CUADERNOS DE EUTAXIA — 4
LA DERROTA DEL EJÉRCITO GUERRILLERO DEL PUEBLO
EL DEDO EN LA LLAGA.
Oscár del Barco y Juan Héctor Jouvé
Dicen de Masetti, que fue un talentoso periodista y otros elogios descomunales, pero quienes lo dicen son sus camaradas, por tanto, son opiniones interesadas y carecen de objetividad. El solo hecho de que Masetti dijera sobre Fidel Castro, que no era comunista, eso lo deja retratado como mentiroso, o como una persona que no sabía distinguir las ideologías (será por eso sus vaivenes de derecha a izquierda) y no sabía «conocer a las personas» o, todo eso junto.
Sus inicios como guerrillero se darán en Argelia, allí tomó un curso acelerado, y consideró que ya estaba listo para organizar una guerrilla en Argentina. En realidad, el comandante Segundo, hizo de Juan el Bautista preparando los caminos para el Señor, es decir, el Che Guevara, como comandante Primero. El enorme desastre que fue la experiencia del Ejército Guerrillero del Pueblo, no impedirá al Che repetir el mismo error, cuatro años después, en Bolivia. No había aprendido la lección.
La cúpula castrista confiaba ciegamente en el éxito de extender su revolución al resto de iberoamérica siguiendo el modelo de su revolución, como si la sociedad argentina o la de otros países de Iberoamérica fuera un calco de Cuba, eso también deja mal parado a Jorge Masetti, «no saber dónde están parados». La fe en la revolución hizo carne en estos voluntarios argentinos y cubanos, creyeron ciegamente emulando la «fe del carbonero».
Esta expresión de tener la «fe del carbonero», o la «fe de carbonero» se usaba mucho en el siglo pasado, por tanto, en la actualidad cayó en desuso. Se dice que esta fe ciega, sin ningún asidero en la realidad, tiene su origen en una célebre anécdota acaecida en la España del siglo XV, y que involucraba a un trabajador del carbón.
—¿Tú en qué crees? —, le preguntaron al carbonero. / —En lo que cree la Santa Iglesia— respondió. / —¿Y qué cree la Iglesia? / —Lo que yo creo. / —Pero ¿qué crees tú? / —Lo que cree la Iglesia…
Esta expresión hace referencia a ese tipo de personas que, aunque no entienden nada de lo que se está tratando, creen sin embargo en ello, por la simple razón de que le han dicho que hay que creérselo. Adoptan firmemente unas ideas, sin necesitar de explicaciones o pruebas que le demuestren que sus creencias son acertadas. Los que se metieron al monte salteño a jugar a los soldaditos, estaban convencidos de la trascendencia histórica de su misión.
Esa creencia en la «necesidad histórica» va a aparecer en menciones realizadas en cartas que transcribiremos más adelante. Sumado a esto, estaba el deseo morboso de inmolación que predicaban estos sujetos desquiciados. El Che Guevara lo decía de manera habitual en tono trágico: «A partir de ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que partir de ahora viven de prestado».
Pero el Che, más que trágico era hipócrita, cuando llegó la hora de la verdad en Bolivia, el Che Guevara, que había decidido que la última bala estaba reservada para ellos, no tuvo empacho en decirle a su acompañante, que todo se había terminado y comenzó a gritar: ¡No disparen, soy el Che! Valgo más vivo que muerto. Podrán leerlo de manera extensa en esta revista, el artículo lleva como título lo mencionado arriba, y es del 20 de octubre de 2016.
Ese delirio será repetido por otros grupos guerrilleros y dirán: «A vencer o morir por la Argentina» o «Libres o muertos, jamás esclavos», desde las FAR, cuyos dirigentes como Roberto Quieto, Olmedo, Osatinski, habían hecho su cursus honorum apoyando al Ejército Guerrillero del Pueblo. Mas allá de que los jefes de las FAR, FAL, ERP, hicieran alguna que otra evaluación sobre los errores del EGP.
Pero en el fondo, esa convicción en el militarismo, la pulsión al sacrificio y la certeza de que un grupo decidido a morir puede llevar a cabo la proeza revolucionaria, estará presente en todos los grupos guerrilleros, como una marca de Caín de la que ninguno de ellos podrá desprenderse.
Las andanzas y caminatas del EGP no pasaron los seis meses, un tiempo que acabó con la derrota militar frente a la Gendarmería Nacional, un cuerpo dedicado a la represión del contrabando, que, en ese entonces, estaba apenas un escalafón arriba del cuerpo policial y mucho más abajo de las Fuerzas Armadas, tanto en su personal como en su formación militar. Pero el EGP ya estaba derrotada desde el mismo momento que hicieron pie en el monte salteño, no pudieron soportar los rigores de la naturaleza, el hambre, el aislamiento político y el ambiente dentro del grupo, que terminó con ajustes de cuentas entre los revolucionarios, y el fusilamiento.
Nadie que tuviera un dedo de frente, ante este desolador resultado debería creer en su eficacia, pero el Che y otros devotos iluminados seguirían creyendo con fe de carbonero en la verdad de esta estrategia. La mentada «guerrilla de Salta» fue conocida casi exclusivamente por los militares y los servicios de inteligencia, y no por el sacrosanto «pueblo» que era el objetivo de esta tragedia griega.
Estaban muy aislados y en soledad, ya que cuando el 9 de julio de 1963, Jorge Masetti redacta la carta dirigida al presidente Illia, el único medio que la publicará es «Compañero», una revista de un pobre tiraje dirigida por Mario Valotta. Valotta era un referente del Movimiento Universitario Reformista, era médico y periodista, y el semanario Compañero, con el tiempo se convertirá en portavoz del Movimiento Revolucionario Peronista (MRP) y tendrá mayor tiraje y se distribuirán en kioscos de diarios y revistas en Buenos Aires, Rosario y Córdoba.
Hay que hacer notar, que los primeros guerrilleros muertos no caen bajo las balas de la Gendarmería, sino bajo el rigor de la naturaleza, unos mueren de hambre, otros se despeñan. Pero dos de ellos, Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald son fusilados o, para ser más precisos, ejecutados por orden de Jorge Ricardo Masetti. Alguien con razón podría decir que tuvieron más bajas por «fuego amigo» que por la represión.
Es aquí donde hay que detenerse, porque este hecho pone en evidencia la moral del revolucionario, y todo hecho en nombre de la humanidad futura, del hombre nuevo y no sé cuántas estupideces más. Todo esto saldrá a la luz, para escándalo de la izquierda nacional como internacional. Bueno, eso de «nacional» sale sobrando, ya que el proletariado es internacional. La carta del guerrillero Héctor Jouvé, llamado «el último guevarista» cosa que será un honor para él, pero no para el sentido común, y la carta del filósofo Oscar del Barco, meterá el dedo en la llaga.
