era formar el carácter de la persona de manera total, un largo camino de paciencia y dominio de sí mismo. Y eso era inútil con el tirano. El maestro se culpaba de ello: «No tengo más motivos para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo, y con los que me hicieron sentir la necesidad de venir.»
Intenta que Dionisio perdone a Dión, pero lo único que logra es la confiscación de los bienes y él en la cárcel, sus amigos logran rescatarlo de la prisión y regresa a Atenas. Muchos han intentado encontrar una respuesta en ese triángulo entre Platón, Dión y Dionisio, en la atracción que ejercen los tiranos.
La respuesta es la siguiente, la filosofía no realiza una búsqueda desinteresada de la verdad, no lo hace, porque la filosofía está implantada políticamente. Primero, hay unos intereses políticos que son previos, que son anteriores y luego hay unos intereses filosóficos. Luego esos intereses filosóficos se moverán en función de las influencias genéricas, es decir, de la génesis de los intereses políticos. Hay una filosofía política que está actuando como motor teorético de la filosofía.
El joven Dionisio era en cierta forma lo que se llama hoy un intelectual. Palabra que me produce cierta aversión ¿Qué es un intelectual, en que consiste eso de ser intelectual? ¿Qué hay que estudiar para ser considerado un intelectual? Me parece más bien que son los impostores de siempre, como decía Bueno.
Es probable que haya sido uno de los primeros con esas pretensiones, pero no fue ni será el último. Platón sabía que ese impulso intelectual de Dionisio estaba estrechamente vinculado con sus ambiciones políticas. Sabiendo que era imposible eliminar sus ambiciones, sospecho que Platón al templar su carácter albergaba la esperanza de morigerar esas ambiciones tiránicas.
Al regresar, se encuentra con Dión en su exilio de la ciudad de Olimpia, con motivo de los juegos. Le comenta que con la ayuda de Esparta va a tomar Siracusa, Platón no lo apoya y les concede la libertad a sus discípulos para que acompañen a Dión en tal empresa. En el año 357 a. C., atacó Siracusa con mercenarios y expulsan a Dionisio II.
Pero mantiene la corte y la tiranía, tres años después fue traicionado y asesinado. Tras varias rebeliones militares, Dionisio se hizo otra vez con el trono, hasta que fue depuesto por el ejército de Corinto, ciudad madre de Siracusa. El rey sobrevivió y retornó a Corinto. Se dice que allí acabó sus días enseñando sus doctrinas en su propia escuela.
Después de la Segunda Guerra Mundial, ya en el siglo XX, Martín Heidegger derrotado regresa a su cátedra de Friburgo, tras su vergonzoso periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo. Un colega cuyo nombre no se menciona, otros dicen que fue un alumno, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: «¿De vuelta de Siracusa?»
No se podría haber formulado de modo más ingenioso y acertado esta aguda observación. Pero hay que dejar bien aclarado que los objetivos de Platón y los de Heidegger eran del todo diferentes. Y Platón no se convirtió en siervo del tirano. Esas vivencias adversas muchas veces sirven para parir obras memorables. Maquiavelo escribió en el destierro un clásico universal de la política.
El pensador político francés Jean Bodín, que desarrolló sus ideas en la filosofía, el derecho, la economía y la política, realizó un gran aporte a la teoría del Estado, por medio de la implementación del concepto de «Soberanía», en la obra «Los Seis Libros de la República». Bodín se encontraba en París en 1561, escribe y piensa en el contexto de las guerras de religión entre calvinistas (hugonotes) y católicos en la Francia del siglo XVI.
Afirma que el origen de la autoridad está en el pacto que se da entre las diversas familias que componen las élites de una sociedad, que deberían ponerse de acuerdo en una persona o institución para que ejerza la autoridad y gobierne. Por ello, el poder político debiera ser el resultado de un pacto, pero una vez concretado ese pacto, la persona que ostente la autoridad deberá tener todo el poder y ser obedecida por todos.
