Capítulo: 8
ESPAÑOLES PENINSULARES TRAIDORES
Javier Martín Mina Larrea
Nació en Otano, Navarra, España; el 1 de julio de 1789, fue más conocido como Francisco Javier, por su tío Francisco Espoz y Mina. Javier Mina fue militar y guerrillero que participó en la Guerra de la Independencia de España, contra los franceses y en la independencia de la Nueva España junto a los insurgentes y en contra de la Corona española.
Durante la guerra contra los franceses estuvo en muchos enfrentamientos con las tropas napoleónicas. A finales de marzo de 1810, Mina acompañado de catorce hombres decidió descansar muy cerca de Pamplona, en Labiano. El sitio era muy peligroso, días después una columna enemiga al mando del oficial Schmitz logra descubrir a Mina y sus hombres.
El 29 de marzo fue alcanzado mientras trataba de huir dirigiéndose a las alturas cercanas, en la refriega fue herido en el brazo izquierdo de un sablazo y fue hecho prisionero. Fue conducido a Pamplona y encerrado en una fortaleza donde fue sometido al lógico interrogatorio. El 3 de abril fue conducido a Francia, cruzando el rio Bidasoa cuatro días más tarde.
En Bayona, Schmitz le entrega Mina al general Hedouville. Mina es encerrado en el Castillo Viejo, donde permanecería durante mes y medio. Mientras estaba preso, le enviaron noticias desde Navarra, donde su tío Francisco Espoz Ilundain había tomado el mando de los voluntarios, y reorganizó el grupo con el nombre de «División de Navarra», y él mismo como «General Mina».
El 19 de mayo Javier Mina sale hacia París, acompañado por el practicante Harriague, que seguirá haciéndole curas en el brazo, y el teniente Etchegaray de la Gendarmería francesa. Llegaron el 25 de mayo a la capital, y conducido al Castillo de Vincennes, en ese lugar quedaría bajo la tutoría del general francés Victor de Lahorie, preso por su oposición al Emperador Napoleón, se dedicó a estudiar matemáticas y técnicas militares.
En Vincennes se encontraban presos, entre otros, el general José de Palafox. El 8 de febrero de 1814, próxima la derrota de Napoleón, Mina es trasladado a Saumur, donde se encontraría con otros generales españoles prisioneros: Abad, Blake, Camino, Lardizábal, La Roca, Marcó de Pont, O’Donnell y Santa Cruz. Liberados todos tras la caída del Emperador por los aliados, Mina regresó a Navarra.
El 16 de abril de 1814, Mina sale con dirección a Navarra. Al llegar a Bayona conoce el sitio donde se encuentran las tropas de la «División de Navarra», en Lacarre, Francia, estas se encuentran ocupadas en el bloqueo de San Juan de Pie de Puerto, con 11.000 hombres de infantería, caballería y artillería, al mando del Mariscal de Campo Francisco Espoz y Mina. Javier Mina regresa a España a través de Valcarlos y Roncesvalles, llegando a primeros de mayo a Pamplona.
Fernando VII había regresado a España y el 4 de mayo de 1814 firmó en Valencia un decreto por el que declaraba la nulidad de la Constitución de 1812, y todo cuanto se había actuado a partir de su renuncia al trono y su estancia obligada de seis años; retenido en el palacio francés de Valencay por órdenes de Napoleón.
A partir de mayo se desplegó por toda España una represión generalizada sobre quienes habían colaborado o participado en las actividades de los gobiernos liberales de 1808 a 1814. Alertado por el posible desmantelamiento de la «División de Navarra». En una actitud ingenua, Francisco Espoz y Xavier Mina, se dirigen en el mes de julio a Madrid, para solicitar del rey la reposición de la Constitución.
Francisco Espoz pidió además que se concediera a su sobrino (Mina) el grado de coronel y el mando del Regimiento Húsares de Navarra, en mérito a su brillante expediente y a los cuatro años que pasó prisionero en Francia. El ministro Eguía rechazo las peticiones y tuvieron que regresar a Pamplona.
De acuerdo a un plan B que tenían acordado con otros generales liberales en Madrid, se abocaron a preparar el pronunciamiento de sus tropas con intención de restablecer la Constitución de 1812. El día 25 de septiembre se lleva a cabo un intento frustrado de pronunciamiento en Pamplona, resultando un fracaso. Huyen por separado a través de los Pirineos y se dirigen a Francia, quedando Dax como sitio de encuentro.
El 4 de octubre Javier Mina y seguidores, entre ellos el coronel Asura, son capturados por los gendarmes franceses después de pasar la noche en Ainhice-Mongelos, siendo conducidos a Pau, y más tarde serán enviados a Burdeos. El día 11 llegaron a Burdeos varios oficiales españoles con intención de llevarse a los retenidos: Xavier Mina, coronel Asura, capitanes Fidalgo, Tolosana y Linzoáin, tenientes Asura, Erdozáin y Hernández y el capellán Michelena.
Gracias a los derechos de asilo que ejercía el rey francés, Luis XVIII, se impidió su captura por los oficiales de Fernando VII y se les envió en calidad de prisión atenuada a la ciudadela de Blaye, en la desembocadura del río Garona.
Tiempo después Mina pasa a Bayona. Incapaz de combatir contra el rey Fernando VII en España, realizó el mismo camino de todo traidor liberal, a Londres, Inglaterra. En ese lugar conoce a fray Servando Teresa de Mier, sacerdote novohispano, quién escribía sobre la guerra de Independencia de México, y planea formar una expedición para ayudar a los insurgentes de la Nueva España, invitando a Mina y a otros en la aventura.
Entre mayo y julio de 1816, realizó su viaje libertador desde Inglaterra hasta los Estados Unidos. Esta expedición se lo puede insertar en el cuadro general de todas aquellas expediciones «libertadoras» que, desde la invasión francesa de España en 1808, intentaron independizar los territorios americanos que pertenecían a la Corona española.
La pionera, sin duda, es la que intentó Francisco de Miranda en Venezuela, en 1806, pero que resultó un fracaso. Las que resultaron mucho más exitosas, aprovechando la extrema debilidad de España, fueron por ejemplo la expedición del propio Francisco de Miranda con Simón Bolívar en Venezuela en 1810, y las enviadas por la Junta revolucionaria de Buenos Aires en 1810 y 1811 para liberar la Banda Oriental (Uruguay), el Paraguay y los territorios del interior del Virreinato del Río de la Plata.
En el virreinato de la Nueva España, fueron continuas las expediciones terrestres y marítimas que, desde la Luisiana estadounidense y los territorios desiertos de Texas, intentaron penetrar para apoyar y reforzar a la insurgencia. En agosto de 1813 se organizó una de gran magnitud con más de tres mil hombres, que necesitó toda la dedicación del general realista Joaquín de Arredondo, para sofocarla en la memorable batalla en los Campos de Medina, en el interior de Texas.
Algunos lores británicos liberales posibilitaron la reunión de algo más de 20 oficiales españoles, italianos y británicos, embarcándose el 15 de mayo de 1816 en Liverpool rumbo a los Estados Unidos. El 30 de junio llegan a Norfolk, Virginia, donde su empresa pareció naufragar.
Entre julio y septiembre de 1816 Francisco Javier Mina se estableció en las costas del noreste de Estados Unidos, en Baltimore, para tratar de conseguir todo tipo de ayudas económicas, materiales, y humanas para preparar su expedición contra la Nueva España.
Javier Mina se reunió con un grupo de agentes hispanoamericanos para organizar la expedición, entre ellos Manuel Torres, Miguel Santamaría y José Rafael Revenga; estos ayudaron a conseguir la ayuda financiera de unos comerciantes de Baltimore, en tanto Pedro Gual asumió el papel de jefe de prensa.
Finalmente pudo armar dos embarcaciones y una fuerza de 250 hombres al mando del corsario francés Louis-Michel Aury. La expedición zarpó el 27 de septiembre de Baltimore a Puerto Príncipe. Después de viajar a Haití en octubre, partió el 23 de octubre, rumbo a la isla de Galveston, a donde arribó el 24 de septiembre de 1816.