Adolfo Rotblat, tenía 21 años, era universitario y padecía de asma, en el monte, la sed y el hambre, además de aguantar las peroratas de Jorge Masetti, aprendiz de guerrillero, afectaron su sistema nervioso y para los primeros días de noviembre era un despojo humano dominada por ataque de llantos y delirios. ¿Y cuál fue la solución para Jorge Masetti? Fue la ejecución, una decisión que levantó mínimas oposiciones, mal que le pese a Jouvé, y que Jorge Masetti cumplió personalmente invocando la necesidad de fortalecer el temple revolucionario de la guerrilla.
El otro guerrillero fusilado, en febrero del año siguiente, fue Bernardo Groswald, cordobés, empleado del Banco Israelita y que se sumó a la guerrilla a pesar de que los amigos le advirtieron sobre su estado físico, exceso de peso, pies planos y una persistente miopía. Al que tendrían que haber fusilado era a los reclutadores. Groswald se desmoronó moralmente y corrió la misma suerte de su paisano.
Esto también trajo una fuerte discusión, ya que ambos eran judíos argentinos, y al ser ejecutados por Jorge Masetti, que había militado en la Alianza Libertadora Nacionalista, una agrupación de corte nazi-fascista y, por tanto, antisemita en la que también militaron Rodolfo Walsh y Rogelio García Lupo. No fue un dato menor, pero, personalmente, creo que nada tiene que ver su antigua militancia, en la que Guillermo Patricio Kelly, proclamaba «haga patria, mate un judío».
En el mes de abril de 1964, las fuerzas militares, dirigida por el general Julio Alsogaray, liquidó militarmente al primer foco guerrillero de la Argentina. La noticia sobre la guerrilla no llegó a ocupar la primera plana de los diarios, pero unos meses más tarde, cuando se hace público la ejecución de Rotblat y Groswald, que los guerrilleros sobrevivientes negaron en principio y atribuyeron, como siempre, a la propaganda del enemigo imperialista.
De esta manera, se conoció, que las únicas bajas que ocasionó la guerrilla del EGP fue la de sus propios camaradas, pero cuya decisión se justificaría en nombre de la sacrosanta revolución y el mandato de un código disciplinario que, cada miembro conocía y que además contemplaba que desertores y traidores debían ser condenados a muerte, una suerte que también les aguardaba a los homosexuales, algo que el Che Guevara, practicó a gusto en Cuba, campos de reclusión mediante.
En el testimonio de Héctor Jouvé sobre la guerrilla del Che en Salta, 40 años después del acontecimiento, en ella Jouvé dio su versión crítica de los hechos. Este testimonio fue publicado en la revista «La Intemperie», en el número 15 de octubre de 2004. La revista «La Intemperie» se publicó entre el 2003 y el 2006, y era originaria de Córdoba, y cuyo director de esta «Revista político-cultural», era Sergio Schmucler.
Héctor Jouvé, en 1968, ya había publicado anteriormente una carta abierta, junto a José Evaristo Méndez, a Ricardo Rojo, desde la cárcel de Salta. La carta del filósofo Oscar del Barco (que en aquel entonces fue parte de la red de apoyo desde Córdoba a la guerrilla), desencadenó una serie de cartas replicando las honestas y valientes expresiones de Oscár del Barco.
Carta abierta a Ricardo Rojo
Los revolucionarios tienen compañeros, no «amigos».
(Carta enviada al periodista Ricardo Rojo por José Evaristo Méndez y Juan Héctor Jouvé desde la cárcel). Salta, Cárcel Penitenciaria, 8 de julio de 1968.
Señor Ricardo Rojo:
Al fin ha llegado a nuestras manos un ejemplar de su libro. Nuestra primera impresión recibida a través de la lectura del resumen aparecido en «Siete Días», se ha visto lamentablemente confirmada.
No pretendemos ahora hacer una crítica formal. En primer lugar, porque no somos críticos literarios; y en segundo lugar porque nuestra preocupación fundamental es otra. Ud. la conoce porque algo de esto hemos hablado en nuestras breves entrevistas. A través de ellas creíamos y Ud. aún lo afirma, que nos movían las mismas inquietudes. Ahora tenemos la certeza de que aquella apreciación nuestra fue errónea. Y como esa certeza surge de la lectura de su libro, analizaremos su contenido en aquellas partes que nos afectan directamente, y en cuanto a su intención general: «Dar a conocer el mensaje personal y político del Che». Lo hacemos porque callarnos significaría complicarnos con la mentira consciente e inconscientemente expresada por Ud.; además, de deslealtad con nuestros compañeros -nuestros hermanos mayores Che y Segundo, Hermes y otros- como así también con nosotros mismos.
No se trata de rendirle honores a nadie. Entre nosotros los honores se rinden de otra manera: haciendo la Revolución. Se trata simplemente de rescatar la verdad; de ubicar a los individuos y a los hechos como realmente fueron; sin subjetivismos deformantes.
Cuando no conocemos algo tratamos de informarnos, pero a falta de información, jamás daremos crédito a las versiones de nuestros enemigos. Ud. parece que sí, y saca conclusiones de la guerrilla en la Argentina. Sobre esto creemos que tenemos indiscutido conocimiento en cuanto a la forma de su constitución; protagonizamos y al pensamiento de su jefe; nuestro Comandante Segundo. Ud., sin duda, tuvo que inventar la historia y para ello se valió de todos los elementos dados por Gendarmería. Porque Ud. jamás comprendió cabalmente una concepción estratégica y mucho menos a los hombres que esta concepción requería. Quiso evitar que el mito sepultara al hombre y terminó sepultando al hombre bajo un mito que lo niega.
La guerrilla en Argentina, es una consecuencia de una línea estratégica global para la Revolución en América Latina. Esta línea estratégica fue concebida por los revolucionarios cubanos hace bastante tiempo. Ya en 1960, el Che tenía esta concepción elaborada y a partir de ella procedió en consecuencia. Masetti, amigo y compañero del Che, no era ajeno a la misma. Pero no sólo la conoció, sino que la emprendió y la abrazó como propia. De aquí a intentar su realización hay un paso. La decisión de hacer; y Masetti tuvo la decisión suficiente.
Ya en 1960 comienza a dar sus primeros pasos. Para entonces sabía muy bien lo que debía hacer. Llegaban además a Cuba en esa época muchos turistas revolucionarios y a través de ellos se conocía la situación general de nuestro país. Algunas tareas de solidaridad revolucionaria (por ejemplo: Guerra de Liberación Argelina) lo distraen momentáneamente de su propósito fundamental. Recién en 1962 se abocó directamente a esta tarea.