Busca confrontar ideológicamente los enfrentamientos continuos religiosos que desestabilizaban la vida civil francesa. Bodín tomó partido por el grupo llamado de los políticos, que sintonizaba con sus ideas de tolerancia religiosa y refuerzo de la autoridad del estado, como principal promotor de la paz de las diversas comunidades en guerra.
Pero como los enfrentamientos no cesaban, apoyó el derecho de gobernar del hugonote Enrique IV. La guerra entre católicos y protestantes finalizó con la adhesión de este monarca al catolicismo, en el año 1593 («París bien vale una misa»). A Bodín, seguramente esto lo convertiría en un ideólogo del absolutismo, pero esta idea era consistente con el momento que le tocó vivir.
Joseph de Maestre, el conde de Bonald y el conde de Saint Simon, nutrieron su pensamiento en medio de una sociedad que ellos consideraban consecuencia de la decadencia de la Nobleza, una clase a la que ellos pertenecían y que había sido desplazada por la burguesía. Lo mismo podemos decir de Marx, quien escribió sus obras durante el exilio y en medio de la decepción que supuso la fracasada revolución del 48. Trotsky también escribió durante el exilio al que lo sometió su camarada Stalin.
Es común la mención de la relación de algunos filósofos con personas del poder, pero en muchos casos la influencia de estos personajes no fue tal. La relación entre la reina Cristina de Suecia y Descartes es una de ellas. Cristina para 1644, contaba con 18 años de edad, pero no fue declarada adulta y su coronación tuvo que ser pospuesta hasta 1650 debido a la guerra con Dinamarca.
Su interés demostrado por los libros, manuscritos, pinturas y esculturas y por la religión, filosofía, matemáticas y alquimia, ya era más que evidente. Cristina llevó a su corte a científicos, músicos, literatos y filósofos. Entre los más destacados estuvo René Descartes, quien llegó el 4 de octubre de 1649 con el fin de crear en Suecia una Academia de las Ciencias.
Descartes y la reina se vieron en unas cuatro o cinco ocasiones para discutir de filosofía y religión, pero la pronta muerte de Descartes el 11 de febrero de 1650 impidió que pudiera establecerse las bases para esa soñada Academia. El deseo de Cristina era hacer de Estocolmo la «Atenas del Norte». La biografía de esta reina es fabulosa, su abdicación al reino, su conversión al catolicismo y su pasión por el arte y las ciencias de su época, además de sus cualidades militares personales. Cristina de Suecia es una de las cuatro mujeres enterradas en el Vaticano.
Cuando Denis Diderot visitó San Petersburgo, la ciudad tenía setenta años. Se habían construido ya bellos palacios, catedrales, iglesias y palacetes, obra de los mejores arquitectos del siglo XVIII. Durante los cinco meses de estancia en la ciudad, Diderot no vio gran cosa, primero a causa de la disentería provocada por beber agua contaminada.
Bloqueado en una capital excéntrica y vigilado por el encargado de los asuntos franceses Durand de Distroff y por el canciller Nikita Panin, los contactos de Diderot se limitaron a la élite rusa que hablaba francés y a la colonia francesa, que terminó por decepcionarlo. No vio ni Moscú ni el campo, su desaliño e irreligiosidad provocaron desagrado en la élite intelectual de San Petersburgo y en los miembros de la corte.
Catalina II había manifestado grandes ambiciones para el desarrollo de su imperio, reclutando técnicos, artesanos y artistas a los que intentaba convencer de ir a Rusia y, también acogía a los jóvenes artistas rusos como pensionarios por la Academia Real de Pintura y Escultura. Apoyándose para lograrlo en grandes hombres e ideas venidos de Occidente. Diderot se comprometió en esa tarea, en 1772, el filósofo sacó conclusiones muy críticas de esta fallida experiencia en la Correspondance Littéraire.