Javier Mina se instaló en Galveston, en las costas de Texas, desde entonces puso en práctica sus conocimientos como guerrillero. Eso lo hizo desde su llegada a los Estados Unidos, se dedicó continuamente a tratar de confundir a las fuerzas realistas, para que no tuvieran información correcta de sus movimientos, armamento, pertrechos, y sobre todo sus intenciones.
Estuvo por New Orleans y tras algún tiempo se embarcó de nuevo en Galveston, el 16 de marzo de 1817. Cuando los realistas realizaron maniobras por mar y por tierra, para destruir Galveston, Javier Mina ya se había largado con rumbo desconocido el 5 de abril de 1817.
En la desembocadura del rio Bravo del Norte, en donde se aprovisionó de agua, dirigió el 12 de abril una proclama a sus soldados en la que pidió disciplina y respeto a la religión, a las personas y a las propiedades.
El 15 de abril desembarcó en Soto la Marina, Tamaulipas, en la desembocadura del rio Santander, población que toma al estar abandonada. El 25 del mismo mes imprime otra proclama, en una imprenta que llevaba consigo, en la que hizo saber los motivos de su intervención en Nueva España.
La alarma entre los realistas del Nuevo Santander, en el noreste de la Nueva España, una de las regiones costeras de las Provincias Internas de Oriente, un inmenso territorio que comprendía las regiones de Coahuila, Nuevo León, Texas y Nuevo Santander, se propagó rápidamente, al ser avistados los barcos del famoso liberal español-navarro Javier Mina a mediados de abril de 1817, frente a las costas de la desembocadura del Río Grande, o Río Bravo.
La alarma volvería a cundir, cuando el teniente coronel Juan Fermín de Juanicotena, a la sazón Gobernador interino del Nuevo Santander, le comunicó a su superior el general Joaquín de Arredondo, Comandante General de estas Provincias Internas, que los realistas encargados de vigilar esa costa no habían observado «desembarco alguno» de los enemigos, por el puerto de Ríogrande «como se temía», pero sí por el puerto de Soto la Marina el día 22 de este mes, punto de la costa situado mucho más al sur, a unos 160 kilómetros.
Lo que consta en el Oficio de Juan Fermín de Juanicotena a Joaquín de Arredondo, Aguayo, 24-IV-1817. Entre los meses de abril y mayo se pudo observar todos los recursos propagandísticos que empleó Javier Mina para captar a la población del Nuevo Santander, e igualmente sus sagaces y astutos movimientos por este territorio para desconcertar, confundir y dividir a los realistas.
Entre el virrey Juan Ruiz de Apodaca y el general Joaquín de Arredondo, comandante General de estas Provincias, la relación se tornó muy ríspida, el virrey quería que el caso del guerrillero Javier Mina se liquidara rápido y el general Arredondo trataba de ser excesivamente cauteloso, no quería avanzar sobre pistas falsas que lo llevaran a malograr la persecución.
En Nuevo Santander, las tropas de Francisco Mina se fortificaron en el sitio donde habían desembarcado, en la playa de Soto la Marina, en ese lugar habían construido un fuerte, el lugar estaba vigilado por los buques que había traído Mina en su expedición y que estaban allí anclados.
El virrey de la Nueva España, Juan Ruiz de Apodaca, le encargó al brigadier Francisco Beranger que con la fragata «Sabina» destruyera dichos barcos y así privar a los enemigos de «todo recurso para su fuga». Sin embargo, había escases de naves. La fragata Sabina realizaba importantes tareas, como poner a salvo la carga de azogue (mercurio), vital para el trabajo de las minas.
Desde el año 1814, todo tipo de expediciones insurgentes arribaban a cualquier punto de la costa, donde hubiera menos vigilancia realista. La costa era bastante extensa lo cual hacía imposible cubrirla en su totalidad. Beranger tuvo que obedecer la orden del virrey, dejando momentáneamente, la misión a la que estaba encomendado.
El virrey Apodaca, mantenía al tanto de estas maniobras al general Arredondo, quien se dirigía con sus tropas dicho lugar. Una vez que Beranger pusiera en fuga a la flotilla naval de Javier Mina, se ocupara de liquidar a toda la «chusma» que hubiera desembarcado en tierra. El virrey estaba muy impaciente y quería que el general Arredondo acabara de una vez con los «facciosos» del «traidor y despreciable estudiante Mina».
No quería que hubiera más «dilación» ya que se corría el riesgo de que la rebelión se propagara por las provincias vecinas. Este obstáculo estaba dejando «paralizadas otras muchas operaciones» contra los insurgentes, y ya estaban causando algunos problemas en otros «puntos importantes» de la Nueva España. No era aconsejable tener fijo en un mismo sitio las escasas tropas realistas con la que disponían.
En el «Informe del brigadier Francisco Beranger al virrey Apodaca, a bordo de la Fragata Sabina sobre la barra de Tampico, 26-V-1817. Gaceta extraordinaria del Gobierno de México, 4-VI-1817 (AGMAB, Expediciones a Indias, leg. 58, nº 72».
Beranger le cuenta al virrey como fueron las acciones. Tras informarse en Tampico de las «fuerzas y situación del rebelde», la fragata Sabina había partido para bordear las costas del Nuevo Santander el 17 de mayo, escoltada por las goletas «Belona» y «Proserpina».
Al día siguiente, Francisco Beranger, descubrió fondeados en Soto la Marina los barcos que tenía Mina, estos eran la fragata «Cleopatra», con doce carronadas (cañones cortos), el bergantín «Neptuno», con catorce cañones, y otra goleta más, y creía que los rebeldes habían instalado una batería de seis cañones en tierra desde donde poder hacer fuego sobre los realistas.
Las fuerzas realistas dispararon sobre la batería y la «Cleopatra», y una de las granadas lanzadas desde tierra por los mismos insurgentes dio en el almacén de pólvora de la fragata causando un «incendio horroroso». Los hombres de la Cleopatra al ver que los botes y lanchas enviados por el brigadier Francisco Beranger se acercaban, abandonaron la fragata y se marcharon a tierra. La Cleopatra sería capturada el 18 de mayo por los realistas.
A bordo de la Cleopatra encontraron una cantidad de documentos con información interesante sobre los planes de Javier Mina y sus acompañantes. La Cleopatra fue incendiada. Finalmente, Beranger no dejó de recomendar al virrey a la tripulación de la Sabina. La versión del aventurero estadounidense Robinson, simpatizante de los insurgentes, en sus «Memorias» es parecida, aunque precisa dos detalles más:
La goleta de la flotilla de Mina se llamaba «Elena Tooker», y las tiendas de campaña que habían instalado los insurgentes en la playa junto a la batería fueron las que «llamaron la atención» de los barcos realistas. En cuanto al bergantín Neptuno fue obligado a embarrancar, yéndose a pique, mientras la dicha goleta se daba a la fuga, sin poderla alcanzar por su «extraordinario andar».
La victoria de Francisco Beranger fue celebrada por el virrey Apodaca, y lo recomendó para la Cruz de Comendador de la Real orden americana de Isabel la Católica, a los dos oficiales más destacados, los tenientes de navío y fragata Vigodet y Pavía, para su ascenso, concediendo además a toda la tripulación un escudo que portarían en el brazo derecho con la siguiente inscripción: Al importante Servicio en Soto la Marina.
La noticia de la victoria fue comunicada por el virrey al rey, el cual «convencido» de la «importancia del servicio» aprobó las dos recomendaciones del virrey sobre la Cruz de Comendador y los dos ascensos. Mientras las fuerzas del general Arredondo, por tierra, trataban de acorralar a Javier Mina para que no pudiera escapar ni hacia Monterrey ni al interior de la Nueva España.
La destrucción de la flotilla en Soto la Marina lograba cortarle la retirada a Mina en el caso de que quisiera batirse en retirada. También, la victoria de la Sabina daba seguridad y confianza a la navegación mercantil que se hacía en aquellas aguas y en las circundantes. Los realistas de La Habana saludaban con gran alegría la «fausta noticia» de la destrucción de la flotilla de Mina, acabándose con ello el «pavoroso temor e inminente riesgo» de surcar las mismas.
