Guerra Civil Secesionista en el Imperio Español. -1808 a 1826-
Ricardo Veisaga
Introducción
La historia la escriben…los historiadores, verdad de Perogrullo. Sin embargo, existe una afirmación que se repite constantemente como si fuese una verdad divina, y en realidad no es más que un tópico: «la historia la escriben los vencedores». Con esto quieren decir que los que salieron victoriosos de una contienda tienen el poder para escribir lo que ellos quieran del pasado y poder controlar el presente.
Lo que realmente hacen los vencedores es construir la historia, la tarea de escribir será de los escribas, de los llamados historiadores. En una discusión acalorada alguien podría preguntar: ¿Por qué tienen que escribir la historia los perdedores? Lo que daría lugar a la inmediata afirmación completando la pregunta: «la historia la escriben los vencedores y tienen el “derecho” porque ganaron».
¿Por qué deberían escribirla los perdedores, en virtud de qué? Pero lo cierto es que también los perdedores escriben la historia. Mejor dicho, escriben su historia, tienen su propio relato, falsifican la historia, la tergiversan, pero no hacen o construyen la historia. Actúan no en virtud de la fuerza sino de la debilidad. El motor de la historia no es privilegio de los perdedores.
Tampoco se tiene en cuenta que el vencedor de una determinada época, en unas décadas después pueda ser el vencido en el terreno ideológico, porque se impondrá la historia tal como la conciben sus oponentes. Pero jamás podrán alterar la historia, no se puede regresar en el tiempo, podrán tener éxitos efímeros ya sea engañando o confundiendo a la gente.
Las nuevas generaciones de historiadores que adoptan una determinada ideología, verán los hechos históricos desde esa particular visión ideológica. Desde una óptica que nunca será neutral, siempre actuaran influenciados por una ideología y cuando no, son simplemente movidos por la venganza o el revanchismo.
Durante la «Guerra fría», originado por el enfrentamiento entre el Este y el Oeste, entre el bloque socialista y el capitalista, entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En Sudamérica una de las regiones involucradas en esa lucha imperial, en la casi totalidad de los países involucrados, las fuerzas armadas derrotaron militarmente a los grupos de izquierda.
Algunos de esos gobiernos eran semi dirigidos directamente por los Estados Unidos, pero otros actuaron aun en contra de los Estados Unidos, simplemente porque eran enemigos del marxismo. Terminada la Guerra Fría tras el derrumbe de la Unión Soviética, en hispanoamerica se dio paso a regímenes democráticos.
Las izquierdas desarmadas y derrotadas en diversos lugares del mundo, llegaran al poder mediante la vía de los partidos políticos ya existentes o con nuevos partidos creados para alcanzar tal fin. Una vez en el poder trataron de imponer su narrativa por todos los medios. Se inventarán la llamada «memoria histórica» que no es otra cosa que la venganza de los vencidos.
Cuando el imperio español llegó a lo que a posteriori se llamará América, también fueron escribiendo la historia de como fue el descubrimiento a su modo y la conquista del nuevo continente. ¿Existía otro modo? Y la escribieron, entre otras cosas, porque eran poseedores de la escritura, el signo determinante de una civilización.
Una de las tesis de Gustavo Bueno Martínez en torno a la cuestión de la relación entre Etnología e Historia afirma que: si no tenemos documentos escritos de las sociedades bárbaras es porque éstas no tienen historia.
Las sociedades prepolíticas no tienen historia, y en la actualidad hay que considerar acabadas las sociedades prepolíticas. Las culturas históricas son muy distintas a las prehistóricas o ágrafas (sin escritura), pues la historia empieza con la escritura que permite el establecimiento de relaciones simétricas, transitivas y reflexivas.
Los pueblos sin Estado, se puede decir en este sentido, desde la perspectiva de esta hipótesis no tienen historia. Es necesario decir, que la sociedad política aparece cuando los componentes políticos de las sociedades prepolíticas se desarrollan por anamórfosis.
Toda sociedad política es la que supera el estadio del salvajismo, y por lo mismo es histórica y dotada de escritura; y poseedora de una fuerte organización jerárquica y gestora. Digamos que los vencedores tienen una amplia bibliografía sobre los vencidos, y en las crónicas de los españoles hay también autocríticas o informaciones que se pueden interpretar desde otra perspectiva.
También existen fuentes históricas que emanan de los vencidos, aunque no muchas. Si es verdad aquello de que la historia solamente la escriben los vencedores, creo que deberíamos preguntarnos, como es posible que se haya permitido conocer la imponente «Historia de las Indias», de fray Bartolomé de las Casas, un religioso hispano que se puso del lado de los vencidos.
Terminada la guerra civil española en 1939, comenzó un enfrentamiento en el bando de los vencidos, entre socialistas, comunistas y anarquistas, culpándose mutuamente de la derrota y la caída de la República. A decir verdad, el enfrentamiento ya se había producido con gran intensidad durante la guerra en el mismo bando.
El general Francisco Franco fue el vencedor de la guerra, pero durante el exilio el bando perdedor pudo escribir y dejar numerosos testimonios de la guerra según su propia ideología, e igualmente se podía acceder a versiones distintas (no digo verdaderas) a la de los vencedores.
Y qué decir de las últimas décadas, luego de la muerte de Franco, las generaciones que le sucedieron portadoras de otra ideología, no solo tuvieron la libertad para divulgar sus opiniones sino de querer imponerlas a como dé lugar. No hay que olvidar que muchas veces los vencidos suelen imponer su propia versión. Un ejemplo de ello es Napoleón Bonaparte.
Napoleón tuvo que abdicar dos veces, y finalmente fue derrotado por sus enemigos y tuvo que marchar al destierro a la isla de Santa Elena, lugar donde moriría. El conde de Las Cases, Emmanuel-Augustin-Dieudonné-Joseph, es la persona que rememora la última conversación de Napoleón Bonaparte en Santa Elena. El conde es el autor del libro intitulado «Memorial de Santa Elena».
En ella Napoleón Bonaparte compartió sus memorias de forma intencionada, con el fin de acceder a una posteridad gloriosa. Dirá sobre este episodio Adam Zamoyski:
«…e incluso los poetas británicos como Shelley, todos estaban consternados por su caída de alguna manera, al menos emocionalmente, y así se convirtió en una especie de símbolo y que él, por supuesto, entonces él tiene su gran momento de grandeza que es cuando está en Santa Elena, donde finalmente gana su batalla contra los británicos, donde los convierte en el epítome absoluto de la maldad mezquina y consigo mismo en una especie de mártir semejante a Cristo».
El Memorial de Santa Elena, fue publicado en 1823 y se convertirá en una especie de la biblia del napoleonismo para los bonapartistas porque tendrá un impacto político muy importante. Si bien es cierto que el Memorial no es el mayor bestseller del siglo XIX, pero es agregado a la lista de los más vendidos durante cinco años entre 1825 y 1830. El hijo de Las Cases escribió en 1844 que habían vendido 44.000 ejemplares, y esa cifra es enorme para el siglo XIX. El Memorial consta de ocho volúmenes y su precio no era muy accesible.