Diderot explica ahí que se ha comenzado el «edificio por el techo» al importar talentos del extranjero, mientras que habría sido necesario «empezar por el principio», es decir, comenzar por favorecer al pueblo productor de riqueza, para que Rusia tenga un día sabios y artistas autóctonos.
Diderot creyó probablemente que Rusia era como una tabla rasa en la cual un legislador filósofo ¿él mismo en este caso? podía trazar la ruta hacia una sociedad nueva, no desde arriba y desde el exterior, sino desde abajo y desde adentro.
El programa de reformas económicas y sociales que presenta, exige para llevarse a cabo la supresión del vasallaje, luego crear una nueva capa social de artistas y comerciantes, es decir un tercer estado urbano y comerciante, que debe garantizar un desarrollo autóctono en Rusia, oponiéndose en este sentido a Voltaire. La propuesta de Diderot no fue adoptada por la emperatriz, que prefirió el del austriaco Jankovic de Mirievo. Quien tenía en cuenta las necesidades del Imperio y la realidad rusa.
El filósofo partía del mito de la tabla rasa. Diderot finalmente se radica en París en octubre de 1774. Y se dedicó a repensar las lecciones de su permanencia en San Petersburgo. Los siguientes diez años de vida que le quedaban estarían signados por esta experiencia. Otro tanto es la relación entre Voltaire con Federico de Prusia.
En el siglo pasado, aparecen en escena muchos nombres como Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Mao, el mariscal Tito, Fidel Castro, Trujillo, Idi Amin, Bokassa, Saddam Husein, Jomeini, Ceaucescu, Milosevic, Kim Jong-Il, etc. Ellos son los nuevos Dionisio, por eso el tirano de Siracusa sigue siendo nuestro contemporáneo.
La cuestión de Dionisio es tan antigua como el tiempo, pero el fenómeno de los servidores de Dionisio, que sirvieron al tirano no solo de palabra sino de obra, es nuevo, son los llamados intelectuales. Muchos de estos cuya producción tan bien promocionada continúa vigente.
Ejemplos sobran como el de Martín Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi, muchos estaban convencidos que ellos conocían más de la naturaleza de lo político que esos dictadores, y pretendían ser los mentores intelectuales como Georg Lukács con Stalin en Hungría. Ninguno de los nombrados consiguió su propósito, los tiranos apenas repararon en su sobrevaluada existencia, mientras los burócratas de esos partidos les asignaban tareas secundarias.
Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre y Fidel Castro.
En 1946, el gobierno peronista de la ciudad de Buenos Aires removió a Jorge Luis Borges de su cargo de auxiliar bibliotecario, Borges era empleado desde 1937 en la biblioteca municipal Miguel Cané. Debido a su público antiperonismo, fue designado «inspector de aves, conejos y huevos», razón por la cual renunció a su cargo en la biblioteca. Una designación muy acorde a la cultura peronista cuyos miembros del régimen coreaban «Alpargatas sí, libros no».
Juan Domingo Perón despreciaba a los pensadores, alejó de su entorno a Scalabrini Ortíz, a Arturo Jauretche, y su tan mentado discurso en el Congreso de Filosofía de Mendoza, mencionada como si fuese único en la historia (una gota en el océano), no tiene padre legal, pero si muchos padrastros, cualquier católico de los muchos que merodearon a su lado e introdujeron a la Doctrina Social de la Iglesia, como doctrina del peronismo.
Giovanni Gentile fue ministro de Educación de Mussolini, estuvo en el poder, pero no logró imponer su filosofía como doctrina oficial, el Duce tenía sus propios compromisos, las propias exigencias de la política real, con la Iglesia y con la Monarquía (cosa que normalmente desconocen los intelectuales). El pobre Gentile terminó asesinado por los mismos fascistas.
Charles De Gaulle reclutó a Malraux como ministro de Asuntos Culturales en la posguerra. Al presidente de la Quinta República le servía Malraux como político e intelectual de izquierdas para granjearse el apoyo de ese sector, y mostrarse ante el mundo por la fama literaria de Malraux. Y el resultado fue bueno.