Las dos goletas realistas la Belona y la Proserpina, que participaron en la acción en Soto la Marina, se encargaron de trasladar los ochenta prisioneros insurgentes de la expedición de Francisco Javier Mina apresados a la cárcel del castillo de San Juan de Ulúa en Veracruz, para después ser enviados a Cádiz y Ceuta, y ser allí juzgados.
Mientras tanto, las autoridades realistas, tanto en la Nueva España como en la península, esperaban el definitivo final de la expedición de Mina. Javier Mina, hacia circular que venían en su socorro tres mil hombres desde Inglaterra. Esos rumores típicos de Javier Mina, ya los conocía el general Joaquín Arredondo, que estaba concentrado en atrapar a Mina.
Cuando sucedió el enfrentamiento en Soto la Marina, Arredondo había recibido catorce buques mercantes, que llegaron escoltados por las goletas Belona y por la goleta Proserpina, y en los buques llegaba un refuerzo considerable de armamento: 100 fusiles, 60.000 cartuchos embalados y 8.000 piedras de chispa. La suerte de Mina era cuestión de tiempo.
Mientras Arredondo estaba en un campamento en las cercanías del pueblo de Borbón, en el límite de las provincias de Nuevo León y Nuevo Santander, con unos 1.400 hombres, y esperando recibir otros 2.500 de distintos lugares próximos del virreinato, se sabía, por informaciones recibidas por el propio virrey, que Mina había entrado el 6 de mayo en la villa de Croix con 200 hombres donde «quemó la Picota [símbolo de la autoridad real], mandó picar el cepo» y «puso Alcalde».
Al día siguiente el coronel estadounidense Perry, subordinado de Javier Mina, también había entrado en la misma villa con 100 hombres de caballería. Arredondo recibía noticias constantes de las autoridades realistas, como las del gobernador de la provincia del Nuevo Santander, Juan de Echeandía, y las del alcalde de Santander, sobre los movimientos de una de las principales partidas insurgentes de Mina, dirigida por el teniente coronel Valentín Rubio y que había salido de Soto la Marina, en torno a la zona central de la provincia.
El 18 de mayo, el general Arredondo se había enterado de que Rubio había entrado en Santander con 53 hombres «bien armados», recorriendo los alrededores de San Fernando y Cruillas. También se enteraba por las informaciones de un espía realista y del párroco de allí huido, de que en Soto la Marina habían desembarcado unos 600 insurgentes.
También se hablaba, de una serie de armamento pesado, como cañones, morteros y obuses, lo que era falso y, lo que es más grave, de que «muchos incautos» se estaban «agregando» a las partidas de Francisco Mina. En realidad, en Soto la Marina sólo se habían quedado unos 100 hombres, mientras todos los demás rebeldes integraban dichas partidas.
Arredondo, al escribir por entonces al virrey Apodaca, restaba importancia a estas incorporaciones insurgentes que recibía Mina, pues a pesar de todos los «bandos, proclamas y papeles…seductivos» que había lanzado con este fin, su fuerza sólo había aumentado «algún tanto» mientras la «masa general» de las provincias permanecía «buena y fiel a su Soberano».
También comunicaba Arredondo que había emitido una «Proclama», dirigida a todos los habitantes del Nuevo Santander, para cortar en seco cualquier progreso o afianzamiento de Mina en dicho territorio. Les advertía muy claramente en ella que, como «fieles Españoles» que eran, no se dejaran engañar por el «rebelde y codicioso» Mina, ni por su compañero fray Servando Teresa de Mier, procesado por la Inquisición y por sus «malas inclinaciones».
«aparentando que os vienen a dar libertad y haceros felices, al mismo tiempo… os llenarán de esclavitud y miseria, os harán olvidar la Santa Religión de vuestros Padres y se burlarán de vosotros».
Además, para todos aquellos «desertores» que, olvidando sus «obligaciones de cristianos y de vasallos», se habían unido a esta «gavilla» de «desnaturalizados», les ofrecía el «perdón» como «representante de nuestro amado Rey y Señor el piadoso y amadísimo Fernando», debiéndose presentar en regla para ello en su campamento. También ofrecía este perdón a todos aquellos «españoles y extranjeros» que hubieran venido «engañados» en compañía de Mina.
La proclama del general Arredondo contiene juicios certeros en el sentido histórico y político, puesto que, si la mixtificación revolucionaria insurgente que representaba el credo político liberal de Mina era muy patente en ese momento, en contraste con la base ideológica y religiosa de los realistas, más adelante ya no lo será tanto.
Es decir, que cuando estalle la revolución liberal de 1820 en España y se someta, de grado o por fuerza, Fernando VII, el desengaño será tan fuerte en el pueblo y en las autoridades realistas americanas que, prácticamente, el proceso consumador de las independencias será pan comido. Los caudillos libertadores tendrán entonces vía libre para llevarlas a su consumación.
El capitán realista Luciano García informaba que, además de la partida principal del teniente coronel Rubio, había una serie de «partidas ambulantes», dirigidas por los cabecillas Máximo García, José Llanos y Miguel Paredes, que rondaban por las «inmediaciones» de la villa de Santander, al parecer con la intención de «avanzar hasta Monterrey… por esta vía».
Tomando las informaciones proporcionadas por el alcalde realista de Aguayo, el propio Javier Mina había afirmado en Croix que tras dar unos cuantos ataques se haría con «gente suficiente», lo cual completó uno de sus subordinados, apellidado Zárate, propalando a su vez que «gente les sobraría», pues podían sacar de los Estados Unidos de 12 a 15 mil hombres «muy adictos» para la «empresa».
Se sabía que Javier Mina se estaba «fortificando» en Soto la Marina, en donde estaba construyendo dos fuertes, uno en la población del mismo nombre, y otro en la playa, a unos 60 kilómetros del mismo. Por todo ello, el general Arredondo confesaba al virrey que no podía «acabar de comprender el plan o ideas de Mina», ni tampoco si contaba o no con «auxilios por otra parte».
De cualquier manera, Arredondo se proponía continuar sin descanso con su marcha a través del Nuevo Santander, y de hecho ya estaba llegando a los pueblos que había «corrido el enemigo», hasta poder llegar a batirse con esa «reunión de facciosos» acaudillada por Mina.
La mayoría de los reclutados por Javier Mina eran del extranjero, en especial de los Estados Unidos, la mitad eran angloamericanos, por lo que se puede comprobar que las tropas provenían del espectro político revolucionario y liberal que se habían dispersado por Europa y por América, y también de las masonerías.
El general Arredondo no aceptaba porque el virrey no entendía los retrasos y la prudencia aplicada, a pesar de las dificultades y las críticas circunstancias por la que atravesaban todas las provincias a su mando «reducidas a la mayor miseria», para llegar a Monterrey, lugar donde supuestamente se encontraría Javier Mina.
Arredondo le hacía notar con admiración al virrey el «patriotismo» y «extraordinario esfuerzo» de los habitantes de los territorios por donde pasaba, ya que sin la más mínima violencia ofrecían en todo momento su colaboración y bienes para facilitar y agilizar el paso de sus tropas hacia el objetivo que tenían determinado.
Hernández y Dávalos, en su monumental obra sobre la independencia de México, recogió un valioso documento donde se habla, ante la entrada de los «facciosos» de Mina, de la «fidelidad de los Pueblos que, entre aclamaciones y lágrimas de júbilo», recibían a las tropas realistas «con los brazos abiertos como a sus libertadores», en Anónimo, Padilla, 30-V-1817, en Hernández y Dávalos, 1985, t. VI, p. 645.
Lo cual es una prueba nada despreciable de que, contrariamente a la bibliografía oficialista puede dejar entender, las resistencias del pueblo hispanoamericano, de todos los estratos sociales, a dejarse llevar por los vientos emancipadores fueron más que notables, si no muy grandes.