El Memorial, es una especie de gran conversación con Napoleón a lo largo de miles de páginas, y lo principal es que Napoleón se da a sí mismo la personalidad de un liberal. De un hombre que quería traer la igualdad y la libertad, y que en realidad era el mesías de la Revolución; por eso tuvo un impacto político, al decir que él era algo distinto al régimen de la Restauración, incluso después de la Monarquía de Julio.
Bonaparte, pretendía, por supuesto, ser cualquier cosa menos un testigo veraz, en el Memorial el único rastro que hay es del héroe. No pasaría mucho tiempo para que los jóvenes románticos hagan suya esta visión idealizada de los sucesos. Napoleón se encargó de que su personaje apareciera iluminado bajo la luz más apropiada, esta es una forma en la que la historia la cuentan los perdedores.
Hay una tendencia, digamos que, psicologista; de sacralizar las voces de los vencidos solo por el hecho de ser vencidos. Por ese camino se puede llegar a considerar que cualquier vencido es poseedor de cierta superioridad moral y de veracidad. Una idea estúpida, romanticona y peligrosa. Con ese criterio redentorista habría que darle la derecha a Hitler y Mussolini.
No es la ética o la moral, según lo que se entienda por esto, quien debe dirimir o emitir juicios concluyentes sobre cuestiones políticas, y mucho menos por una visión romanticona e ingenua por los pobres vencidos, y ese camino no los llevará a escribir una historia verídica. En realidad, sucederá todo lo contrario, ya que las militancias políticas cegadas por ideologías solo conducen a un sitio.
Los vencidos, con sus relatos, cuestionan los dogmas oficiales, pero no por ello dejan de ser a su manera parcial. Tratan de justificarse a sí mismos y encontrar un chivo expiatorio para sus propios fracasos; no aceptan sus propios errores y siempre están buscando enemigos donde no los hay. Lo mismo sucede con los historiadores o la corriente historiográfica llamada revisionismo.
La vida de las personas en nuestro mundo existente, están sometidas a un conflicto permanente, unas con otras, es decir, están metidas en el dramático problema de la historia. Por eso entre otras muchas razones históricas, fue necesario la configuración de la ciudad, de la Polis, por el miedo, por las experiencias de las guerras. Por lo tanto, se puede decir que la política está ligada históricamente con la guerra.
En los libros de historia de cualquier Estado nacional, en ellas vamos comprobar que la historia de su vida política no puede estar desligadas de la historia de sus guerras. Los «padres de la historia», como Heródoto, o Tucídides, llevaron a cabo su trabajo desde coordenadas muy próximas a las de la historia política. Una de las mayores obras que tenemos de la Historia (como saber o disciplina), es el relato de la guerra del Peloponeso, escrita por Tucídides.
En la Grecia clásica fueron muy importantes los libros sobre la tragedia, ya sea de Esquilo o Sófocles, la filosofía de Platón o Aristóteles, o la sátira de Sófocles, que nos permite entender el conflicto que se suscita entre las personas en la Polis, en la ciudad. La vida de los hombres cambia completamente al convertirse en ciudadanos, al ser parte de la Polis, de la política.
Entendiendo siempre la política como el lugar de configuración práctica de las sociedades en la que se realiza el paso del plano antropológico al plano histórico, pero siempre a través de la política, por eso se puede decir que antes de la política no había historia sino antropología. En la política, ontológicamente, los cauces antropológicos no se alargan, sino que se rompen para hallar un continuum histórico de sociedades políticas, pero siempre mediante los enfrentamientos permanentes entre sí.
El proceso dialéctico se materializa, y su figura concreta es el Estado (el Imperio) como figura fundamental de «locomotora de la historia». Es por tanto el Estado en cuanto a su estructura y a su funcionamiento, el sistema por excelencia de la historia. Por tanto, también podemos decir que la política tiene una vinculación con la filosofía, porque es una obra de la ciudad, del trabajo crítico y racional del hombre.
No por nada, Aristóteles, calificó al hombre como un animal social y político, por ello Gustavo Bueno nos dice sobre la implantación política de la filosofía, que la conciencia filosófica, lejos de poder ser auto-concebida como una secreción del espíritu humano, debe ser entendida como una formación histórico-cultural, subsiguiente a otras formas de conciencia también históricas, y precisamente como aquella forma de conciencia que se configura en la constitución de la vida social urbana, que supone la división del trabajo (y, por tanto, un desarrollo muy preciso de diversas formas de la conciencia técnica), y la conexión con otras ciudades en una escala, al menos virtualmente, mundial, «cosmopolita».
Es muy común escuchar en discusiones o debates, que la política no debe meterse con la historia, entendiendo o reduciendo a la política (me imagino) a todo lo relacionado con cargos, puestos, prebendas, calendarios electorales, es decir, con la política agonal. O, al decir de Antonio Gramsci, con la pequeña política.
Pero sin política no hay historia, sin política lo que hay es antropología. Además, ignorando que la filosofía, la historia y la política están vinculados de manera natural, y que la tarea primordial del Estado es mantener su eutaxia, su buen gobierno, su buen orden, su mantenimiento en el tiempo. El «conatus» de Spinoza, el perseverar en el ser.
Es un buen ejercicio tirar del hilo para desentrañar la madeja de la historia y tratar de entender de que va la cosa. Debemos subrayar que la historia, desde lo ontológico (todo lo que tiene que ver con la estructura de la realidad) es el plano de configuración en donde tiene lugar la confluencia siempre conflictiva de los distintos grupos humanos que conforman la sociedad; y que es una organización distinta a la antropológica, pero siempre a través de formas institucionales derivada de dicha confluencia, cuya figura es el Estado, como lo dijimos antes.
La historia desde lo gnoseológico (todo cuanto tiene que ver con el conocimiento de la realidad a través del filtro de los saberes científicos), es una disciplina o una ciencia humana que se caracteriza por el estudio de las «reliquias» y «relatos» realizados por sujetos humanos pretéritos, y que pueden ser analizados para esclarecer las cadenas de causalidad que explica la existencia de los mismos.
La disciplina histórica se construye sobre documentos, sobre ruinas, vestigios, monumentos, y a todas estas cosas la llamamos reliquias. Y las reliquias no son otra cosa que hechos físicos, corpóreos, presentes, que subsisten en contigüidad con otras realidades que no son reliquias, es decir, que no hayan sido construidas por el hombre ni por nadie que opere antropomórficamente.
Desde este punto de vista, como dice Gustavo Bueno Martínez, la Historia no es una cuestión de la memoria, sino del entendimiento y la clasificación (de reliquias y relatos), lo que entre otras cosas significa que no hay una sola forma de clasificación. Por eso es que la historia, y su estudio, es un conflicto político en el que cada uno lo resuelve de la mejor manera.