Cosa que no funcionó con el polémico escritor y militante comunista, Jorge Semprún, en el cargo de ministro de Cultura de España, nombrado por Felipe González. El presidente español pensaba que Jorge Semprún, una personalidad reconocida por la intelectualidad europea, una figura de leyenda contra el franquismo, le aportaría una dimensión histórica y cultural que merecía la transición española y su propio gobierno.
Pero Jorge Semprún no fue más allá de su prestigio de narrador, su amistad con artistas y figurones del cine. Estuvo más pendiente de su prestigio personal que del gobierno, que necesitaba de su reconocimiento para darle a España un rango en la Europa, que Semprún tanto pontificaba.
Estuvo más abocado a su enfrentamiento personal con el vicepresidente Alfonso Guerra, a quien no dudó en calificarlo como un estalinista «insoportable», y escribió una despiadada crítica contra el gobierno del PSOE en el que trabajó, comparando al gobierno de González y Guerra, con un organismo del Comité Central del Partido Comunista de la URSS o del Comunista Español.
Su satisfacción más grande fue «haberle puesto el cascabel al gato político a Alfonso Guerra, haber denunciado la cultura arrogante y arcaica del aparato que él encarnaba mejor que nadie». Pero no realizó la tarea para el cual fue llamado y colaborar en la grandeza de España, lo que muestra la magnitud de su narcicismo y la mediocridad de sus causas personales.
Mitterrand, contemporáneo de Felipe González, atrajo a su causa a los sectores de la inteligencia francesa al nombrar a Jack Lang, con el intento de repetir el caso Malraux. Y a los sectores izquierdistas con el nefasto Regis Debray, pero ponderado entonces por la izquierda francesa y mundial. Ante el fracaso de Semprún- González, muchos vieron como imposible la concordancia de un político con un «intelectual», o que alguien sea ambas cosas a la vez.
Sin embargo, en la Argentina del siglo XIX, se conoció muchos casos como la del presidente Domingo Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, o del general Bartolomé Mitre, escritor, historiador, militar y político. Debo la lectura de La Divina Comedia de Dante Alighieri, a su traducción, lo mismo de la Eneida de Virgilio, las Horaciadas de Horacio, también tradujo a Víctor Hugo. Fernando Enrique Cardoso es un ejemplo más reciente, quien tuvo el valor intelectual de rectificar el error de su Teoría de la dependencia.
Adolf Hitler prefería tener de maestros a muertos que no le cuestionaran nada como Schopenhauer o Nietzsche. Con razón dijo Mario Bunge, Hitler no lo quería a Martin Heidegger, porque el existencialismo heideggeriano heredado del primer existencialista Kierkegaard, la obsesión por «el miedo y el temblor», era ajeno a los criminales de guerra que pretendían adiestrar los nazis. La ideología nazi no hablaba de la angustia ante «la nada» (la muerte) sino de la exaltación por el todo, ni del «ser para la muerte» sino del ser para la victoria.
Los nazis y fascistas pretendían amaestrar a héroes, a superhombres gratos a Nietzsche, no a quejosos paralizados por el miedo o la muerte.
«Es verdad que el existencialismo y su progenitora, la fenomenología, sirve al fascismo en que, al preconizar la superioridad de la intuición sobre la razón, y al rechazar la ciencia, desarman la independencia del juicio y con ello contribuyen a formar súbditos crédulos, ignorantes y dóciles. Pero esto no basta: el fascista ideal está dispuesto a combatir y a morir por su líder.» Mario Bunge.
Si alguien se tomara el trabajo de documentar a todos esos llamados intelectuales, que peregrinaban a la nueva Roma o a la nueva Meca, llamadas Moscú, Hanoi, Berlín, La Habana, Praga, etc., las nuevas Siracusas. Podrían escribir un libro completo.