El objetivo de Javier Mina era el de «seducir y alborotar los pueblos para hacerse de partidarios, de caballada y otros recursos para levantar las Provincias», como consta en «Órdenes del virrey Apodaca a Joaquín de Arredondo, México, 29-V-1817 (AGN, Historia, vol. 152, exp. 1, fos 99-100)».
El virrey desde la distancia no podía apreciar en el terreno las complicaciones tácticas, estratégicas y logísticas a las que se enfrentaba el general Arredondo, quien no veía claro ni dónde estaban las fuerzas de Javier Mina, ni lo que se proponían, ni cómo poder aplastarlas.
Javier Mina, dirigió desde Soto la Marina el 22 de mayo, una carta al general Arredondo donde resaltaba que él y sus hombres no eran simples «corsarios ni forajidos» sino que, muy al contrario, contaba entre sus filas a «tiradores certeros de los Estados Unidos», además de una «oficialidad numerosa» proveniente de la «flor de sus familias», tanto de España como de otros países.
Finalmente, le proponía a Arredondo que se pasara a su «partido», pues para un «militar de rango» como él era mucho más «decoroso y útil» pronunciarse a favor de una «emancipación» que era ya «irremediable», además de ser una «guerra justa» contra el «tirano» de Fernando VII. Y en caso de que se decidiera, le ofrecía un cómodo retiro en los Estados Unidos asignándole el «capital que pueda apetecer para vivir con su familia en descanso y prosperidad».
El texto completo se encuentra en: Carta de Javier Mina a Joaquín de Arredondo, Soto la Marina, 22-V-1817. Copia de la original en el archivo a cargo de Pedro Simón del Campo, Hacienda de la Gavia, 25-V-1817 (AGN, Historia, vol. 152, exp. 1, fos 89-93).
El 24 de mayo, Javier Mina, emprendía la marcha hacia el suroeste, con 308 hombres, hacia el interior de la Nueva España, no sin antes haber saqueado las haciendas realistas, próximas a Altamira y Tampico, de «Palo Alto» y «El Cojo». Javier Mina además tampoco podía quedarse atrincherado en Soto la Marina pues La Sabina, recordemos, había acabado con todos sus buques.
Sin embargo, el virrey, que se estaba temiendo lo peor, recriminó ásperamente al general Arredondo por no haber «vuelto a tener noticias ni aviso alguno de sus marchas y operaciones», ordenando de paso al coronel Benito de Armiñán, Comandante General de la Huasteca —norte de Veracruz—, que se estableciera con las «fuerzas necesarias» en el sur, en Tampico y Altamira, para «cubrir aquel punto».
El virrey también le ordenaba a Arredondo que «sin perder instante» atacara la fortificación de los rebeldes en Soto la Marina «pasándolos todos a cuchillo». Mina sabía que en casi treinta días que su desembarco en Soto la Marina, y doce en la desembocadura de Ríogrande del Norte, no pudo dividir las fuerzas de Arredondo.
El brigadier Torres le informaba al virrey que había ordenado a las fuerzas que tenía apostadas en el Valle del Maíz, en el camino a San Luis Potosí, que intentaran cortar el paso a Mina, aunque sería muy difícil pues no disponían de «fuerzas militares para este enemigo». El virrey el 11 de junio, ordenaba a Torres que acudiera «sin dilación al paraje» por donde los «malvados» de Mina pasaran, para atacarlos hasta acabar con ellos. Y ordenaba al Coronel José Ruiz, apostado en Querétaro, a unos 200 kilómetros al sur de San Luis Potosí, que acudiera en su ayuda para reforzarlo.
Javier Mina al tratar de internarse en la Nueva España sufrió un descalabro poco después en el Valle del Maíz por el ataque de la caballería realista, obligándole a dispersarse «por otros rumbos». El 16 de junio fue atacado por las fuerzas del coronel Armiñán cerca de San Luis Potosí, donde murieron 95 de los insurgentes, y los restos que le quedaban giraron hacia el norte dirigiéndose de nuevo hacia Saltillo y Monterrey.
Javier Mina ya había sido advertido por el coronel estadounidense Perry, su fiel compañero de expedición hasta que le abandonó, de que «en su opinión la división era demasiado débil para poder ser útil a los patriotas, y que según todas las probabilidades sería completamente deshecha». Mina fracasó por las carencias de la expedición y que, aun en ese momento el poder realista en España y en América, era fuerte y habrá que esperar la revolución de 1820 en la península, para que los insurgentes pudieran conseguir lo que querían.
El 12 de julio de 1817 el Virrey Apodaca emitió un Bando para toda la Nueva España poniendo precio a la cabeza de Mina y gratificando con 500 pesos a aquel que lo hiciera prisionero. Asimismo, gratificaría con 100 pesos a aquel que hiciera preso a cualquiera de los compañeros de Mina. Finalmente, en octubre de 1817 el Virrey Apodaca recibió el parte de la «feliz ocurrencia» de la «prisión del traidor Mina» en la hacienda del Venadito, Guanajuato.
Fue capturado por el dragón —soldado de caballería— José Miguel Cervantes, a quien recompensó el Virrey con el empleo de cabo y una gratificación de 500 pesos, concediéndole además en nombre del Rey un escudo con el lema: Prendió al traidor Mina. Javier Mina fue fusilado en el Crestón del Bellaco el 11 de noviembre de 1817. Otros historiadores dirán que fue en el Fuerte de los Remedios, Pénjamo, Guanajuato, Nueva España.
Fernando VII recompensó a Apodaca (a quien ya en 1816 había remunerado su mérito y constancia militar con las grandes cruces de San Fernando y San Hermenegildo) por estos méritos especiales contraídos en la Nueva España, haciéndole merced del título de Conde del Venadito, Vizconde de Apodaca, para sí, sus hijos y sucesores, por un Real Decreto de mayo de 1818.
Rafael del Riego Flórez
Rafael José María Manuel Antonio del Riego Flórez Núñez Valdés, ese es el nombre completo que figura en su partida de nacimiento. Sus padres fueron Eugenio del Riego Núñez y Flórez Valdés y Teresa Flórez Valdés, eran primos y eso es motivo de confusión con el apellido del general Riego; en las biografías y en otros escritos.
Rafael del Riego Flórez Núñez Valdés, nació en Tuña, Asturias, el 7 de abril de 1784. Procedía de una familia hidalga asturiana pero no de riqueza, y eran de un pequeño pueblo de Tuna, en la comarca de Cangas de Tineo y en la actualidad llamada Cangas del Narcea.
Su padre Eugenio del Riego Núñez y Flórez Valdés, fue Administrador de Correos en Oviedo, un funcionario de poca importancia y aficionado a la poesía. Rafael fue matriculado en Leyes en la Universidad de Oviedo, pero fracasó debido a su poca dedicación y a la escasa disciplina para el estudio de la jurisprudencia.
También fue enviado al seminario diocesano para estudiar cánones, pero carecía de vocación religiosa y carecía de capacidad para el estudio, por lo que decidieron que lo mejor era que dejara el seminario. Ante la preocupación familiar, Rafael iba de tumbo en tumbo hasta terminar en una tumba; la única salida que le quedaba a un hidalgo venido a menos fue la carrera militar.
Fue enviado a la Compañía de Guardias de Corps, postulándose como cadete, y al pertenecer a una familia hidalga se le abrieron las puertas. Fue Alcalá Galiano, quien lo conoció y tuvo un trato intenso, según Galiano, su formación intelectual era deficiente pues tal como manifiesta en sus «Memorias»:
«Tenía Riego alguna instrucción, aunque muy corta y superficial, no muy agudo ingenio ni sano discurso, si bien no dejaba de manifestar del primero algunos destellos, condición arrebatada, valor impetuoso en los peligros, a la par con escasa fortaleza en los reveses y con perenne inquietud, constante sed de gloria, la cual, consumiéndole, procuraba satisfacerse, ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad increíble. Sus modales, siendo bien nacido y no mal criado, eran algo toscos, contribuyendo a hacerlos tales su impaciencia. En la época en que vine yo a verle y a conocerle, estaba señalándose entre los conjurados de su clase por su actividad inquieta y por su celoso deseo de no desperdiciar el tiempo». (Memorias, cap. XXIV)
Lo cierto es que carecía de dotes para ser un jefe militar, y mucho menos para ser un político exitoso. Evaristo San Miguel, quien fue su amigo personal y ayudante de campo, recuerda de Rafael: «Era vivo, fogoso, impetuoso, hombre de primeras impresiones, y muy poco reservado en ocasiones que aconsejan la reserva.»