Es importante entender las distintas determinaciones de la idea de «Historia», ya que el término historia es sincategoremático, no se puede hablar de historia en sentido abstracto, en absoluto, la «historia en sí» no existe. La historia es siempre historia de algo, historia del arte, historia de la religión, historia de la lengua, la historia de la Guerra civil en el imperio español, de la campaña de Napoleón en Egipto, etc. Una hipotética historia total nunca ha existido y no puede existir.
Pero si queremos entenderla como «historia humana» o «historia del hombre», debemos atribuir al sintagma «historia del hombre» una estructura predicativa, en la cual el sujeto (lógico) será desempeñado por «hombre», correspondiendo a «historia» el papel de predicado (lógico), lo que, además, ajusta bien con el carácter, como dice Gustavo Bueno. Por tanto, la historia es historia de algo.
Una interpretación que está muy cerca de formulaciones tales como «el hombre es un ser histórico», o su contraria: «el hombre no es un ser histórico (nihil novum sub sole)», es decir que, no hay nada nuevo bajo el sol. En cualquier caso, no se debe olvidar que la restricción del predicado «historia» al sujeto humano sólo puede reclamar, en principio, un alcance provisional.
El Estado es, una de las «partes» del material antropológico que es elegida de hecho, como contenido de la función «sujeto de la historia». Una parte que se presenta muchas veces como capaz de romper la distinción entre lo particular y lo universal. El concepto de Estado, pone a prueba la profundidad de la distinción entre sujetos parciales y sujetos totales, entre historia particular e historia universal.
El Estado suele recuperar dimensiones trascendentales propias de una pars totalis, es decir, una parte especial, encarnada en una parte histórica: la Roma republicana de Polibio, la Roma imperial de César, o el estado marxista de Lenin, a través de la cual se determinan las otras, de suerte que el Estado, o al menos en determinados Estados, es decir, Imperios, en los cuales parece constituirse en verdadero sujeto de una historia universal.
De acuerdo a esta hipótesis política como sujeto de la historia (como enseñó Gustavo Bueno Martínez), se podría formular la siguiente proposición implicativa: «la historia (universal) implica el Estado». El Estado es el sujeto de la historia y la historia universal es historia de los Estados, de su mutua relación. De donde la historia será formalmente historia política, historia de los Estados y de sus relaciones, eminentemente historia diplomática e historia militar.
Los pueblos sin Estado (cabrá decir, desde la perspectiva de esta hipótesis) no tienen historia. La historia, así entendida, podría interpretarse además como una historia continuativa, en tanto que se supone que cada Estado, en el conjunto de los demás Estados, está siempre amenazado de muerte; por consiguiente, su historia sería el proceso dramático, trágico, de su continua ratificación o marcha hacia una situación definitiva que nunca podría ser realizada, puesto que en el supuesto de que un Estado llegase a alcanzar el imperio sobre todos los demás desaparecería también, por su unicidad, como Estado, y, con él, la historia. […]
A propósito de la historia del Estado la consideración de las “artes y de las ciencias” alcanzaría su dimensión histórica, una dimensión de la que por sí mismas carecerían: el arte, o la técnica, tendrán historia a través del Estado (de hecho, comienzan como laudes civitatis), en la medida en que son prohibidas o promovidas por un Estado frente a otros (la misma “historia sagrada” no fue sino la historia del Estado de Israel).
Es cierto que, a partir de la época moderna, la historia irá desbordando cada vez más el ámbito estrictamente político, particularmente, la historia de la Iglesia (o historia del reino de la Gracia), que prefigurará la ulterior historia de la cultura; pero la historia del arte sólo en torno a Winckelmann comienza a constituirse; la historia de la ciencia o de la filosofía es aún más reciente (para Francis Bacon era todavía historia de las sectas, en el sentido de una historia natural). Voltaire habría ampliado el campo de la historia, de su sujeto; pero el núcleo de la historia, como historia política se mantiene renovado y Hegel (en su Filosofía del Derecho y en su Filosofía de la Historia) puede considerarse como el más conspicuo defensor de la concepción política de la historia, defensa que pudo llevar a cabo a partir de su propia concepción del Estado.
Gustavo Bueno Martínez
La existencia de una pluralidad de contenidos nos impide hablar de una historia total, o de una historia de la humanidad, lo que hay es de las matemáticas, historia de la música, de la política de una nación determinada, de la literatura española o finlandesa o de la poesía italiana.
La «Historia general de Francia» es una historia particular (Francia) pero general (abarca la historia del derecho, de la economía, de la política, del arte, de la religión, etc.). La «Historia general universal» sería, si fuera posible reconocerla como tal, una historia global (del derecho, de la economía, de la religión, etc.) y universal (pues tomaría como sujeto a toda la humanidad).
Lo que realmente tiene sentido es hablar de una historia especial, y es probable que el significado de la historia universal solo se pueda materializar en el momento que una parte, un Estado o una iglesia, asuma la labor de reorganizar a toda la humanidad, en ese caso la «Historia de la humanidad» equivaldría entonces a historia imperialista o proselitista de una iglesia, subordinado a un proyecto de poder.
También se podría argumentar que si desaparecen las pretensiones imperialistas (un Estado) o proselitistas ecuménicas (una Iglesia) es decir, de unas partes respecto del todo, desaparecerá la Historia universal, su sucesora podrá ser la Antropología. Pero tampoco la totalización sociológica del presente no puede hacerse equivalente a una totalización histórica, puesto que el curso histórico desborda continuamente los límites de aquella totalización.
Pero si se niega que la historia implique al Estado o, la hipótesis que niega que el Estado sea el sujeto de la historia. Esta postura radical dirá que la historia ni implica al Estado, esa es la negación de la hipótesis hegeliana. Esa es la postura de Fichte, pero en mayor medida la de Karl Marx. Fichte secularizando ideas quiliasticas y desbordando la idea de la autonomía moral que Kant aún mantenía, defendió la tesis de la incompatibilidad de la realización plena de la persona, como ser libre, en el seno del estado coactivo (Zwangsstaat).
Por tanto, subordinó la posibilidad de la «autorrealización» plena del hombre a la desaparición o a la extinción (absterben) del Estado (si bien esta extinción parecía entenderla como un proceso pacífico, al final del cual el verdadero «reino cristiano» del amor, como reino de la igualdad universal, quedaría instaurado cuando todos los hombres hicieran «lo que hacen ya los hombres honrados: no tener ningún trato con la policía o con el juez»).
Lo que existen son cursos históricos concretos (historia de Francia, historia de México, historia de Indonesia, de Paraguay, etc.). Historias entre los que median relaciones materiales de conexión, desconexión o colisión, y que ofrecen un entramado general sobre el que tiene lugar la dialéctica política. Historia es una idea con diversas acepciones, modos, determinaciones, empezando con la distinción entre la historia, con mayúscula, por un lado, es decir, el conocimiento histórico y la historia con minúscula o, la res gestae.