No es pues, la renuncia a «Prensa Latina» lo que decide su camino, forma caprichosa de hacer las cosas, sino la consecuencia práctica de una concepción madura. De todos modos, dejaría «Prensa Latina» para concretar su plan. Recordamos algo que siempre nos decía: «Cuidado con los periodistas». Los periodistas profesionales son, ante todo, periodistas: «Para ser revolucionarios hay que sacrificar al periodista». Él antes de renunciar a «Prensa Latina» había sacrificado ya al periodista.
En mayo de 1962, uno de nosotros ingresó al E.G.P. [Ejército Guerrillero de los Pobres] Nuestro conocimiento, es por lo tanto directo; y no de segunda mano o producto de la fantasía.
Inmediatamente después de superada la crisis de Octubre y en el primer vuelo de la «Cubana de aviación», salieron Segundo y cinco compañeros más (de los cuales uno era cubano, Hermes Peña, Capitán) hacia la Argentina. Desde entonces nunca más volvió a Cuba. Nos preguntamos ahora si Segundo poseía el don de la ubicuidad o Ud. miente. ¿Cómo podría Ud. reunirse con Segundo y el Che en 1963 si Segundo ya no estaba allí?
Pero está visto que quien comienza mintiendo necesita seguir mintiendo. En esto evidentemente le hace honor a su maestro el Dr. Frondizi, «sin duda maestro de una generación de políticos jóvenes».
Ya metido en la fábula hay que explicar el nombre de Segundo. Nada más fácil entonces que acudir a Gendarmería. Si hay un Comandante Segundo, tiene que haber un Primero. ¿Y qué otro que el mismo Che pudiera ser el Primero? Argumento infantil y probativo, pero útil a los fines de la reacción. Pero la verdad es esta:
Al ingresar al E.G.P., cada miembro adoptaba un nombre de guerra: y Masetti eligió el de Segundo por el siguiente motivo: el Che que en ese entonces realizaba tareas imprescindibles para la Revolución Cubana, pertenecía en forma «honoraria al E.G.P.», conociéndoselo a este fin con el nombre clave de Martín Fierro, prototipo del gaucho argentino. Masetti eligió el de otro gaucho famoso y Segundo Sombra lo era. Varios de nosotros seguimos el ejemplo. Luego Masetti fue conocido simplemente por «Segundo» y, además, fue, realmente nuestro primero y único Comandante.
Y sigue avanzando en su mentira sorprendiendo a los lectores en su buena fe. Es en el relato de los hechos donde llega a límites increíbles y donde aparece con más claridad su arma fundamental; la misma de los imperialistas y la reacción: la mentira.
Masetti entonces deja de ser un revolucionario, consecuente con su concepción revolucionaria para convertirse en un neurótico prepotente y cruel cuando no sádico. Así mueren inexplicablemente (¿asesinato?) «Pupi» y «Nardo». Entonces el relato alcanza el nivel del melodrama, de la fotonovela. Los supuestos «fusilados» se convierten en mártires que saben morir y Segundo el asesino. Ud. no tiene ni la más remota idea de lo que es moral revolucionaria y es en base a este desconocimiento y sin duda a su propia moral, que logra hacer semejantes trasposiciones de personalidad. ¿De dónde salen semejantes relatos?
También esta vez (¿casualidad?) de la novela de Gendarmería. ¿Y qué más sale de allí? La muerte de Jorge y Hermes. Ud. repite sistemáticamente la novela y nos asombra nuevamente que la repita porque de esto habíamos hablado. Ud. eligió la versión de Gendarmería porque creyó en ella y porque le servía para abonar su propia teoría de la revolución. Dice Gendarmería que Hermes disparó veintiocho tiros de su M2 antes de morir y Jorge cuatro de su revólver 38M.
Nosotros no estuvimos en el lugar de los hechos como para hacer un relato fiel, pero sabemos que la versión es falsa por una razón muy sencilla que dimos a los propios gendarmes. La única arma que Jorge poseía era un revólver S. & W. Colt 38. Este revólver estaba inutilizado desde hacía varios días. Con esa arma no se podía disparar. ¿Por qué Gendarmería dio esa versión? Sencillamente para su propia coherencia. Ellos atacan los procedimientos guerrilleros (emboscadas) pues los consideran actos cobardes e inhumanos. ¿Cómo podrían decir entonces que Jorge y Hermes cayeron en una emboscada tendida por ellos?
Señor Rojo: Si Ud. hubiese conocido a los hombres, habría supuesto mejor. Pero no partió de suposiciones sino de versiones de los enemigos del Che y de la revolución. Así, los hombres de la revolución actúan caprichosamente en su novela por extrañas motivaciones; desplazados de sus funciones por desinteligencias en el campo socialista; despojados de una concepción madura.
La muerte de Masetti y del Che resultan inútiles y aparecen como el grito solitario de tozudos empedernidos abandonados por sus propios compañeros. No son el producto de una concepción nueva de la vida y del hombre a la cual ellos fueron fieles, sino el producto del romanticismo y de las componendas de los países socialistas con el imperialismo. Masetti muere según Ud. por cumplir con el Che y no por una consecuencia revolucionaria.
El Che muere por sus desinteligencias con Fidel. ¡Qué poco conoció Ud. al Che!
Si en nuestro caso se ajustó en su relato al relato de Gendarmería, en el caso del Che repitió la historia de la CIA.
El Che resulta así la víctima propiciatoria de los problemas de Cuba con la URSS y la China. Su llamado de crear uno, dos, tres, muchos Vietnam, no sería el fruto de una concepción estratégica, sino una queja contra soviéticos y chinos, vale decir, expresión de su propia soledad.
En realidad, es un alegato contra los pseudo-revolucionarios y los «amigos» como Ud. A los Vietnam no los tienen que fabricar los soviéticos, ni los chinos, ni los cubanos, sino nosotros, los pueblos que tenemos que hacer nuestra revolución.
Queremos que sepa otra cosa más. Los revolucionarios tienen compañeros no «amigos». Ud. no fue compañero del Che; por eso no puede apreciar su verdadera personalidad. Por compañeros nosotros entendemos un término más alto y más hondo que supera en dimensiones la amistad amiguista de hombres como Ud.
Para terminar, lamentamos que con su deslealtad haya hecho aparecer al Dr. Gustavo Roca y nuestros abogados defensores como infidentes. Esto se llama vulgarmente caradurismo, y a los que lo practican caraduras. Ud. lo es.
Pese a todo, la concepción del Che se ha salvado. Porque todavía hay hombres -y cada día más- que al calor de estos tiempos Latinoamericanos maduran en el amor por sus pueblos y la humanidad. Ellos comprendieron la muerte de muchos héroes como el Che y Segundo como un grito de guerra y un canto de amor; como un llamado a la guerra por el triunfo definitivo del amor entre los seres humanos. Ud. no.