Durante la Guerra de la Independencia participó como oficial del Regimiento de Guardias. Luego de la derrota del ejército regular se refugia en Asturias con la intención de alistarse en la resistencia contra las tropas napoleónicas. Fue nombrado capitán del Regimiento de Tineo, y luego agregado al Estado Mayor y ayudante de campo del General Acevedo.
Fue hecho prisionero en la batalla de Espinosa de los Monteros, y fue enviado a Francia, donde pasaría seis años en las cárceles francesas. Fue confinado en los «depósitos» de Dijon, de Mâcon y en Chalon-sur-Saône, cerca de la frontera con Suiza. Es durante su cautiverio donde entraría en contacto con las corrientes liberales emanadas de la Revolución francesa, las que asume como propias y sobre todo con la masonería.
El historiador José María Ortiz de Orruño, en la entrada que le dedica a Riego en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, dice que fue durante su reclusión en Francia donde «conoció a fondo la ideología revolucionaria leyendo libros de historia, filosofía y derecho», y «a través de los militares presos de otros países, entró en contacto con las logias masónicas y se convirtió al liberalismo más radical».
También es verdad que una cierta cultura liberal y las ideas ilustradas era parte de la vida familiar en la que se había formado.
A finales de 1813 consiguió escapar de Chalon-Sur-Saône a Suiza y, tras atravesar Alemania, en Países Bajos logró embarcar rumbo a Londres en enero de 1814. De Londres viajó a Plymouth y allí toma un barco para desembarcar en la Coruña. Riego regresa, pero no para continuar la lucha contra Napoleón ni para salvar el sistema constitucional.
Llega a tiempo para jurar la Constitución de 1812 ante el General Lacy, antes de que en mayo fuera derogada. Como todos saben, con el retorno a España de Fernando VII; luego del cautiverio francés, se negará a jurar fidelidad y esa Constitución será abolida y restableciendo la monarquía absoluta.
El rey Fernando VII inició una represión contra afrancesados, liberales y elementos masones. Rafael del Riego no fue encarcelado porque hasta entonces no había ejercido altos cargos y tampoco había sacado a la luz la ideología exaltada que comulgaba. A pesar de ello Rafael del Riego seguirá prestando servicios en el ejército realista, pero al mismo tiempo será un asiduo visitante de las logias masónicas donde se conspiraba.
Durante el sexenio absolutista (1814-1820) Rafael del Riego pasó por diversos destinos, Madrid, Bilbao, Logroño, La carolina, hasta que en noviembre de 1819; con el grado de teniente coronel, fue nombrado jefe del 2º batallón del Regimiento de Asturias acantonado en Las Cabezas de San Juan, Sevilla. El ejército expedicionario estaba al mando de Evaristo San Miguel, amigo y paisano, y compartían las ideas liberales.
Con motivo de las sucesivas rebeliones en los territorios de ultramar, el rey Fernando VII organizó un cuerpo expedicionario de veinte mil hombres con el fin de socorrer a las tropas leales de América, ante la sublevación de Bolívar y San Martín. A falta de barcos, esperaron en vano en la bahía de Cádiz mal alimentados, peor equipados y sin recibir las pagas a tiempo. Rafael del Riego entonces tenía treinta y cinco años, y estaba a la espera de ser embarcado para América.
Los jefes y oficiales de estas unidades, ya preparaban el levantamiento militar para llevar al poder a los liberales, pronunciamiento que había sido prologado desde 1814 por otros, encabezados por los generales Mina, Porlier, Lacy, Milans del Bosch y Vidal, todos ellos con el mismo propósito.
Rafael del Riego, como la mayor parte de los oficiales estaba comprometido en la sublevación, como también lo estaba el propio General en jefe del Ejército Expedicionario, acantonado en Andalucía, Enrique José O’Donnell, conde de La Bisbal, personaje de sinuosa conducta y sospechosas lealtades.
Las fuerzas que había reunido la Corona en Cádiz y en San Fernando constaba de 20.200 infantes, 2.800 jinetes y 1.370 artilleros con 94 piezas de campaña, otras de menor calibre y abundante parque. Había catorce escuadrones de caballería. Como dijimos antes el comandante de la expedición era Enrique José O’Donnell, conde de La Bisbal, pero tras ser acusado de conspirar fue relevado por el capitán general de Andalucía, Félix María Calleja del Rey, antiguo virrey de Nueva España.
Las fuerzas navales, al mando de Francisco Mourelle, que debían escoltar a los transportes estaban formadas por cuatro navíos de línea, de tres a seis fragatas, cuatro a diez bergantines, dos corbetas, cuatro bergantines goleta, dos goletas y treinta cañoneras. La tripulación se componía de 6.000 marinos.
El total de hombres se discute, pero se habla de 20.000, 22.000 o 25.000. Unos historiadores dicen que el plan era dirigirse a Venezuela, otros que debía desembarcar cerca de Montevideo y apoderarse de Buenos Aires. Otros, por último, afirman que iba dirigida a México, asegurando lo más valioso de la monarquía, siendo el Río de la Plata un montaje para el engaño, tal como pasó con la expedición de Pablo Morillo a Venezuela.
A partir de este momento empieza su verdadero protagonismo de Riego, las vueltas de la vida hicieron que de todos los conjurados fuera solo Rafael del Riego quien logró un éxito inicial efímero. Un grupo importante de oficiales habían planeado la décima conspiración en pocos años contra el rey Fernando VII o, contra su Absolutismo extremo y el grupo corrupto que le rodeaba.
Pero un oportuno aviso o un chivatazo de última hora llevó al arresto de los principales conspiradores. El coronel Quiroga, superior inmediato de Riego, era quien debía dar el golpe, pero se retrasó un día y fracasó. El general O’Donnell, era conocedor de la existencia de una conjuración masónica en marcha. O’Donnell era un masón iniciado y estaba comprometido, pero de acuerdo a sus conveniencias, actitud muy propia de él, cambió de bando.
Hizo detener a los jefes más importantes del movimiento, entre ellos a Evaristo San Miguel, y al coronel Antonio Quiroga. Hombre astuto a pesar de estas detenciones no quiso en virtud de su doble juego desactivar el golpe, de hecho, en 1820 tras el alzamiento de Riego él se sumó a la causa. Después sería nombrado Capitán General de Andalucía, que desde 1819 mandaba el ejército que iba destinado a América.
Por su acción ante los golpistas el gobierno le otorgó la Gran Cruz de Carlos III. Por ese doble juego no obtuvo nunca la confianza de los liberales y acabó sus días expatriado en Francia.
Ante esta situación, Rafael del Riego asumió el mando de la conspiración y, al frente de su batallón, pronunció su famoso discurso en Cabezas de San Juan el 1 de enero de 1820:
«Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo yo no podía consentir, como jefe vuestro, que se os alejase de vuestra patria, en unos barcos podridos, para llevaros a hacer una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compiliese a abandonar vuestros padres y hermanos, denjándolos sumidos en la miseria y opresión. Vosotros debéis a aquellos la vida, y, por tanto, es de vuestra obligación y agradecimiento el prolongársela, sosteniéndolos en la ancianidad; y aún también, si fuese necesario, el sacrificar las vuestras, para romperles las cadenas que los tienen oprimidos desde el año 1814.