Pero también podemos referirnos a un Telos de la historia universal, diferente de la «historia de Roma» o de la «historia de Alejandro», que va más allá de la historia con mayúscula o de la historia con minúscula, de la pequeña, de la res gestae, no se trata de «historia» en pequeñito sino de aquello que es más objeto de los filósofos y de la filosofía que de los historiadores. Es decir, de la «Filosofía de la Historia», pues, es ella la que pregunta sus «por qué» y «para qué», más bien que no del «como».
Para Polibio y Maquiavelo no hay o no existe el causalismo histórico, sino que todo en ellos es un simple aparecer y desaparecer, una simple escenificación sin nexos causales.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Frente a estos dos y a Heródoto podemos poner, sin temor a equivocarnos, en la cima del Telos de la Historia Universal a Friedrich Hegel, como él mismo lo dirá en sus Lecciones: «Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo».
Y este fin, el mismo Friedrich Hegel, lo supone en el mundo, Hegel en este sentido es un gnóstico, universalista, no es particularista, no se ocupa de los sucesos del mundo, de los acontecimientos particulares de lo «finito», no le importa si el caballo de Alejandro fue blanco o de otro color, ni se mete con la estatura de Bonaparte, él trata de la Razón: «pero el contenido de la historia universal es racional y tiene que ser racional».
Pero si la Historia es un proceso se puede suponer que va hacia algún lugar, y que su marcha debe tener algún «sentido». Una historia en la que podemos observar que a su vez tiene sus «particularidades» y sus «universalizaciones». A esas preguntas, a través del tiempo, se han dado tres respuestas. El gnóstico, el escatológico, y la que dice que la historia no tiene ningún sentido.
El sentido según el gnosticismo es llegar hoy a la meta. Un hegeliano o neohegeliano que ve realizada la cosa en la Idea absoluta. Esta idea y el comunismo es la misma cosa, Karl Marx era un gnóstico. Por eso dirá Gustavo Bueno Martínez, en sus Ensayos materialistas:
«Pero desde el punto de vista de una ontología materialista (en el sentido del materialismo histórico), el gnosticismo es una negación: es la desconexión o abstracción misma de la conciencia de las condiciones biológicas y sociales en las cuales únicamente puede desenvolverse: es el proceso mismo de “reflexivización sustancialista” de la conciencia entendida originariamente como una conciencia social…»
«Desde una axiomática materialista, el gnosticismo es esencialmente un proceso social que conduce a la sustantificación de las funciones mentales, y a su disociación del resto de las funciones sociales (de la materia), de suerte que, generalmente, esta disociación es vivida como una salvación religiosa o biológica, como una soteriología o una terapéutica que, paradójicamente, suele prolongarse en el proceso de anulación de la propia conciencia».
Por eso: «El gnosticismo es precisamente uno de los canales por donde la mitología puede transformarse en filosofía». Es por ello que aquel marxismo sin Estado era un gnosticismo, una «escatología derivada», pero desde sus supuestas pretensiones «científicas». El imperio de la Unión Soviética, más allá de ese mito de la clase universal proletaria, era un gobierno particularista, todos los gobiernos lo son y defienden su interés nacional, la URSS defendía los intereses de Rusia lo mismo que el imperio zarista.
También podríamos preguntarnos qué sentido tiene el proclamado universalismo si todo es particularidad, más bien todo se trata de la eutaxia y del perseverar. Si la historia no tiene un sentido poco importa el universalismo o el particularismo, cuyos procesos algún día van a terminar como terminan los grandes imperios.
Tampoco se puede admitir, políticamente, un sentido escatológico, un más allá donde todo terminará algún día. Ni el gnosticismo nos lleva a un paraíso, «hic et nunc» (aquí y ahora), donde no habrá Estado, ni un más allá que es una cuestión exclusiva de los creyentes, de la fe. Walter Benjamín y Ernst Bloch, fueron pensadores que creían que existía un sentido histórico progresivo, teleológico, en el sentido de la justicia y del predominio del bien sobre el mal.
En Ernst Bloch la materia tenía una potencia, la latencia, por tanto, tenía sentido hablar de Telos histórico o Utopía, como un avance cósmico universal hacia la dictadura del proletariado, el socialismo y el comunismo final. En el centro de su pensamiento estaba el hombre que se concibe a sí mismo. Como la conciencia del hombre no es solo el producto de su ser, tiene además un «excedente» que encuentra su expresión en las utopías sociales, económicas y religiosas, en el arte gráfico, en la música.
Ernst Bloch era marxista y veía en el socialismo y en el comunismo, los instrumentos adecuados para trasladar esos excedentes a los hechos concretos. La historia para Bloch, no es una ciencia que estudia el pasado ni siquiera los hombres del pasado sino a los hombres en él. Es decir, que estudia al cambio de las cosas humanas en el transcurrir del tiempo.
Nuevamente nos volvemos a preguntar ¿Tiene un fin la historia? Si la historia es un proceso es lógico pensar que debe tener un rumbo, que debe tener algún sentido. ¿Hacia dónde nos dirigimos, a una meta definida o indefinida, una o múltiple? Si hay multiplicidad, hay necesariamente sucesión y proceso, no hay unidad absoluta, solo en el Dios de Aristóteles, en el Acto puro, que era uno e inmutable, donde no hay multiplicidad ni sucesión alguna.
Por eso se dice que es Dios, porque es eterno y no es «histórico», etcétera. Pero por historia precisamente se entiende el tiempo, el cambio y el suceder de lo múltiple en el tiempo. Y si todo proceso es múltiple, podemos dividirlo en una serie de conjuntos o como dicen algunos, en «totalidades discretas», ya sea Estados, Imperios, etc.
Pero de algo podemos estar seguros y es que no puede existir un conjunto «Total», como (la Humanidad en marcha), puesto que todo proceso es movimiento de una parte sobre otras partes en suspensión, sean bárbaras o no desarrolladas. La realidad no forma un Todo, ya sea en proceso o acabado, la realidad tiene diferentes partes, desde el punto de vista de la Ontología especial, géneros de materialidad, que no casan entre sí, que son inconmensurables.
La materia es infinita y la codeterminación entre partes de la materia están en Symploké (no todo está conectado con todo) pero si unas partes con unas partes, pero no con otras. La Humanidad no existió nunca ni en origen ni en final, la humanidad no tiene unidad ni identidad más que la biológica.
La identidad histórico-político no ha existido nunca, ya que se trata de grupos distintos con desarrollos distintos, y con procesos culturales distintos, y cuando se cruzan chocan, y con la aparición del Estado es la guerra. Antes de la aparición del Estado no hay guerra hay otra cosa.
No existe el sentido de la historia, a menos que creamos en el sentido gnóstico o escatológico, o en un progreso global de la humanidad tal vez dirigidas por los progres, a un mundo mejor, a ese «mundo mejor, sin frontera», que decía Barack Obama en sus edulcorantes discursos.