Nosotros los compañeros del Che, de Segundo, de Hermes y de los anónimos revolucionarios que a diario mueren en la lucha por la liberación de sus pueblos, nos apuramos a desenmascarar su mentira rechazando de entrada toda revisión proveniente de los fieles agentes del imperialismo como es ese experto en «Asuntos Latinoamericanos del The New York Times» que tanta gratitud le merece por haberle «revisado» su libro.
Así mismo, la presente, tiene el carácter de Carta Abierta.
Federico Evaristo Méndez – Juan Héctor Jouvé
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Juan Héctor Jouvé, el comunista guevarista, dice: «los honores se rinden de otra manera: haciendo la Revolución», a la luz de los hechos vemos que Jouvé no hizo ninguna revolución, y además defiende una concepción estratégica «porque Ud. Jamás comprendió cabalmente una concepción estratégica y mucho menos a los hombres que esta concepción requería». ¿Qué concepción estratégica? ¿La de fusilar a dos camaradas?
¿Y qué hombres? ¿Los que desertaban, los fusilados, gente sin formación militar, los infiltrados, el pedicuro? Ese fue su mayor logro y ser desbaratados por Gendarmería Nacional, una fuerza que estaba destinada a cuidar las fronteras del contrabando.
En otra parte dirá: «llegaban además a Cuba en esa época muchos turistas revolucionarios…», ahora también, pero en busca de jineteras y jineteros. «Uno de nosotros ingresó al E.G.P. [Ejército Guerrillero de los Pobres]», pensé que diría E. G. del Periodista. «…No son el producto de una concepción nueva de la vida y del hombre a la cual ellos fueron fieles, sino al producto del romanticismo y de las componendas de los países socialistas con el imperialismo».
Obvio que es un romanticismo barato, pero que costó vidas humanas, y no hay una componenda entre países socialistas y el imperialismo, sino una dialéctica de imperios en la cual la pretensión del Che, de Masetti y otros tontos como ellos, jamás entendieron. Así lo certifica en esta frase: «Masetti muere según Ud. Por cumplir con el Che y no por una consecuencia revolucionaria. El Che muere por sus desinteligencias con Fidel. ¡Que poco conoció Ud. al Che!
Fidel Castro, era el único que entendía de política en ese rejunte de facinerosos, y era consciente de la lucha imperial entre la URSS y los Estados Unidos. Y Fidel estaba totalmente subordinado a la URSS, de ella dependía en lo militar y en lo económico. Durante la Guerra Fría, Cuba para la Unión Soviética significó una sangría necesaria, solo superada con la llegada de Hugo Chávez, luego del colapso soviético. Por tanto, la política exterior cubana estaba supeditada al mandato soviético, pero el aventurero del Che, se paseaba por el mundo criticando a la URSS, del cual todos ellos vivían.
El Che coqueteaba con los chinos, jugaba al maoísta, su desastrosa campaña en el África en donde unos negros capangas querían armamento para imponerse sobre otros capangas, y no porque les interesara el materialismo histórico o la lucha de clases. El mismo Che cuentan su vida con los combatientes africanos, cuando se demoraban para salir a patrullar por la selva. Eso se debía a que los capangas estaban recibiendo de mano del chaman una especie de coraza invisible que los haría inmune a las balas.
Mientras tanto, Fidel, era tirado de las orejas por los rusos que estaban hartos de las declaraciones del Che. Es así que al regresar de su periplo africano queda detenido en la zona del aeropuerto, ni la intercesión de Raúl Castro rendía efecto, el Che le lloraba e imploraba a Fidel que no lo limpiara, ahí se le ocurrió mandarlo a otro lado, para sacárselo de encima. Por eso fue a parar a Bolivia y el resto ya es historia.
A Jouvé no se le ocurrió pensar, que cuando estaban en Praga, como cuenta Ciro Bustos, lo cubanos miraban para otro lado y daban largas al asunto. Es obvio, que Fidel así lo decidía. En algún lado se dice que Masetti no fue cesado de Prensa Latina en favor del Partido Comunista, ya que este recién sería fundado en 1965, es cierto, pero fue por el Partido Socialista Popular, que entonces tenía la bendición de la URSS. ¿Además, alguien puede creer que, en ese entonces, había gente con mayor poder que Fidel? A Masetti lo corrieron por orden de la URSS, no querían loquitos (incluido el Che) revolucionarios a la izquierda de la revolución.
En el 2015, Héctor Jouvé dará una entrevista a la revista partidaria El Sur, y en ella sostiene otra cosa:
«—Hubo varias personas de Bell Ville que se incorporaron a la guerrilla.
—Si, algunos subieron, pero bajaron al poco tiempo, eran muy jovencitos. Uno ya murió. El “chiquito” Sosa. Los otros eran el colorado Clerk y el “fatiga” Moyano. Ciro Bustos hace este contacto y le dice que si estábamos interesados fuéramos a ver a la gente de la revista Pasado y Presente. Yo estaba muy cerca del Pancho Aricó y Oscar Del Barco. Armamos una reunión con Ciro, que estaba apurado porque había un grupo chico en Bolivia y quería incorporar gente rápido. Preguntó “quién sube” y le dije que yo, los otros no quisieron. Fui el único que decidió subir (al monte) en esa reunión.»
«—¿Usted fue uno de los primeros en sumarse al grupo que venía de Argelia?
—Claro. Estaba el flaco Méndez, Ciro Bustos, Hermes Peña, un médico que después dijo que no podía seguir porque tenía una enfermedad, Leonardo Werstein, aunque no parecía tener nada. Estaba el “surubí” Stachiotti, que era mecánico. Al día siguiente establecimos una contraseña: me dijo lo que esperaba que me dijera y partimos. Pasamos a Bermejo.»
«—¿Cómo fue el recibimiento en la finca?
—Empezamos a charlar. Contamos un poco la historia de cada uno, cómo veíamos la cosa. No se planteaban muchas discusiones, aunque algunas hubo. Con Masetti tuvimos diferencias porque yo apoyaba el movimiento de curas del Tercer Mundo y él les tenía desconfianza. Me acuerdo que yo plantee el tema de la coexistencia pacífica y él me dijo que me callara la boca porque estaba alentando posiciones estratégicas de los otros. “Pero entonces vos no sabés lo que son los curas del Tercer Mundo”, le dije. “Sin son curas son de otro mundo, no del tercer mundo”, me contestó. Y no discutimos más. Todos estaban de acuerdo con Masetti. Después tuvimos otras diferencias, pero no me acuerdo por qué tema era… Era raro Masetti en algunos casos…
—Hay muchos retratos de Masetti: que era autoritario, carismático, temperamental, ciclotímico, inteligente, caprichoso…
—Era ciclotímico, sí. Y era muy inteligente. Tenía muchas relaciones en Argentina, sobre todo en los medios (de comunicación), porque había trabajado en radio El Mundo. Pero sí, era ciclotímico: de pronto estaba eufórico y era bárbaro y podías hablar en serio de todos los temas, y de pronto estaba ensimismado o discutía en malos términos.»