«Un rey absoluto, a su antojo y albedrío, les impone contribuciones y gabelas que no pueden soportar; los veja, los oprime, y, por último, como colmo de sus desgracias, os arrebata a vosotros, sus caros hijos, para sacrificaros a su orgullo y ambición. Sí, a vosotros os arrebatan del paterno seno, para que en lejanos y opuestos climas vayáis a sostener una guerra inútil, que podría fácilmente terminarse con sólo reintegrar en sus derechos a la Nación Española. La Constitución, sí, la Constitución, basta para apaciguar a nuestros hermanos de América.
«El Rey, que debe su trono a cuántos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución»
España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El Rey, que debe su trono a cuántos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación moderna.
La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Más el Rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el Rey jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los españoles, desde el Rey al último labrador…
Sí, sí, soldados, la Constitución.
¡Viva la Constitución!».
El 1 de enero de 1820 Rafael del Riego al frente del 2º batallón del Regimiento de Asturias, se «pronunció», y allí nació el término de «pronunciamiento». Si bien no fue el primer pronunciamiento, pero si fue el más conocido y de mayor trascendencia. Pero esta trascendencia no viene por el propio Riego, que solo mandaba un batallón, sino por la sublevación de todo el ejército español más adelante.
Por otro lado, hay que decir que ya estaba acordado mucho tiempo atrás, en los cuartos de banderas y en las logias masónicas. Esto llevaría a que Fernando VII, tras numerosas marchas y contramarchas, tuviera que restablecer la Constitución de 1812, aunque solo fuera por un periodo de tres años.
Rafael del Riego, por esos azares de la vida, llegó a ser la cabeza visible de un cuerpo masónico que había organizado el pronunciamiento de las Cabezas de San Juan y de lo que sucedería por toda España un poco después. La verdadera cabeza de todo esto estaba escondida detrás de los compases y los mandiles.
Luego del fracaso de la toma de Cádiz, previamente el general en jefe del ejército expedicionario, el conde de Calderón, había sido detenido en Arcos de la Frontera. Las tropas sublevadas iniciaron una larga y difícil marcha por Andalucía, el 27 de enero, proclamando la Constitución de 1812 y retirando de sus cargos a las autoridades absolutistas por los lugares que atravesaban.
En el camino no tuvieron resistencia, pero tampoco tenían noticias de otras unidades que se hubieran sumado a la sublevación. Para tratar de elevar la moral de la tropa, uno de los oficiales, el futuro general Evaristo Fernández de San Miguel, compuso un himno que pronto sería conocido como el Himno de Riego. Ciento once años después se convertiría en el himno oficial de España durante la Segunda República.
Rafael del Riego realizó con su batallón un recorrido militar por Andalucía, pueblo por pueblo, proclamando las bondades de la Constitución de Cádiz y las promesas de libertad y progreso. En realidad, se dice que el pueblo odiaba la Constitución y veía con simpatía y aclamaba con entusiasmo al rey Fernando VII. Riego mientras tanto seguía recorriendo Andalucía sin poder sumar adeptos a su causa.
Su perseguidor el general O’Donnell no terminaba nunca de darle alcance y presentar batalla. Las tropas de la Corona y los sublevados eludían el enfrentamiento. Cuando Rafael del Riego realizó su pronunciamiento, entre 3.000 y 5.000 de los 20.000 hombres acuartelados se sumaron su causa. Mucho se habló del oro distribuido por un liberal del Rio de la Plata, de eso hablaremos más adelante.
En ese momento la situación no era clara, no se podía asegurar si el golpe había sido un éxito o un fracaso. Los rebeldes no pudieron tomar Cádiz, pero tampoco los leales al rey lograban liquidar el levantamiento. El general O’Donnell seguía tomándose su tiempo para atrapar a Riego. Las fuerzas de Rafael del Riego estaban con la moral por el piso, estas se habían alejado hasta Extremadura refugiándose en las sierras a la espera de lo peor.
A inicios de marzo, ante esta incertidumbre, Rafael del Riego; convencido de su fracaso estuvo a punto de refugiarse en Portugal. Pero de pronto sucede otro motín militar en La Coruña, de signo liberal, orquestada por las mismas fuerzas en la sombra que el de Las Cabezas de San Juan. Esta rebelión liberal se extendió por casi todas las guarniciones militares.
Fernando VII, vio que el general O’Donnell, conde la Bisbal, no pudo detener a Riego y había evitado, no solo la confrontación con los sublevados, sino que se había sumado a ellos. Pero aun creía que el movimiento al no contar con el apoyo popular, se podría desintegrar. No estaba en sus planes el nuevo pronunciamiento de La Coruña que vino a consolidar el grito de Cabezas de San Juan.
En Madrid se comenzaron a formar manifestaciones ante el palacio real. El rey le ordenó al general Ballesteros que reprimiera las manifestaciones, y este se negó a cumplir. Ballesteros pensaba como muchos otros militares que era mejor ponerse del lado de los sublevados que enfrentarlos. La situación estaba controlada desde las salas de banderas de los cuarteles y desde las logias masónicas.
La rebelión se había extendido por todo el país y la Corona cayó en el desconcierto, el rey se asustó al conocer la noticia de que la Guardia Real también se sumaría al golpe. El rey Fernando VII sumido por el miedo tuvo que jurar la Constitución de Cádiz el día 8 de marzo. «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional», dijo el rey. Es increíble pero el absolutismo se derrumbó sin que se efectuara un disparo.
Debemos aclarar que Fernando VII, en estos momentos, no era el mismo de la conspiración de El Escorial ni el de la abdicación de Bayona. Tampoco era un déspota como lo pinta la historiografía liberal. Personalmente, era una persona austera, querido por sus servidores. Era de carácter firme y muy sagaz, desde el principio de su reinado tuvo la inteligencia de comprobar que el liberalismo era muy impopular entre las masas.
Fernando VII estaba convencido de su misión histórica y de la legitimidad de su poder absoluto, y él dependía de la fidelidad de sus súbditos. Al regresar del exilio decide abolir la Constitución de Cádiz, y esto obedece no solo al llamado Manifiesto de los Persas, que un grupo de diputados de las propias Cortes de Cádiz así se lo demandan, sino también al clamor popular.
Una muestra de la popularidad del rey se ve claramente luego de su regreso a Madrid en 1824, tras el Trienio Constitucional. Este viaje fue grandioso, el mismo rey se encargó de que su secretario apuntara en un memorando:
«En todas las grandes poblaciones y a distancia de un cuarto de legua, el pueblo desenganchaba las mulas del coche y se obstinaba en ponerse a tirar de él. A nuestra llegada y sin dar lugar a que descansásemos, se nos presentaba al besamanos y felicitaban a toda la familia real por el feliz y deseado acontecimiento de nuestra libertad, todas las clases del estado».
En la localidad de Pinto, muy cerca de Madrid, fue tal el fervor popular que tuvieron que utilizar para pasear por las calles al rey, un carro especial que estaba destinado en exclusiva para llevar al Santísimo Sacramento.
Fernando VII, en cuanto se vio apoyado por otro ejército, esta vez del absolutismo internacional, y tener el control del poder. Una de las primeras cosas que hizo fue acusar a Rafael del Riego de alta traición y mandarlo a ahorcar.
Luego del fracaso de Riego, de su peregrinaje por tierras andaluces, de la deserción de su ejército, y estando en Extremadura a punto de evadirse a Portugal, a finales de febrero se produjeron los pronunciamientos en La Coruña, Ferrol, Vigo, Zaragoza y Barcelona, que se identifican con el grito de Cádiz. El general O’Donnell, el Conde de La Bisbal, él que no quería reprimir a Riego, proclama en Ocaña la Constitución de Cádiz de 1812.
Fernando VII se ve obligado a jurar al Constitución de Cádiz, y empieza el mito y la gloria de Rafael del Riego y también empieza a mostrar su carácter impolítico. Mientras los sectores liberales moderados creían que el rey, tarde o temprano, comprendería sus bondades del sistema, Riego se convirtió en una figura mediática. En todos lados era recibido como un libertador.