No hay causa final histórica. No está escrito el destino de Rusia o de los Estados Unidos. El futuro no existe, ya lo sabían y lo dijeron los estoicos. Algunos creerán que triunfarán los progres con su sentido histórico, o los cristianos con el Juicio Final o los musulmanes con su paraíso con mujeres en la sala de espera.
Lo que ya sabemos, aunque algunos no se quieran enterar, es que el marxismo con su lucha de clases y su plusvalía, está terminado. Es perro muerto, aunque no le guste a cierta señora colombina. No hay causa final histórica, ni está escrito en ningún lado el destino de este o aquel Estado o Imperio.
Isaiah Berlín, decía con toda razón, no hay inexorables leyes del destino histórico. La Historia como algo inteligible, con sentido, con telos final, universal; predeterminado, no existe. No hay sentido o destino histórico. No hay una meta de la historia hacia la cual nos encaminamos. El hombre, los grupos tienen fines, los Estados tienen planes, programas, ortogramas y prolepsis.
La Historia como tal no tiene meta ni fines ni sentido, ni la Humanidad tiene una finalidad determinada. Por tanto, no hay fin de la Historia. La Historia es la historia del enfrentamiento entre los imperios, la vida política internacional es polémica (polemós), hay pluralidad de Estados que están en perpetuo enfrentamiento entre sí.
La Historia política se hace por la dialéctica de Imperios, ese es el motor de la historia y no la lucha de clases. No hay un destino prefijado para los Estados, ese supuesto destino lo decidirá la codeterminación política polémica entre el amigo y el enemigo político, en una interminable «biocenosis social». El «Telos» de la Historia no es tal, sino el «Telos», la prolepsis, de los planes y programas de los diferentes imperios universales.
Por lo demás la Historia es un conjunto de movimientos sin telos, sin finalidad, sin causa final, ni existe el Progreso Global. Claro, que como tampoco existe una cosa tal como la Humanidad, al igual que la Cultura es un mito, la Historia también lo es, al igual que la Naturaleza. No estamos hablando de las historietas del historiador profesional, sino de la Historia como proceso universal.
Por tanto, mientras el hombre sea hombre, es decir, que viva y que sea lo que siempre ha sido como bípedo implume, después de cada caída o retroceso, siempre hay un nuevo empezar, nuevos planes y nuevas prolepsis, pero siempre basados en referentes previos. Esto no es un mito, es un sentido, pero de dirección desconocida, ni dirección gnóstica ni escatológica, ni nada que se realice en un Todo.
El hombre no es más que un simple accidente de la materia, un simple predicado del Estado, de la sociedad, de su civilización. El hombre es materia que opera sobre la materia y la transforma en una dirección u otra, y los efectos de estas direcciones son cada vez más complejos que el punto de partida anterior. No es un progreso sino un avanzar de nivel a nivel, por evolución cultural, herramientas, armas, etc., que por fuerza comienza siempre por estar determinado por el mismo proceso que le da su vida biológica y política.
La Historia, no está predeterminada, y por lo mismo Indonesia o Alemania pueden desaparecer como Nación, como pueblo y como Estado, eso sería una desgracia para esos pueblos, pero no para el mundo político. Sabemos que Estados Unidos no será eternamente una potencia mundial, porque nada dura eternamente. Por lo mismo, Escipión lloraba ante las ruinas de Cartago, pensando que un día eso mismo le ocurriría a Roma y efectivamente así ocurrió.
Pero los imperios que caen, no necesariamente tienen que desaparecer como potencia económica, política y militar; lo que les ha sucedido a los mongoles, a Roma y en cierta medida a España. Los imperios que son derrotados permanecen un escalón debajo esperando el momento para recuperar lo que les perteneció. Gran Bretaña cayó como imperio mundial, caída propiciada por los Estados Unidos como potencia emergente, pero no por ello dejó de tener un peso como una de las potencias mundiales.
El imperio español no debió fragmentarse en una lucha fratricida, y tampoco está escrito en algún lado el momento en que un Imperio debe acabar inexorablemente, por eso hay que seguir como si nunca fuera a suceder. Y si en algún momento se puede retroceder como potencia imperial, se debe hacer ajustes necesarios para volver por los fueros. Los enemigos de los Estados Unidos, hace más de medio siglo que vienen vaticinando su fin y aún permanece como potencia mundial.
Respecto a España, existía una idea de crear tres grandes reinos independientes integrados junto a la España peninsular en una confederación de naciones hispanas, no hubo tiempo para eso y tampoco sabemos sobre la seriedad de esa idea. Es lo que hizo el imperio británico en su momento, conformar una Mancomunidad de naciones o «Commonwealth of Nations».
Volviendo a la filosofía de la historia, todos esos grandes y angustiantes interrogantes planteados, de carácter filosófico, se confunden y parecen llevarnos a un callejón sin salida cuando entendemos que la historia no tiene un sentido. Pero no es así, el problema es que la cuestión del Telos está mal planteada y peor entendida, es necesario hacer una distinción a pesar de la similitud entre «finalidad» y «teleología».
El término finalidad se debe usar en el contexto antropológico, que tiene que ver con la actividad humana, con las conductas de los hombres, etc. En tanto teleología, se debe usar en contextos no antropológicos sino antrópicos, cualesquiera sean. ¿A dónde irá la Historia? A donde nos lleve la dialéctica de los imperios universales.
Este escrito no pretende ser un estudio histórico, aunque haya mucho de trabajo histórico. Ante todo, debo aclarar que mi oficio no es la historia, y que por cuestiones didácticas me veo obligado a hacer referencia a fechas, sucesos, guerras, etc., para que pueda ser mejor entendida el contexto donde se desarrolla la Guerra civil en el imperio español.
Por tanto, si hay algunos datos o fechas que no sean exactas, pido disculpas. Hegel dejaba o no se metía con lo sucedido, esa labor dejaba para los historiadores, pero la reflexión o la trituración de las ideas que surgen con los hechos acaecidos, es para los filósofos. No estoy despreciando la tarea de los historiadores, sobre todo cuando estos se limitan a los materiales propios de su trabajo.
Tanto uno como el otro, tienen algo en común, y es que no pueden empezar por el principio, la historia no ve el comienzo ya que se encuentra con el proceso en marcha, y el filósofo debe realizar su labor in media res, en la mitad de las cosas.
Aunque es común ver que los historiadores hagan su trabajo determinado por su propia ideología, y no quiero decir, que un historiador sea absolutamente neutro a las ideologías, no hay tal cosa. Pero su conocimiento histórico es bastante anémico para poder analizar, o su análisis en vez de aclarar oscurece.
Esto ya lo había visto José Ortega y Gasset, y lo dice en 1928, en el Prólogo a las Lecciones sobre la filosofía de la Historia universal de Hegel:
«Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de Dios. Hasta los geólogos han conseguido interesarnos en el mineral; ellos, en cambio, habiendo entre sus manos el tema más jugoso que existe, han conseguido que en Europa se lea menos historia que nunca».