«—No cumplir con la movilidad exigida por la guerrilla, ¿era decisión de Masetti?
—Hablaba mucho con Hermes. Yo le decía que había que ayudar a los chicos a que pisaran las piedras, no el barro, porque el barro deja huellas. “Si, sí, pero vamos a explorar”, me decía Hermes. Así que en el campamento estábamos muy poco. Hermes era muy rápido, muy tenaz. Era muy buen tipo. Pero tenía toda esa formación verticalista y el Comandante era el Comandante.
—¿Serguera discutió con Masetti por la posibilidad de abrir un frente guerrillero en Tucumán?
—Si, Papi había entrenado a la gente del vasco Bengoechea, que después les explotó una bomba en un departamento de Buenos Aires. Papi le dijo a Masetti que él iría como jefe del grupo y me ofreció a mí ir como responsable político. “Acá el único comandante soy yo”, le contestó Masetti. Eso sucedió cuando estábamos en Colonia Santa Rosa, más o menos el 20 de octubre, que ya estábamos en la zona de Aguas Negras.
—¿Cuál era el plan de operaciones de la guerrilla?
—No había un plan concreto, había que hacer contacto con la gente del lugar para facilitar el aprovisionamiento de víveres.»
«—¿Qué funciones cumplía cada uno?
—Yo era el comisario político. Traducía y emitía mensajes, hablaba con los compañeros. Era de alguna forma el nexo de Masetti con el resto. Él se enamoraba de alguno y lo tenía en lo más alto. Y yo que bajé 20 veces del monte, con 40 grados de calor, era el que me iba a escapar en cualquier momento, el posible desertor. En cambio, el “Pirincho” (Bengochea), como el padre tenía un velero en Buenos Aires y había un depósito de armas en Uruguay, dijo que lo iría a buscar y aprovechó el viaje para irse a la mierda, para desertar.»
«—Eran intelectuales. No hubo contacto con dirigentes obreros.
—Con Armando Coria hubo contactos. Eran las cosas que yo cuestionaba. Yo le dije a Masetti que podía cumplir una función muy importante en la ciudad por sus contactos políticos y me contestó “ah lo que pasa es que vos te querés rajar”. Era muy terco. Y no escuchaba a nadie. A la sierra subió Del Barco y Pancho Aricó y discutieron con Masetti. Esto fue antes de diciembre, estábamos todavía en la “pista de pruebas”. Yo le plantee a Masetti que bajara y que nosotros haríamos cosas como civiles para relacionarnos con la gente. Yo veía que lo que estábamos haciendo era absolutamente inviable. No habíamos hecho prácticamente nada en la zona. El único tipo al que le dimos un revolver, Wenceslao, tenía ascendiente sobre la gente de esa pequeña comunidad. Fue un contacto importante, pero era minúsculo. Con eso no se podía hacer nada. No había un trabajo previo para vincularse con grupos más numerosos para hacer cosas.
—¿Por qué siguió si veía que la guerrilla no iba a funcionar?
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Yo había asumido una responsabilidad y la tenía que cumplir hasta el final.
—Cuando cae el grupo, ¿estaban próximos a entrar en combate?
—El 18 de marzo, a un año de que Framini ganara las elecciones en la provincia de Buenos Aires y se las robaran, íbamos a hacer una operación militar en Yuto, que era una población chica pero que seguramente iba a tener repercusión nacional. Pero no se pudo.
—¿Qué cree que pasó con Masetti?
—Masetti tenía una lesión en la columna lumbar, creo que producto de un rebote de bala en Argelia. Y quedó medio jodido. Por eso llevaba una mochila mucho más liviana. Y se empezó a poner mal. Por eso nos mandó a bajar a nosotros y él se quedó con el chico Altamira, que también estaba muy mal. Mirá, Masetti estaba tan mal que cuando íbamos subiendo sentimos que había dos pavas del monte en un árbol. Las fuimos siguiendo. Masetti le erró dos tiros. Las seguimos a otro árbol y volvió a errar. “Dejame que le tiro yo”, le dije. “No, no, no, yo les tiro”, insistió. Era así Masetti. Era un tipo brillante, pero tenía sus momentos. Brillante en el sentido de sus discursos políticos, contaba anécdotas, cantaba tangos. Por momentos era fantástico, era un jefe en serio. Pero por momentos se le salía la cadena y era otra cosa.
—¿Tenía una buena formación militar?
—No. A tal punto que yo no lo vi nunca como comandante. Aceptó por ejemplo que no hubiera disciplina para caminar en lugares donde no hay que dejar huella.
—¿Por qué era tan estricto el código militar del EGP?
—Porque en Cuba decían que había que galvanizar a los combatientes. Si había algún homosexual creo que también había que fusilarlo. Era calcado del código que usaba la guerrilla en Cuba. Camilos Cienfuegos y el Che fusilaron a unos cuantos.
—¿Qué cambió después del fusilamiento de “Pupi”?
—Yo me opuse. Estaban mi hermano y el Gringo Canelo. Yo no participé del tribunal y me negué a darle el tiro de gracia. “Si desobedecés te voy a fusilar a vos también”, me dijo Masetti. “Hacé lo que quieras”, le contesté.
—¿Hubo un pacto de silencio en torno a los fusilamientos?
—Yo no vi ninguna mejora en el grupo. Eso llevó a “Pirincho” también a desertar. Los que estábamos sabíamos lo que había pasado. Igual que en el segundo fusilamiento, donde yo oficio de defensor de Groswald. Lo matan al pedo, porque no había ningún elemento para fusilarlo. Se masturbaba y hacía retrasar la columna. Es cierto que la elección de ese muchacho fue una estupidez supina. Un chango que era miope, ¡pero miope miope! Y que tenía pie plano.
—¿Quién seleccionaba la gente que subía al monte?
—Canelo, Bustos…, mi hermano era uno de los que seleccionaban y lo llevó a Groswald. Casi lo mandan al rengo (Benjamín) Elkin. Hacían subir gente al pedo.
—¿Después de los fusilamientos cambió el criterio?
—Dejaron ir mucha gente.
—¿Por qué entonces fueron tan rigurosos con “Pupi” y “Nardo”?