La gente coreaba el himno republicano que aún lleva su nombre, un himno que habían cantado sus soldados durante el pronunciamiento. Aunque la versión hoy conocida, llena de palabras malsonantes, procede de la Segunda República. Muchas veces los liberales exaltados usaron la popularidad de Rafael del Riego, para presionar al gobierno y a las Cortes, mientras estas se desangraban en guerras internas entre radicales y moderados, entre los comuneros y los masones.
Rafael del Riego es llamado a Madrid por el rey, Fernando VII quiere congraciarse con él y nombrarle Capitán General de Galicia. Riego es recibido en Madrid como el gran héroe de la revolución y no pudo soportar tanto honor.
Después de su encuentro y conversación con el rey Fernando VII, su vanidad alcanza alturas insospechables. Se pasea por todas las Sociedades Patrióticas, como el Café Lorenzini, la Cruz de Malta o La Fontana de Oro, donde sin ningún respeto a la privacidad comenta su conversación con el rey y da a conocer lo que debía de quedar entre ellos.
De manera soberbia e imprudente, se dirige a los ministros, y les enrostra que le deben a él el ser lo que son y que se comportan de forma innoble con los héroes del Ejército de la Isla. Aprovechando sus días de fama, Rafael del Riego, intenta presentarse en las Cortes y pronunciar en ese recinto un discurso, como un caudillo del pueblo y el defensor de la Constitución.
Rafael del Riego, va a aceptar el homenaje populista que se le tributa en el Teatro del Príncipe, en ese lugar dará rienda suelta a su imprudente oratoria. Es en ese momento que se entona la coplilla «Trágala», de carácter antimonárquico, esto fue el fin de la paciencia de la autoridad política de Madrid, lo que le cuesta el ascenso.
«¡Trágala, trágala, trágala, trágala, trágala, perro!», rezaba el estribillo de la canción. El Gobierno desposeyó de todos sus cargos a Riego por desacato, si bien el pueblo llano aplaudió el pulso del «héroe de Cabezas de San Juan», el gobierno se conformó con su destitución de la recién nombrada capitanía general de Galicia y es enviado lejos como capitán general de Aragón, lo que viene a ser, poco más o menos, desterrado.
En Aragón repite sus imprudencias implicándose en movimientos republicanos, y en asuntos de Francia que hicieron que el gobierno francés protestara ante el gobierno de España por las actuaciones y tratos de Riego con revolucionarios franceses. Como si esto fuera poco, se enemistó con el Jefe Político de Aragón, el brigadier Francisco Moreda, hombre de mérito y militar constitucionalista sincero.
Riego le usurpó sus funciones, se le opuso en cuestiones que eran competencia exclusiva de la Autoridad Civil. Se dedicó a hacer propagandísticos por los pueblos de la región y logrando aún más la enemistad del rey, y que acabó por suspenderlo del cargo. En septiembre de 1821, fue arrestado por participar en una conspiración republicana. En Córdoba y en Málaga, siguió cometiendo desatinos, desplantes, graves imprudencias, con una prepotencia ostentosa.
Hay numerosas anécdotas sobre el comportamiento de Rafael del Riego, muchas de ellas encontraremos en las Memorias de Alcalá Galiano.
Rafael del Riego, haciendo oídos a una calumnia malintencionada de un cura irresponsable, sin pararse a comprobar la dudosa veracidad de su relator, arremetió contra el obispo de la diócesis, en un discurso que pronunció en el balcón del Ayuntamiento, llamándole traidor e indigno, por impedir a los sacerdotes de su diócesis el aleccionamiento de los feligreses en los principios constitucionales, lo cual no era cierto.
Cuando acabó su soflama les dijo a sus oyentes y a los ediles municipales que se fuesen a rumiar cuanto había dicho, con lo que estos, tomándolo muy a mal, dijeron que habían sido tratados como bestias. Del ayuntamiento salió rodeado de una multitud vociferante de aduladores encanallados que le jaleaban.
A poco se encontraron a pobre maestro de capilla que pasaba por servil, aunque era simplemente un pobre hombre y, obligándole a cantar el trágala, le propinaron patadas y bofetadas, de cuyo resultado se murió a los pocos días.
Alcalá Galiano, nos dejó escrito sobre Riego, entre otras cosas, lo siguiente:
«Riego, en general, era piadoso; pero en Málaga, contra su costumbre, hubo de verter sangre, y si la que corrió no fue del todo inocente, el acto de derramarla era injusto y loco, no observándose en los procesos las debidas formas, y siendo en aquella hora la crueldad el peor medio posible para mejorar la situación de los negocios». (Memorias, cap. XXIV)
El gobierno, en un acto de prudencia, no tomaba medidas represivas contra Riego, ya que las masas incultas aclamaban a Riego como un héroe, contuvo por un tiempo al gobierno. En las elecciones de 1822 le eligieron como diputado en el Congreso. Gracias a los votantes consiguió un acta de diputado por Asturias, hasta allí llegó la fama de Riego.
Rafael del Riego no era más que un títere, los rectores y cabezas pensantes del liberalismo eran otros, como Istúriz y Mendizábal, quienes movían los hilos y quedaban al margen de cualquier crítica. A raíz de un golpe absolutista en julio de ese año, Rafael de Riego y los exaltados asumieron la primera línea política en detrimento de los moderados.
Asumió la presidencia de las Cortes, cuando el sistema liberal estaba ya amenazado de muerte por la Santa Alianza, una unión de reinos del Antiguo Régimen que envió a España a los llamados Cien Mil Hijos de San Luis para restaurar el poder absoluto de Fernando VII. A la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, arremete contra el rey y vota por el criterio de suspenderle de sus funciones considerándole demente y confinándole en Cádiz contra su voluntad.
Rafael del Riego dejó su escaño como diputado, y dijo que tomaba las armas ante dos peligros que cernían sobre el régimen constitucional, una, las partidas realistas que habían proclamado la Regencia de Urgel y la otra, la invasión francesa de los Cien mil Hijos de San Luis, que comenzó en abril de 1823.
Este ejército francés avanzó hacia el interior de la península sin que se produjera ninguna reacción popular, al contrario, las guerrillas que se formaron fueron para combatir con los franceses al ejército constitucional. Riego, el 18 de agosto de 1823, lanzó una proclama dirigida al tercer ejército de operaciones, y concluye la misma con un «¡Viva la Constitución! ¡Viva el rey constitucional! ¡Vivan sus valientes defensores!».
Pocos días después la esposa de Riego partía para Inglaterra desde Gibraltar. Luego de la toma de Santi Petri por el Duque de Angulema y sitiados tanto las Cortes como el Ejército liberal por las fuerzas francesas en Cádiz, solicita Rafael del Riego que se le den mil hombres y cien mil ducados y se compromete a levantar partidas liberales en Andalucía para hostigar a los franceses y a los realistas, para romper el cerco.
Como no puede obtener lo solicitado, se va de la Isla con dos oficiales, un francés y el otro piamontés, con el fin de conseguir fondos que se le habían negado. Rafael del Riego se va a dedicar a saquear iglesias llevándose copones de oro y plata, custodias y otros elementos de culto. La columna de Rafael del Riego se había deshecho por las deserciones y lo habían dejado abandonado frente a todos.
Como fracasa en levantar partidas y nadie lo sigue, decide fugarse a Extremadura para pasar a Portugal, como lo había hecho tres años atrás. Riego comete el error de dar quince onzas de oro a un porquerizo para que le sirva de guía, este dándose cuente de quien se trata da aviso a una compañía realista.
El 15 de septiembre de 1823, lo detienen por la noche los voluntarios realistas en Arquillos, Jaén, en un cortijo que le servía de refugio, Rafael del Riego ni sus dos oficiales que lo acompañaban opusieron resistencia. Como era de esperar, Riego le suplica al oficial que lo arresta que no le haga daño, y le ofrece todo el dinero que lleva encima, y sin vergüenza alguna, le pide que lo abrace como a un compañero de armas.
Fue conducido preso a la cárcel de La Carolina. El comandante militar absolutista cuando dio la noticia del apresamiento de Rafael del Riego dijo: «¿Será bastante una vida, ni mil que tuviera, para borrar con ella sus atroces crímenes?». El obispo de Jaén celebró un Te Deum para celebrar la captura de Riego.