No puedo dejar de preguntar, ¿Qué sucede en la mente humana que proclama la defensa intelectual de un régimen dictatorial en pleno siglo XX o XXI? A veces y con razón pienso que no es cuestión para la psicología sino para la psiquiatría. Hay quienes como Isaiah Berlín, ve o explica este hecho en la suplantación de las raíces europeas como la tradición religiosa cristiana por otras de orden puramente racional.
Según Isaiah Berlín, la Ilustración no sólo engendró tiranías, sino que fue propiamente despótica en sus métodos intelectuales: absolutista, determinista, inflexible, intolerante, insensible, arrogante, ciega. Sobre estos supuestos morales y políticos se edificaron los «gulags» y los campos de exterminio. Dice Isaiah Berlín, la Ilustración brindó ese ideal «en cuyo nombre quizá se hayan sacrificado más seres humanos que por cualquier otra causa en la historia de la humanidad».
Para Jean-Paul Sartre los intelectuales son como una Juana de Arco de izquierda, capaz de defender lo esencialmente humano contra las inhumanas fuerzas del «poder» político y económico, y también contra las fuerzas culturales reaccionarias, y como buen comisario político incluye a los colegas escritores traidores, cuyo trabajo venía a sustentar «objetivamente» las tiranías modernas.
El presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, Alejandro Fadéyev, calificó a Jean-Paul Sartre como «La hiena estilográfica», durante uno de esos congresos de «intelectuales por la paz» celebrado en Varsovia allá por 1947 ó 1948, tiempos en que Sartre defendía el existencialismo (El existencialismo es un humanismo), esa filosofía decadente e idealista.
En 1950, al comenzar la Guerra de Corea, el francés piensa que ha empezado la III Guerra Mundial, como era común sus errores en los análisis políticos, creía que se trataba de la guerra entre los ricos contra los pobres, entre el proletariado de la Unión Soviética y el capitalismo.
En 1952, cuando el KGB organiza otro congreso, esta vez «de los pueblos por la paz» en Viena, él lo preside. En la misma ciudad decidió, pública y oficialmente, que no podía representarse en ningún país del mundo su obra «Las manos sucias», sin la autorización de los respectivos partidos comunistas. Sin el okey, del tribunal de la inquisición soviética. Sometiéndose de manera libre y voluntaria a la censura totalitaria.
Las Manos Sucias, explora las diferencias entre el «deber ser» y el «ser», la ambigüedad moral dentro del compromiso político, y el conflicto entre la «eficacia política» y el riesgo de comprometer los ideales propios. Hoederer, un veterano dirigente revolucionario que considera necesarias ciertas alianzas, se burla de los escrúpulos morales de Hugo, un joven revolucionario que como todo revolucionario es un fanático, que cultiva el sectarismo puro y duro.
Hugo, exige respetar la «pureza» del Partido Comunista. Y Hoederer le asegura que tal «pureza» es ficticia y que el fin supremo del Partido es alcanzar el poder, y si es necesario aliándose con sus enemigos de derecha. Era obvio que para los comunistas entonces era meter el dedo en la llaga, era recordar el pacto nazi- soviético, que querían olvidar.
Raymond Aron, quien junto a Sartre y Merleau-Ponty compartieron en la revista Les Temps Modernes. Se marchó porque consideraba que había en ella un conformismo de izquierda y anticapitalista. Raymond Aron fue el intelectual que mejor defendió la democracia liberal en Francia.
Sus críticas radicales a los totalitarismos, sobre todo al comunista, el nazi ya había sido liquidado militarmente, su firme apoyo a la Alianza Atlántica frente a la URSS, y sus frecuentes críticas a De Gaulle por su turbio doble juego con los soviéticos. Raymond Aron, sostuvo que la apología que Sartre hizo del estalinismo no era accidental, sino el resultado previsible de los intelectuales «comprometidos» a la manera romántica que sirvieron a los regímenes dictatoriales en el siglo XX.