—Fue caprichoso. Era como que si hacías eso el grupo iba a funcionar mejor. No porque el otro afectara al grupo, sino porque había que cuidarse de eso también. Era mandar un mensaje para un lado y para el otro, se tenía la idea de que, si fusilabas a uno, el resto cambiaría y le pondría más pilas a la cosa. Ninguno de los que fusilaron era combatiente, eran aspirantes. Y tenían dificultades físicas para desplazarse al ritmo de la columna.»
Carta de Oscár del Barco a Sergio Schmucler, director de la revista «La Intemperie».
Señor Sergio Schmucler:
Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó «ejército guerrillero del pueblo». Al leer como Jouvé relata sucinta y claramente el asesinato de Adolfo-Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo había asesinado. Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo.
Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay «causas» ni «ideales» que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad antes los seres queridos, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar «absolutamente otro». Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia.
Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún «ideal» que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos.
En este sentido podría reconsiderarse la llamada teoría de los «dos demonios», si por «demonio» entendemos al que mata, al que tortura, al que hace sufrir intencionalmente. Si no existen «buenos» que sí pueden asesinar y «malos» que no pueden asesinar, ¿en qué se funda el presunto «derecho» a matar? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? Si uno mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia. Siempre los asesinos, tanto de un lado como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya, aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente.
Más aún. Creo que parte del fracaso de los movimientos «revolucionarios» que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoeslavia, China, Corea, Cuba etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las «revoluciones» fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que también al menos ese «comunismo» nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.
Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.
Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de contrición y pedir perdón. El camino no es el de «tapar» como dice Juan Gelman, porque eso -agrega- «es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano». Es cierto. Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron «condenados» a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad. No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad «nuestra». Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así «tapa» la realidad?
Gelman y yo fuimos partidarios del comunismo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado «socialismo real». ¿No sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros? Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el Informe-Kruschov denunciara los «crímenes de Stalin». Esto implica responsabilidades.
También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la organización armada). Los otros mataban, pero los «nuestros» también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la «verdad» y la «justicia». Pero la verdad y la justicia deben ser para todos. Habrá quienes digan que mi razonamiento, pero este no es un razonamiento sino una constricción, es el mismo que el de la derecha, que el de los Neustad y los Grondona. No creo que sea un argumento. Es otra manera de «tapar» lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el «imperialismo». Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del «no matar» y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los «nuestros» secuestraron y mataron. Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes. Pero Santucho, Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo somos. De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió. Esta es la base, dice Gelman, de la salvación. Yo también lo creo.
Lo saludo.
Oscar del Barco.
En la carta de Oscar del Barco, se muestra la decepción, el desencanto, la culpa, por no respetar el mandato «no matarás», y de allí a la acusación de asesinos seriales a Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Castro, Guevara, y que también sería la explicación (en parte) del fracaso de los movimientos revolucionarios. Pero la cosa no queda ahí, se extiende al EGP, Montoneros, el ERP, a Jouvé, el último guevarista, o a Juan Gelman, el poeta armado, o el «poeta-mártir» como lo llama del Barco. Los acusa de una moral distorsionada.
Según mi opinión, el filosofo Barco comete un error filosófico, no se pueden mesclar las esencias. No se debe plantear una lucha por el poder político (porque hay muchas especies de Poder) desde una visión ética o desde una visión moral (ética y moral no son lo mismo), vivimos en Estados, el mundo realmente existente está repartido en Estados, y en un Estado lo que rige es la política, que está sobre lo ético y sobre lo moral. Eso repetía Castellani «primero política». La ética tiene que ver con lo individual, con el individuo, por eso su alcance es universal.
En cambio, la moral, que viene de mores=costumbres, su alcance está circunscripto a un grupo determinado y dentro de un Estado hay una gran cantidad de grupos, ya sean étnicos, religiosos, culturales, incluso legales o ilegales. La mafia tiene se moral que está dirigida a la fortaleza del grupo, por ello se castiga la delación. Lo mismo el EGP o Montoneros, tienen su propia moral, que sea buena o mala, eso es otro cantar.
Pero las luchas y muertes políticas no se pueden juzgar desde lo individual, porque esta tiene que ver con la totalidad de la sociedad política. Es legítimo y válido juzgar desde lo ético, pero eso sólo atañe a mi persona. Si lo ético estuviera sobre lo demás y el no matar fuera el principio supremo, se iría al demonio el principio de legítima defensa, tampoco podrían actuar los policías, y los ejércitos deberían desaparecer.
Y si ellos desaparecen, tendremos la ley de la selva y quedaremos a merced de las bandas con su propia moral. Si un criminal intenta matar a mi hijo, sería estúpido que me ponga a filosofar sobre el «no matar». Un Estado sin policías o ejércitos, eso sólo es posible en un mundo angelical, pero como bien lo decía Aristóteles, el hombre no es un dios ni una bestia, y por ello necesita vivir en la polis.
Los Estados pueden y deben mandar a matar y por lo mismo a morir, a miles de soldados, para mantener o recuperar su eutaxia, y de hecho lo hacen. Eso no significa que salgan a matar o envíen a morir a los ciudadanos por cualquier cosa. También tienen establecida la pena máxima y la ejecución por traición a la Patria. La carta escrita por Christian Ferrer, en cierta medida es una respuesta a los que respondieron a la valiente carta, más allá de sus errores, de Oscar del Barco, que puso el dedo en la llaga en una cuestión que la izquierda nunca quiso considerar, y solo se escudan en nombre de la necesidad histórica, no es necesario agregar nada. Hubo también otros ex guerrilleros que hicieron una autocrítica.
Extractos de la carta de Christian Ferrer, al director de la revista.
«Sin embargo, en varias de las respuestas a la carta de Oscar del Barco publicada a fines del año pasado en La Intemperie no sólo se evoca a las muertes causadas en el pasado en nombre de ideas de izquierda como “históricamente necesarias” sino que, además, se legitiman en forma antedatada a las ejecuciones que pudieran ocurrir en el camino a un porvenir redimido, y eso porque las “leyes” de la historia así lo reclamarían. Esta pretensión no transmite solamente una filosofía de la historia; mucho más alarmante es esta sombría prédica de la muerte ajena para el futuro, acto que solo a las víctimas, o a sus representantes, les sería lícito cometer. Como ese acontecimiento es de concreción improbable en la Argentina, la discusión concierne, más bien, a la historia y la ética de la izquierda. Se diría que los millones y millones de asesinados en los campos de concentración soviéticos, bajo Lenin y bajo Stalin, habrían bastado para exigir de quienes difundieron esas ideas, o que aún las difunden, un acto de contrición del pensamiento; o bien el millón y medio de sacrificados por el comunismo camboyano hace apenas tres décadas; o bien los cientos y cientos de fusilados y torturados en las cárceles de Albania o de Cuba en nombre de la inmunización de sus respectivos regímenes; o al menos habría bastado el asesinato de esos dos muchachos del Ejército Guerrillero del Pueblo en el norte argentino. Pero no. Aparentemente “la historia” requiere más. ¿Qué más? ¿Acaso la toma de partido por las víctimas es el principio ético innegociable que habilita el derramamiento de sangre? El apotegma “Yo, por haber optado por los oprimidos, soy bueno, y por lo tanto mi contrario es malo”, es una presunción infantil».