¿Pero por qué culpaba Ortega y Gasset a los historiadores? Esa carencia ya lo había entendido Hegel, es decir, que el historiador como tal, no se ocupa de la finalidad de la historia, lo que no quiere decir que muchos de ellos no lo hagan y traspasen la línea de su oficio para hacer mala o pésima filosofía.
Sigamos una vez más con Ortega y Gasset:
«Bajo un aparente rigor de método en lo que no importa, su pensamiento es impreciso y caprichoso en todo lo esencial».
El afamado historiador argentino Félix Luna, dice lo siguiente en el comienzo de su libro «Breve Historia de los Argentinos»:
«¿En el transcurso de estas páginas intentaremos contestar ciertos interrogantes que la comunidad se plantea en algunos momentos; los mismos que nosotros, individualmente, nos planteamos en algún momento de nuestras vidas; qué somos, para qué estamos, qué nos pasa, por qué somos así y no como otros? Obviamente, la historia no contesta a todas estas preguntas; ni siquiera las contesta exhaustivamente, ya que no puede dar respuestas infalibles».
La historia, cosa que ignora olímpicamente Félix Luna, no puede dar respuestas a preguntas netamente filosóficas, porque no le competen y porque los historiados no están formados per se para ello. Es obvio que pueden responder sin tener una formación adecuada, pero no estarán haciendo historia sino una pésima o mala filosofía, una filosofía pedestre, cualunque, pero no académica, es decir, sistemática.
Para poder entender y analizar determinados sucesos históricos hace falta mucho más, para empezar; hay que tener una teoría sobre el motor de la historia. En su lugar lo que hay es un abuso de parte de los historiadores que no se atienen a su trabajo y están totalmente ideologizados, pretenden o de hecho realizan sus propias interpretaciones o la dirigen hacia donde ellos quieren.
Por eso es necesario tener una filosofía de la historia, no basta la res gestae. Hay que tener una Ontología para saber que es real y que no, una gnoseología para saber que es científico y que es ideología, una antropología filosófica para entender lo que es una Institución. Hay que tener una filosofía política para entender y tener una teoría del Estado, una filosofía jurídica, ya que el derecho tiene una función eutaxica y es una cuestión de Estado, ya que un Imperio sin derecho no habría podido existir.
Sobre todo, cuando se trata de Imperios generadores, como el Imperio español. A los imperios depredadores no les importa el derecho, les alcanza con el ejército y dedicarse al saqueo, como lo fueron el británico, el neerlandés, etc. La Pax de Augusto se logra con el ejército, pero con el derecho. Y el imperio español en América también con el derecho y con muy pocas tropas.
La segunda advertencia, porque no faltará algún descolgado, que piense que sueño con el regreso del imperio español en los territorios que antaño ocupaba. No soy tan idiota para creer eso, la historia no se repite, no regresa (y si se repite es como farsa), y los imperios del pasado ya tuvieron la oportunidad de «hablar» en su tiempo.
Es cierto que existe esa pretensión en la actualidad, tanto por derecha como por izquierda, pero no es mi caso. Por izquierda, siempre fue una meta propuesta por las distintas generaciones de izquierdas definidas, no para recrear el imperio español, sino para sumarlo como una comunidad política a la revolución mundial marxista, incluso Trotski tenía un proyecto al respecto.
El sueño de la Patria Grande fue una meta tanto en el siglo XIX, XX y en el actual, también es el anhelo del Papa Francisco, un peronista de izquierda. Es también uno de los propósitos del revisionista marxista Santiago Armesilla, que pretende casar a Marx con Gustavo Bueno Martínez para su pretendida revolución mundial marxista youtubera, alguien que se auto rotula materialista político, pero que no supera el viejo idealismo de siempre.
Hay dos tipos de materialismo político, una el idealista y otro el realista, esta última no vive de sueños, y entiende que el motor de la historia es la dialéctica de imperios, y no de un supuesto imperio hispano que no existe por ningún lado, no vive de ideas aureolares. Tampoco un revisionismo que pretenda integrar un marxismo corregido por Gustavo Bueno Martínez.
Por derecha, también es un sueño que lleva siglos, de joven, fui testigo presencial de interminables discusiones sobre la materialización de la hispanidad política. Porque no entendían que la Hispanidad, un hecho histórico que defiendo a muerte por sus logros y que sin su concreción histórica hoy no estaría escribiendo esto, pero esa hispanidad es algo clausurado en el tiempo, algo que no se puede repetir.
Primero, porque no hay tal imperio español (ni existe un imperio en las actuales naciones hispanas) y segundo, que la Iglesia Católica no es la misma que en tiempos de la conquista. La Iglesia Católica, luego del Concilio Vaticano II estuvo más cerca de las izquierdas definidas, Teología de la Liberación mediante, y ahora, de las actuales izquierdas culturales con la Teología del Pueblo de Francisco.
En este sentido los actuales cristianos evangélicos cumplen una función más eutaxica para los Estados que la iglesia católica. Por otro lado, los hispanistas le dan una importancia fundamental a la lengua. Creer que a partir de la lengua se puede organizar un imperio para oponerse a otros poderes imperiales es idealismo puro.
No existe ninguna plataforma política hispánica imperial, real, no ficticia. Además, las naciones políticas hispánicas son enemigas del imperio desde su nacimiento. No por ello dejamos de presenciar que, de tanto en tanto, aparecen algunos intelectuales agitando la cuestión de la «Leyenda Negra»; una pretensión algo anacrónica de querer hacer política (digo política no historia) agitando esta bandera y no estoy negando la existencia de la leyenda negra.
Son tan evidentes las pruebas que van apareciendo día a día, en contra de esta leyenda, que no hacen falta defensores. Tampoco son importantes en estos tiempos, cada tiempo trae sus propios problemas como para dar prioridad al pasado, seguir dando prioridad a la misma es un anacronismo.
Uno de esos intelectuales que acaban de aparecer, aunque no será el último, es Marcelo Gullo, autor de una teoría: «La insubordinación fundante», una teoría flojita y discutible, que no pasa del clásico pataleo peronista tercermundista. Gullo volcado también al combate o, a la cruzada contra la Leyenda Negra, así se muestra desde su libro: «Madre patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán».
Lo paradójico de este tipo de autores es que pretenden defender a la Madre Patria, pero reivindican, justamente, a traidores a la Madre Patria o sencillamente a la Patria, como José Francisco de San Martín. Dijo Marcelo Gullo: En el Seminario de Historia sanmartiniana para universitarios: Primer encuentro: «Las ideas políticas de San Martín: Primero la Patria», disertación de Marcelo Gullo, el 8 de agosto de 2019, en la facultad de Ciencia Política, Universidad de Rosario.