En «El opio de los intelectuales» (1955), volvió a exponer la historia del nacimiento del intelectual moderno, demostrando la incompetencia e ingenuidad de los intelectuales como clase, frente a problemas políticos reales. «El marxismo es un elemento esencial del opio de los intelectuales porque su doctrina de la inevitabilidad histórica lo aísla de poder ser rectificado por algo tan trivial como la realidad de los hechos».
En 1957, Fadéyev, a quien mencioné anteriormente, durante los cuarenta había sido un promotor de la Doctrina Zhdánov, una campaña persecutoria de los principales compositores musicales de la Unión Soviética.
Durante el breve periodo de «deshielo» organizado por Kruschov se celebró una asamblea de escritores en Moscú, a ella asistieron escritores recién salidos del Gulag. Estos pidieron la palabra, y cada uno de ellos le preguntaron a Fadéyev por qué les había denunciado como traidores, agentes imperialistas, cuando en realidad siempre habían sido disciplinados escritores, siervos del poder soviético.
Fadéyev no respondió, durante una pausa en las sesiones, se marchó a su dacha, se bebió una botella de vodka y se pegó un tiro. La KGB ocultó la nota de suicidio y fue develada 34 años después, atribuyéndole a una profunda depresión y a su alcoholismo. Lástima que no siguieran su ejemplo los llamados intelectuales.
Sócrates decía que hay una clase más corriente de almas tiránicas, que entran en la vida pública no cómo líderes, sino como maestros, oradores y poetas, agregaría escritores y cantantes, los que se llaman intelectuales. Este tipo de intelectual suele ser muy peligroso ya que están «abrasados» por las ideas, y se lanzan a la discusión política, ofreciendo discursos y consejos disimulando apenas su incompetencia e irresponsabilidad.
Pero a diferencia del filósofo, no son capaces de controlar la pasión. A estos intelectuales les fascina el poder y a muchos políticos les encanta rodearse de estos farsantes, una mescla destinada a terminar mal. Platón y Dión, fueron capaces de entender la naturaleza del régimen de Dionisio, e intentaron liberar la ciudad de la tiranía, pero ambos habían sacado de sí mismos el impulso despótico. Platón distingue al filósofo genuino del intelectual irresponsable.
Platón reconocía que Dión, como ciudadano de Siracusa, se había dejado engañar sobre la verdadera transformación de Dionisio, y que había elegido el camino de las armas al ver fracasar su intento. Convencido de que Dión emprendió esa tarea sin dejar que la tiranía que combatía se apoderara de él. «Cualquier destino alcanzado en el intento de conseguir lo más alto para sí mismo y para el propio país, es a la vez bueno y glorioso», concluiría Platón sobre la vida de su amigo.
Los políticos por más pragmáticos que sean, no pueden prescindir de las ideas, por más rudimentarias que están sean, el político necesita de quienes reflexionan sobre la política en la etapa de la conquista del poder. Pero puede ser un estorbo cuando el político dirige el Estado, y en ese caso será sustituido por un experto o un técnico.
No existe incompatibilidad alguna entre la teoría y la práctica política, aunque tengan tiempos diferentes. El político debe actuar en situaciones que no admite dilaciones, debe actuar sin detenerse a teorizar sobre los pasos a dar, tiene que elegir apelando a su prudencia política. En cambio, el teórico no actúa, piensa, duda. Decía Ortega y Gasset que el intelectual es un hombre preocupado y el político un hombre ocupado por las cosas.
Estas dos actitudes son necesarias y complementarias, «Una teoría que no puede ser llevada a la práctica, es una teoría equivocada», decía Kant. Jean-Jacques Rousseau, dijo «Por eso escribo acerca de la política. Si fuera principe o legislador no perdería el tiempo diciendo lo que es necesario hacer, lo haría o me callaría».
15 de julio de 2017.