«Se dice en una de las réplicas que la “toma del poder” es la bisagra necesaria que posibilitará cambiar la historia. Pero entiendo que la carta de Oscar del Barco supone poner en cuestión el hecho mismo de la “acumulación y toma del poder”, por causa de sus consecuencias fratricidas. La experiencia histórica conocida permite pronosticar que los muertos eventuales de ese futuro redimido no serán únicamente aquellos en quienes se exterminaría, además, “el emblema y la función del poder” del antiguo régimen, sino también los propios, cuando sus actos resulten impropios. Así, quienes alguna vez liquidaron a un zar se la tomaron inmediatamente contra el ala izquierda de su bando, y la exterminaron; enseguida la guadaña se descargó contra los antiguos miembros de la propia facción, que fueron despanzurrados; y al fin siguió el turno de cualquiera que tuviera cara de contrarrevolucionario, y entonces se colmaron las cárceles, pues a esos siempre se los encuentra por miles, incluso por millones. Son escenas que suceden una y otra vez en los vértices de las pirámides, señaladas a veces por el recurso a la zancadilla y otras por el del puñal. Se dice también en esas contestaciones que no existen valores fuera de la historia. Cabe agregar que tampoco existen fuera del cuerpo y el alma de quienes los encarnan. En otras palabras, cada uno es responsable del daño hecho a otros, y aquel que diluye esa responsabilidad en la “historia” se está amnistiando a sí mismo por adelantado, así como también indulta a quienes debería concernirles la inevitable deliberación ética posterior a los hechos sucedidos. Caín se andaba con menos vueltas a la hora de dar la cara: “¿Acaso mi hermano está a mi cuidado?”.»
«Esas respuestas evidencian un pobre aprendizaje de la experiencia revolucionaria, como si las erratas históricas cometidas en las diversas “tomas de poder” sucedidas en el siglo XX solo interesaran a modo de correctivos, en función de serles restadas sus “ineficacias” -sectarismos, errores, voluntarismos, excesos, reduccionismos, vanguardismos- para la próxima vez. Eso se desprende de los calificativos con que se interpreta lo ocurrido al proyecto de las organizaciones de izquierda en los años setenta: “derrota” y “fracaso”, que se oponen necesariamente a su triunfo y éxito no logrados: ¿Y si se hubiese triunfado? ¿Habría valido ese acontecimiento como prueba de la bondad del proyecto y de los medios a los que se recurrió para llevarlo a cabo? ¿Firmenich habría terminado siendo el mandamás del país y Galimberti su jefe de policía? Era una de las posibilidades que traía aparejada la “victoria”. ¿Tan defendible era ese proyecto? En caso de victoria, los propios refutadores de Oscar del Barco podrían haber tenido que optar por el bando de los asesinos o el de los asesinados, si es que su edad se los hubiera exigido. León Trotsky, Ahmed Ben Bella y Camilo Cienfuegos así lo supieron. En fin, lo que está en discusión es la legitimidad de la existencia de la izquierda si es que sus predicadores no remueven las viejas certezas, una de las cuales supone que hay personas en el mundo a las que es lícito matar, sean ellos enemigos, subordinados, antiguos aliados, descontentos y así hasta llegar a los indiferentes y los tibios.
Los autores de esas respuestas no parecen haber reflexionado mucho acerca del fundamentalismo historicista que oponen al así llamado “fundamentalismo místico” que estaría implícito en la carta de Oscar del Barco. Abundan -y abultan- los dogmas de fe sociológicos: “la complejidad de las contingencias históricas”, “el marco ideológico, político, social”, “las lógicas concretas de la historia humana”, “los procesos históricos concretos”, y en alguna respuesta incluso se explica a la violencia humana como “una situación social de causa-efecto”, rebajando de este modo a la ética al rango de perro de Pavlov. Pocas veces he leído justificaciones más jergosas del acto de matar, declamadas como si fueran hechos positivistas y no posibles supersticiones modernas, al igual que lo son las concepciones de historia y tiempo que parecen estar implícitas en las objeciones antepuestas a Oscar del Barco. Son, por repetidas, trivialidades sociológicas aprendidas en segundo año de humanidades o en manuales ideológicos, difícilmente en la confrontación con las “condiciones reales de existencia humana” pues en ellas esos conceptos repetidos como si fuesen verdades autoevidentes, y no demasiado distintas de las reveladas, deberían ser confrontados contra sí mismos, o bien ser aceptados como lo que son, mitos conceptuales que, en tanto justifican el asesinato, revelan su uso bestial. La guerra -el medio ambiente de la “acumulación de poder”- fanatiza y embrutece el alma, sin exceptuar el alma y la conciencia de los más esclarecidos. Ojalá que a los hombres del futuro todo esto les resulte poco menos que jeroglíficos, solo pertinentes para los académicos que se interesen por la historia de estas ideas, así como hoy ya hay quienes se ocupan de descifrar, analizar y disecar las siglas que las promovieron».
«Por cierto, existe gente que disfruta de matar, así como hay otros que sólo gustan de mostrarse violentos, y en los momentos febriles de la historia ambos tipos de personajes suelen acoplarse a los procesos acelerados de cambio social, sin excluir las revoluciones. Son personas que, en el fondo, no necesitan manifestar que han ejecutado “trágicamente” a alguien en nombre de una idea o de la “historia”. En cambio, en una respuesta a Oscar del Barco se dice que, para un revolucionario, la ejercitación de violencia fatal sobre otro supone la asunción de una “conciencia trágica”. Presuponemos que se refiere a la tragedia del ejecutador, no a la del ejecutado. Pero, justamente, quien asume la condición trágica del acto de matar a otro no puede escudarse en los dioses, la historia, la familia o lo que sea: esa persona está absolutamente sola junto al acto cometido y no puede hacer conciencia de lo ocurrido más que desde sí mismo, bien para justificarse, bien para incomprender lo hecho, bien para realizar un acto de contrición. En cambio, la muerte ajena provocada por motivos de fundamentalismo historicista sólo admite esta pequeña queja: “¡qué lástima que sea históricamente necesario hacer algo tan feo!”. Es curiosa la ausencia total de la palabra asesinato en las refutaciones enviadas -abundante en cambio en la carta de Oscar del Barco- como si el exterminio de otro pudiera ser amortizado a título de equivocación funesta o de efecto no-querido de la lógica social. Pero las ejecuciones no son errores. Suelen estar precedidas de larga premeditación. En vista de la gravedad de estos temas, no es comprensible que algunos se lamenten por el lenguaje al que recurrió Oscar del Barco. En ese tono de furia santa está contenida la voz tronante de los viejos profetas revolucionarios, que solían llamar a las cosas por su nombre. A lo largo de la historia humana ya demasiada gente ha sido pasada a degüello, y no hay disculpa legítima para una redención de los sufrientes si se pretende, por anticipado, justificar unas cuantas muertes más. Porque nunca le llega el turno al último. Siempre hay uno más».