Con la caída de Riego, el bando constitucionalista sufre un golpe moral muy duro, dos semanas más resistirán los líderes liberales en Cádiz, y como no logran obtener una salida honrosa se entregan al rey. El 2 de octubre, dos días después de la caída del régimen constitucional, Riego llegaba a Madrid fuertemente custodiado.
Fernando VII incumplió su promesa de otorgar una amnistía sin excepciones. Rafael del Riego, impedido de huir a Gibraltar como hicieron muchos liberales, fue uno de los primeros en sufrir la venganza del Rey.
Sucede un hecho curioso, ya que Riego no fue juzgado por el levantamiento y la sedición de Cabezas de San Juan, que constituyeron una serie muy grave de delitos, como traición, sedición, desobediencia militar, rebelión y otros cargos, que con arreglo al Código de Justicia Militar de entonces eran más que suficientes para condenarlo a la pena capital. Tampoco había prescrito el delito, fueron realizados tres años antes.
Se juzga y condena a Riego por su conducta para con el rey. En favor de Rafael del Riego debemos decir que, como presidente de las cortes, ante la invasión de una potencia extranjera, actuó como prescribía la vigente Constitución de 1812, con los acuerdos de la mayoría de la cámara, todo realizado con sujeción a la legalidad.
El proceso estuvo plagado de irregularidades, le negaron las más elementales garantías procesales, se conculcaron todas las normas, se le negaron pruebas, se le dejaron de admitir documentos y testimonios que, en rigor, tenía derecho a presentar. El proceso fue una farsa legal. Como dijo el ex presidente argentino Juan Domingo Perón: «Para los amigos todo, para los enemigos ni justicia».
Rafael del Riego tuvo que vivir en persona las mismas injusticias procesales que él cometió en Málaga con otros. Riego ya había sido condenado a muerte antes del juicio. Esta condena no se trataba solamente de una venganza personal del rey, sino que Riego, que por entonces era Capitán General, era un militar prestigioso, aunque su prestigio fuera prestado, tenía aun apoyo de los liberales y masones, y no querían que volviese a las andadas. Había que eliminar cualquier riesgo.
Rafael del Riego fue condenado a morir en la horca y a que su cuerpo fuera descuartizado en cuatro partes, como estaba determinado para el delito de alta traición, de modo que la cabeza fuera enviada a la localidad gaditana de Las Cabezas de San Juan.
Ante estas circunstancias, en los últimos momentos de su vida, Rafael del Riego, no se comporta a la altura de su fama. Una vez que se le comunica la sentencia, Riego escribe ante fedatario público, una vergonzosa carta publicada por la «Gaceta de Madrid», pidiendo perdón a Dios y clemencia al rey por su comportamiento indigno y reconociendo todos los crímenes que se le habían imputado.
De nada le sirvió pedir perdón y clemencia al rey, no se produce el indulto real y el tribunal, obedeciendo órdenes del vengativo Fernando VII, manda que se le conduzca al suplicio. Vestido con una túnica blanca y sombrero verde y con las manos atadas, fue llevado en la mañana del 7 de noviembre sobre un serón arrastrado por un asno por las calles de Madrid, al patíbulo levantado en la Plaza de la Cebada.
Fue innecesario ese comportamiento vil de Fernando VII, Rafael del Riego, muere en la horca sin dignidad ni decoro, llorando como un niño. Este mal político y mediocre militar, como dijo Benito Pérez Galdós en los Episodios Nacionales; fue ahorcado y decapitado pero su cuerpo no fue descuartizado, entre las burlas e insultos de la multitud. Una multitud que antes lo aclamaba.
«Un noble morir habrá dado a su figura el realce histórico que no pudo alcanzar en tres años de agitación y bullanga … la retractación del héroe de las Cabezas fue una de las más ruidosas victorias del bando absolutista…Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que parecen ingeridos sin saber cómo, en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría encuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó su breve carrera sin decoro ni grandeza.» (El Terror de 1824, p.1715) Benito Pérez Galdós.
Fernando VII entró en Madrid seis días después de que Riego fuera ajusticiado, el 13 de noviembre, montado en un «carro triunfal» tirado por «24 hombres vestidos a la antigua española y 24 voluntarios realistas». «La carrera estaba brillantísima; por todas partes se veía un inmenso gentío, lleno de gozo y entusiasmo; desde los balcones y ventanas, y hasta en los tejados, nos aclamaban agitando en el aire los pañuelos blancos», dejó escrito el propio rey.
«Quería que la libertad española se debiera exclusivamente a él, quería que su figura fuese predominante, pero de Riego se hablaba entre los hombres de orden como un botarate incapaz y pintaban a Riego como un mequetrefe ridículo» (1947:399-465) Pío Baroja.
El rey Fernando VII, asentado en su poder absoluto y sin enemigos en su cercanía, cuentan que cuando fue notificado oficialmente de la muerte de Riego, expresó: «¡Liberales: Gritad ahora viva Riego!». (Espasa, vol.51:514).
Luego de la muerte de Fernando VII, el país se va a dividir entre los partidarios de Don Carlos y los de Isabel II. Los partidarios de Carlos eran absolutistas, los de Isabel II eran liberales y también conformaban un grupo más numeroso que los carlistas. Los cambios políticos que se iban sucediendo en el mundo se estaban alejando del absolutismo, y los carlistas lo eran.
Para mantener y consolidar el reinado de Isabel, la reina regente María Cristina de Borbón, tuvo que inclinarse por los liberales. Además, tenía que ganarse la simpatía del bando liberal y debía realizar gestos concretos. La rehabilitación de Rafael del Riego y su memoria, fue una de ellas.
La esposa de Rafael del Riego vivía en Londres, lugar donde moriría pocos meses después del ahorcamiento de su marido. En Londres también vivía su hermano mayor, el canónigo Miguel del Riego, que sólo regresaría a España en 1835 para dar sepultura al cadáver de Rafael.
Su rehabilitación legal tuvo que esperar hasta el gobierno progresista de Juan Álvarez Mendizábal, amigo de Riego, junto a quien había organizado el pronunciamiento de 1820. La rehabilitación del general Rafael del Riego, se hizo posible mediante un decreto del 21 de octubre firmado por la regente María Cristina de Borbón, que declaraba a Riego víctima inocente del fanatismo.
Invocando la «sagrada obligación de reparar pasados errores» y la conveniencia, «en estos días de paz y reconciliación para los defensores del Trono legítimo y de la libertad», de borrar «en cuanto sea posible, todas las memorias amargas», la regente decretaba que el general Rafael del Riego fuera «repuesto en su buen nombre, fama y memoria» y que su familia gozara en adelante «de la posición y viudedad que le corresponda según las leyes…, bajo la protección especial de mi amada Hija Dª Isabel II y durante su menor edad, bajo la mía».
El 31 de octubre de 1835 promulgó un real decreto:
«Por tanto, en nombre de mi augusta hija la reina Doña Isabel II decreto lo siguiente:
Artículo 1.º El difunto general Don Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria.
Artículo 2.º Su familia gozará de la pensión de viudedad que le corresponda según las leyes.
Artículo 3.º Esta familia queda bajo la protección especial de mi amada hija Doña Isabel II, y durante su menor edad bajo la mía.
Tendréislo entendido, y lo comunicaréis a quien corresponda. Está rubricado de la real mano. En El Palacio de El Pardo a 31 de octubre de 1835.- A Don Juan Álvarez y Mendizábal, Presidente Interino del Consejo de Ministros».
La Corona española atendiendo los nuevos signos de su tiempo, en un perfecto acto de gatopardismo, rehabilitó a Riego. La izquierda ya estaba en el poder y Rafael del Riego era el nuevo prócer de la izquierda española. La Segunda República se encargaría de elevar el mito convirtiéndole en un símbolo de la libertad contra la tiranía. El Himno de Riego fue adoptado como himno oficial de España. España seguía pagando a traidores.