«El pensamiento político de San Martín: creo que primero la Patria, esa frase podría resumir todo el pensamiento de San Martín», porque uno de los grandes problemas que ha tenido la Argentina ha sido siempre que la confrontación interna entre bandos, entre lados opuestos, siempre hay alguien de un lado que decide apoyarse en fuerzas externas para vencer la lucha interna, elige abrazarse con el extranjero, no es una cosa gratuita, nadie hace en política nada gratis, el extranjero va a cobrar por eso, elige aliarse con el extranjero para triunfar en la contienda interna, ese es un mal de la argentinidad».
No se puede estar más ciego para no ver que José Francisco de San Martín y los otros libertadores de América, se entregaron a los planes del Imperio británico.
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No es mi intención, en este escrito, hacer historia con minúscula, se trata más bien de una mirada política sobre la historia del derrumbe de esta parte del imperio español, de lo que correctamente podemos llamar Hispanoamérica. Como es sabido, las naciones surgen de la caída, del derrumbe o de la fragmentación de los imperios, es así como aparecen las nuevas naciones.
Por ello es importante entender las distintas causas históricas que dieron lugar a este derrumbe. Por otro lado, hay que tener en cuenta, que las causas históricas son distintas a las causas físicas. Ya que no se toma en consideración la teoría materialista de la causalidad histórica, que determina o establece la diferencia entre la causalidad que debe entenderse para las ciencias físicas y otra para la historia.
Muchos o la mayoría de los historiadores, dirán, que es absolutamente necesario entender la situación europea (en este caso), el contexto histórico en la que se producen la llamada «independencia de América». Me parece bien entender los contextos, pero son incapaces de entender o, carecen de una teoría, para poder explicar cómo se desarrolla la historia en la que se producen esos «contextos».
Eso ya no es tarea de los historiadores sino de la filosofía de la historia. Un historiador corriente o de serie como Felipe Pigna, al referirse a la «revolución de mayo» dirá:
«En Europa, las dos potencias hegemónicas de la época, Francia e Inglaterra, estaban en guerra. La Revolución Industrial iniciada en Inglaterra había desatado el conflicto por el control del mercado europeo. La Revolución Industrial, que se inició en el último cuarto del siglo XVIII, dio un nuevo impulso al capitalismo inglés, y demandó la búsqueda de nuevos mercados para las altamente competitivas manufacturas británicas, que ya habían saturado el mercado local.
A partir de entonces el Estado inglés, como toda potencia hegemónica de la historia, desarrollará un doble discurso que se traducirá en una doble política comercial: en el plano interno, un férreo proteccionismo para asegurar su desarrollo industrial y, en el plano externo, la promoción e imposición del libre cambio para la libre concurrencia de sus mercaderías y la compra a precios viles de las materias primas en los países periféricos. «Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago». Es allí donde deben buscarse las causas y no en las ambiciones personales ni en la supuesta locura de Napoleón».
Todo Estado con pretensiones imperiales debe actuar con Revolución industrial o sin ella. Con ese criterio el imperio mongol y Roma no habrían existido. Creer que la capa basal es suficiente para el despliegue de un Imperio, o poniendo a esta sobre la capa cortical y conjuntiva, es pura ignorancia politica. Bueno, Pigna, es el gran historiador argentino.
El bestseller y famoso escritor Yuval Noah Harari, durante una entrevista reciente sostuvo lo siguiente:
«La historia fue inventada para ganar poder, es peligrosa, entender cómo fue creada la debilita».
-Usted dice que uno no estudia Historia para recordar el pasado sino para liberarse de él. ¿Por qué nos tendríamos que liberar del pasado?
-Porque el pasado todavía controla cómo pensamos, cómo nos comportamos, a través de historias que la gente inventó hace siglos o hace decenas de miles de años. No nos tenemos que deshacer de todas ellas, pero tenemos que entender que son solamente historias inventadas por personas, no las leyes de la naturaleza ni la verdad absoluta. Entonces algunas historias son buenas y es bueno conservarlas, pero muchas de las historias que la gente inventó en el pasado -y todavía le da forma a nuestro comportamiento- son dañinas.
Una cosa es la historia y otra la propaganda. La historia no fue inventada para ganar poder, el poder se logra por otros medios, además, debería especificar a que tipo de poder se refiere porque hay muchas especies de poder; hay poder psicológico, económico, moral, etológico, etc., y el poder político, que es diferente y debe durar en el tiempo.
Podemos seguir realizando objeciones a esta breve cita de Yuval Noah Harari, pero no es el propósito de este trabajo.
Las historias escritas en base a mentiras como son las historias oficiales de las naciones de hispanoamerica o de otros lugares, esas historias fueron inventadas por los historiadores para complacer el ego propio, de las clases gobernantes, de las masas, y que buscan diferenciarse, que pretendían tener una propia identidad. Buscando diferenciarse desde el inicio y negándose a aceptar su origen.
Trescientos años después del descubrimiento del Nuevo Mundo, el imperio español se rompería en pedazos ante los embates de los imperios francés y británico. Es el fin destinado a todos los imperios, porque la Historia es la Historia de la dialéctica entre imperios. La vida política internacional es polémica, hay una pluralidad de Estados que están en perpetuo enfrentamiento entre sí.
Hay que tratar de entender como son los procesos históricos que sufren los imperios y que dan como resultado nuevos Estados. Cuando los planes y proyectos de un imperio se agotan o debilitan, aparecen otros imperios, que presionan y hacen posible esa desintegración. No se debe despreciar las ideologías que sostienen esos imperios en pugna y las ideologías opositoras en el plano interno.
La totalidad de un imperio, tiene partes anatómicas y que, al desintegrarse, se pueden configurar como naciones fragmentarias. El imperio español también cayó fragmentándose por sus junturas naturales, por sus líneas de demarcación de los virreinatos, las capitanías, que habían sido hecho con el objetivo de simetrizar a los españoles de América con los de la península.
En las denominadas independencias americanas no había naciones que liberar. Las guerras que se libraron con ese fin no fueron guerras de liberación sino guerras civiles por el poder político. Pero no cualquier tipo de guerra civil, sino una guerra civil de secesión, en las que se enfrentaron, básicamente, españoles peninsulares y españoles americanos, y también mayoritariamente entre españoles americanos.
Esta guerra civil secesionista va a terminar con la monarquía hispánica en América, y en perjuicio de su posición internacional como una de las grandes potencias dominantes de la época. Por un lado, se alinearán los secesionistas, los republicanos, los independentistas y revolucionarios, que luego de 1816 empezarán a llamarse patriotas. Estos secesionistas supieron sacar provecho de la debilidad de España debido a las consecuencias de la invasión napoleónica a la península ibérica.
No estoy tratando evitar o de apuntar lo negativo o no, que fueron las dinastías borbónicas para el imperio. En el frente de este bando se ubicarán los leales a la Corona, a la Monarquía, los que defendían la soberanía y al Imperio, posteriormente llamados realistas. Todos ellos, unos y otros eran españoles.