Lo saluda a usted.
Christian Ferrer
15 de abril de 2013.
Jorge Leis.
Jorge Leis en la actualidad es licenciado en Ciencias Sociales, máster en Ciencias Políticas y doctor en Filosofía. Héctor Leis comienza en su libro: «Un testamento de los años 70. Terrorismo, política y verdad en la Argentina» (Katz, 2013) y lo hace con datos autobiográficos que constituyen una declaración de fe: “Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui militante comunista y peronista. Esta experiencia me llevó a participar en la lucha armada. Estuve un año y medio en la cárcel, fui amnistiado en 1973. Fui combatiente de los Montoneros hasta el final de 1976”.
En este Testamento, Leis expresa los puntos fundamentales de su pensamiento. Para Leis, es un desprendimiento de la escritura de sus memorias, urgido por debatir sobre los ’70, a causa del nefasto relato kirchnerista.
—Encuentro en tu trabajo algo más profundo que lo que generó Del Barco con aquella carta que mandó a la revista “La Intemperie”, porque llegás a reivindicar como antecedente importante a un libro que siempre fue repudiado, desde su primera edición hasta hoy: “Montoneros, la soberbia armada” (1984), de Pablo Giussani.
—Héctor Schmucler y Oscar del Barco me ayudaron mucho, ellos comenzaron debates fundamentales. Sin duda, el tiempo me ha permitido incorporar nuevos elementos, pero no me gusta pensar en términos de contribuciones más profundas que otras. Todos los autores que hicieron ejercicio de un pensamiento crítico sobre aquellos años suman de una forma imposible de saber quién es más importante. Con Giussani, el problema fue que la lectura de su libro se superpuso a la del Nunca Más de la Conadep. Ante tanto sufrimiento de las víctimas, no había lugar para registrar lecturas críticas de la guerrilla. Pero Giussani fue uno de los primeros en denunciar el contenido fascista de los Montoneros. Él percibió tempranamente que se habían apropiado de ideas socialistas para fines fascistas.
—Un par de afirmaciones tuyas: Montoneros fue la organización guerrillera más terrorista de la región y el asesinato de Rucci fue el mayor acto terrorista de los ’70; con todo, fue la que tuvo el mayor apoyo popular. ¿Cómo se explica esto, que bien puede ser una paradoja?
—Te agradezco la pregunta. Me permite hablar sobre la perversión de la cultura política argentina, que valoriza más la violencia que la palabra. La admiración argentina por la violencia viene de la época de las guerras civiles entre unitarios y federales. En el siglo 20, se encarnó por igual en importantes a sectores de los militares, del peronismo y de la izquierda (en ese orden). La intervención de todos ellos en los ’70 es demostrativa del uso compartido de la violencia ilegal. A pesar de eso, disfrutaron de popularidad. La del peronismo y la izquierda continúan; la de los militares, no. A las nuevas generaciones les puede parecer increíble esto último, por eso es bueno que sepan que todos los golpes militares en Argentina, desde Uriburu en 1930 hasta Videla en 1976, tuvieron apoyo popular, así como los grupos guerrilleros en los ’70. Después de que la sociedad tomara conciencia del terror salvaje y del alto número de víctimas producidos en los ’70, principal pero no exclusivamente por los militares, esta cultura de la violencia fue atenuándose, pero nunca desapareció. No veo entonces ninguna paradoja en tu pregunta, los Montoneros construyeron su popularidad, precisamente, en el culto a la violencia.
—Un punto clave de tu diagnóstico es el asunto de la memoria mal resuelta. No sólo porque podría generar a futuro nuevos hechos de violencia, sino porque se asienta sobre una doble falta. Te cito: “Los militares dicen que no hicieron lo que hicieron, los revolucionarios dicen haber hecho otra cosa de la que hicieron”.
—La memoria se empobrece y falsifica cuando no se pone al servicio de la verdad y la reconciliación, sino de la continuación del conflicto. Los principales participantes de la guerra de los ’70, sean militares o guerrilleros, condenados o amnistiados, continúan por igual deseando la guerra y no la paz, la venganza y no la reconciliación. No es de extrañar, entonces, que no puedan confesar lo que hicieron y ponerse al servicio de la verdad. En cualquier cultura o época histórica, los que pretenden continuar y exacerbar los conflictos del pasado son siempre ángeles caídos, demonios disfrazados de ángeles que se amparan en sus víctimas para continuar matando y dividiendo a la comunidad.
Entiendo que cada persona tome posición por una ideología determinada e incluso que salga a combatir por ella, pero lo inaceptable es que estos mismos personajes, una vez derrotados, ya no solo por las fuerzas del Estado al que querían someter para sus planes internacionalistas proletarios, sino que la misma Historia, los puso en su lugar.
Parece que la «necesidad histórica» de manera caprichosa cambió de rumbo y dirigió a las izquierdas al desván de la historia, tanto es así, que ni China es comunista (salvo para Armesilla Conde), en China que se benefició y fue parte del neoliberalismo económico, por segundo y durante las 24 horas, produce plus valía y, además, es el mayor país del mundo con mayor cantidad de multimillonarios, superando a la India y Estados Unidos juntos.
Pero no se puede aceptar que estos perdedores hablen de gloria, de honor y se inventen proezas y se pongan a llorar, lo que no pudieron lograr por las armas, camino que ellos eligieron. Y encima, aprovechando la hedionda y nauseabunda ideología peronista-izquierdista de los Kirchner, cobren dinero del Estado de un Estado al cual quisieron someterlo a los planes del marxismo y arruinarlos, porque ese fue el fin de todos los lugares donde posaron sus garras.
Sin embargo, no pagaron a las víctimas de las guerrillas, pero a ese punto ya llegaremos más adelante. Lo hipócrita de estos es que la organización y las reglas del EGP se contradecían con el proyecto de sociedad que prometían.
1 de diciembre de 2023.