A los españoles nacidos en Europa, es decir, que no habían nacido en América, se les llamaba Peninsulares o isleños, según su lugar de procedencia. Los que habían nacido en América, eran llamados de acuerdo a su procedencia ya sea un virreinato o una capitanía, etc., como novohispanos, neogranadinos, venezolanos, rioplatenses, peruanos, quiteños, cubanos, etc., o simplemente españoles americanos.
En el Artículo X de la Constitución española de 1812, dice:
El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno.
Tampoco era necesario que la Constitución de Cádiz lo diga para saberlo. A pesar de que todos eran españoles, tanto americanos como peninsulares e isleños, no solo combatieron en uno u otro bando, sino también dentro del mismo bando; en este sentido en el bando realista se dio la lucha entre absolutistas y liberales, y en el secesionista entre moderados contra radicales. Fue muy común el cambio de bando, el más conocido, es del futuro Emperador y padre fundador de México Agustín de Iturbide en la Nueva España.
Dos siglos después de las independencias de los antiguos virreinatos en América, se siguen repitiendo una gran cantidad de mitos sobre la empresa libertadora, que no resisten un análisis serio. No se analiza lo que realmente importa, se quedan en la simple anécdota desde la historia con minúscula, la res gestae; no se recurre a la política, a la filosofía de la historia, a la filosofía política o al sentido común.
Si nos atenemos a la historia con minúscula nos vamos a encontrar con una serie de personajes, cada uno con sus propios intereses, ya sea terratenientes, esclavistas, oligarcas, pequeños burgueses, comerciantes librecambistas, contrabandistas, militares españoles, y que muchos de ellos trabajaron a sueldo como agentes políticos y comerciales del imperio británico.
Soldados de tierra y mar que fueron contratados como mercenarios para luchar contra el imperio español. Pero este tipo de personajes siempre pululan por todos lados y en todos los siglos, nihil sub sole, no hay nada nuevo bajo el sol, pero no es eso lo que importa sino porque lo hicieron. Ya sabemos que estos personajes se repiten en el tiempo. Lo que importa es el por qué.
No elegimos nuestro lugar de nacimiento, tenemos lo que tenemos; pero para seguir adelante primero hay que poner las cosas en su lugar y acabar con las mentiras o al menos exponerlas. Muchos de estos personajes ya fueron denunciados en su tiempo y mucho tiempo después, como lo que realmente fueron, unos criminales y traidores sin escrúpulos. Personajes siniestros con los que nunca compartiría un café.
Tampoco se debe pasar por alto el papel del imperio británico, entonces supuesto aliado circunstancial de los españoles, y, por lo tanto, no podían actuar abiertamente contra su aliado. Pero como le cabe a todo imperio; su trabajo era acabar con el otro imperio, en este caso empezando por fragmentar su territorio. Y como dijo el hispanista Marcelo Gullo, escupiendo para arriba, aliarse con el enemigo no es gratis.
Los británicos para asegurarse el éxito de la empresa militar y el cobro por los servicios prestados permitieron la participación de las Legiones Británicas. Estas fueron unidades voluntarias extranjeras que combatieron en América del Sur, uniéndose a favor de la insurgencia durante las Guerras civiles hispanoamericanas.
Muchos de los oficiales de estas tropas de voluntarios, luego serían reincorporados con sus mismos rangos en el Ejército o la Armada de Gran Bretaña, ya que en su mayoría eran mano de obra desocupada en suelo británico tras la caída de Napoleón.
Gran Bretaña fue el principal proveedor de pertrechos de guerra y alrededor de 10.000 soldados y oficiales británicos sirvieron en América del Sur. De éstos, unos 6.500 lo hicieron en los ejércitos de tierra y 3.500 en las distintas marinas. La ayuda de los británicos no fue gratis para las nuevas repúblicas americanas.
Entre los años 1823 y 1826, los británicos prestaron 7 millones de libras que, con leoninos intereses, se convirtieron en 21 millones que no se pudieron pagar en su totalidad hasta mediados del siglo XX. El valor del Tesoro de las reales haciendas de la América española, del cual se apoderó Inglaterra entre 1806 y 1822, se calcula que al día de hoy serían unos 2 billones de euros.
Las reservas de oro y plata, que con la ayuda de Simón Bolívar y José de San Martín se embarcaron en buques ingleses con destino a Inglaterra. Anteriormente, durante las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806, Beresford, el jefe invasor se llevó el Tesoro de la Real Hacienda, 40 toneladas de oro amonedado.
El mismísimo William Carr Beresford, que años después, estuvo al mando de las tropas aliadas (españolas, británicas y portuguesas), que vencieron a las tropas napoleónicas conducidos por el mariscal Soult, en el combate de Albuera, en Badajoz, en la que José de San Martín participó como su subordinado.
En Potosí, aun entonces parte del virreinato del Rio de la Plata, Pueyrredón asaltó y destruyó la Casa de Moneda, en agosto de 1811, enviando a Buenos Aires un millón de piezas de plata que el gobierno entregó por títulos de crédito a comerciantes británicos, quienes lo enviaron a Londres.
Lord Cochrane, a quien José Francisco de San Martín llamó posteriormente Almirantito, se apoderó en 1822 de todos los fondos del gobierno peruano (Tesoro de la Real Hacienda), y de fondos particulares de Lima. En 1822 los británicos se apoderaron de doce toneladas de oro amonedadas en Santa Fe de Bogotá.
Eso es lo que pasa cuando se hacen alianzas con el enemigo, como dijo el señor Marcelo Gullo, pero se le escapó la tortuga, se le olvidó parte de esta historia. Los que se aliaron con el enemigo fueron los mismos que él llama patriotas.
Los británicos, los aliados de José de San Martín y Simón Bolívar, libraron 11 guerras declaradas contra los españoles durante más de dos siglos, afectando siempre a América: (1585-1604), (1625-1630), (1655-1660), (1702-1714), (1718-1720), (1727-1729), (1739-1748), (1761-1763), (1779-1783), (1796-1802) y (1804-1809).
Para no dejar pasar hay que mencionar que, en la batalla de Ayacucho, el último enfrentamiento de la guerra civil (pero no el último foco de resistencia), de los 9.000 efectivos de los ejércitos leales a la Corona solo había 500 españoles peninsulares. La América española se desangró durante 16 años y finalmente cayó. Luego de las independencias se vivió un tiempo en el que no solo no creció, sino que retrocedió tanto en valor absoluto como relativo.
El saldo de muertos entre los años 1810 y 1824, se calcula aproximadamente entre un millón. En la Nueva España entre 1810 y 1821 hubo entre 250.000 y 500.000 muertos, en Venezuela entre 250.000, según Scheina y 316.339 según Rufino Blanco Fombona. En Nueva Granada se estima que se produjeron unos 171.741 muertos y en Ecuador 108.004.
En Chile y Perú se estima que hubo unos 20.000 muertos y en el Río de la Plata 8.000 muertos. Eso sí, en el Rio de la Plata, las pequeñas escaramuzas se ponían al nivel de la batalla de Waterloo, y se otorgaban grados militares generosamente.