EL PROFETA DESARMADO
EL FRAILE GIROLAMO SAVONAROLA
Ricardo Veisaga
Estatua del fraile Girolamo Savonarola en Ferrara
En las últimas décadas, son dos las palabras entre otras que han merecido mucha atención, «crisis» y «corrupción», pero curiosamente no han querido profundizar lo suficiente, ya que la crisis no sólo era económica, en el sentido de las «crisis cíclicas» del capitalismo, sino política y afectaba a casi todos los países del mundo.
Sin embargo, aunque se hablaba cada vez más de la corrupción general, a medida que estallaban cada día escándalos de corrupción política (por ejemplo, el caso Obertdrech de Brasil, que salpicó a todo el continente americano, o el caso Gürtel, en España, los Papeles de Panamá, etc.) es decir, si esa corrupción de la que se hablaba se circunscribía a la «corrupción ilícita», circunscrita en su contenido (para decirlos en los términos de Jenofonte) al terreno de la economía idiotética y doméstica, es decir la corrupción de funcionarios o políticos que manipulaban fondos públicos para derivarlos a su economía personal o familiar.
Pero curiosamente se va dejando de lado otras corrupciones, acaso más graves, a saber, las que tenían que ver (y siguiendo con la terminología de Jenofonte) con la economía satrápica (la autonómica y local, provincial y municipal, se dice en algunos países), la economía basilical (o regia) y la economía política (el Estado, incluyendo a los partidos políticos).
¿Acaso no es políticamente más grave que la corrupción personal o doméstica la corrupción de los gestores o administradores locales, o municipales, que derrochan millones de dólares en obras faraónicas, aeropuertos, ferrocarriles, universidades, y ello aun suponiendo que no desviaban parte de los recursos a su economía idiotética o doméstica?
Ahora bien, mientras las consecuencias suscitadas por las crisis o por las corrupciones «localizadas» son tratados (en su diagnóstico, etiología, pronóstico y terapia) por economistas, o expertos (tribunales de cuentas, auditorías, tribunales jurídicos, etc.), es decir, por disciplinas o por tecnologías institucionalizadas, que proceden por «conceptos», más o menos rutinarios (por ejemplo, los conceptos del Código Penal), los problemas suscitados por las crisis y la corrupción generalizadas desbordan las competencias de las disciplinas o tecnologías instituidas al efecto.
Es entonces cuando las personas comienzan a elucubrar «reflexiones» sobre la crisis o la corrupción, con frecuencia planteadas por los mismos expertos.
Pero estas «reflexiones», aunque suelan ser interpretadas como meditaciones personales, suelen ser objetivas, que desbordarán el horizonte tecnológico o científico y rondarán una y otra vez con la filosofía, como por ejemplo, cuando políticos, economistas, sociólogos, moralistas o religiosos, diagnostican la crisis y la corrupción como efectos de una «crisis de valores», están desbordando de hecho las fronteras de cualquier disciplina especializada, sin contar que su «filosofía» es, en cierto modo, tautológica, si tenemos en cuenta que entre los valores en crisis hay que contar también a los valores de la Bolsa.
Siempre hubo corrupción, lo que sucede ahora es que es más difícil ocultarla, la corrupción es connatural a los seres. Pero en cuanto se menciona este hecho innegable surgen por doquier los moralistas, los críticos, los hombres decentes, lo más común entre estos hombres indignados. ¿Indignados?
Así se hacían llamar la manada de progres y ex comunistas que protestaban contra el capitalismo. Y no faltarán quienes amparen su indignación. El ex presidente argentino, Juan Domingo Perón, lo dijo alguna vez y él de esto sabía mucho, él era el padre del populismo y de la corrupción: «he visto a muchas personas gritar ¡Viva la Patria! Y llevarse una máquina de escribir tapada con la bandera argentina».
En el movimiento o en el partido que él fundó hasta el día de hoy, a sus seguidores ya no les interesa una bandera y mucho menos una máquina de escribir. Basta con prestarse dinero del exterior y no pagar, y en nombre de la virtud patriótica, llaman a los acreedores «fondos buitres».
Lo más común entre los moralizadores de esta epidemia es la de distribuir los castigos entre corruptos y corruptores, democráticamente. Es decir «Todo en su medida y armoniosamente», como solía decir el general Perón, robándole la frase a los griegos, a los griegos clásicos, no a los de ahora, a estos ni Perón les podría robar algo y eso es mucho decir.
¿Pero… Quien libre de corrupción será el que levante el látigo? ¿Qué móviles ocultos tendrá escondido debajo de su toga? ¿Razones políticas, religiosas, económicas? La historia está preñada de ejemplos ¿Acaso no decían que el sargento Batista, era un corrupto y había convertido a Cuba en un cabaret americano? Eso decía Fidel Castro el comunista corrupto, que convirtió a Cuba en el cabaret del mundo.
Aquellos que vienen a purificar las miserias humanas con fuego y azufre, como enviados del cielo, son peores que los primeros. Muchos de esos nuevos gobiernos moralistas comienzan su ciclo de opresión muchas veces justificadas, con grandes discursos escritos por el Torquemada de turno.
El ciudadano común, el soberano, el pueblo, aquel que nunca se equivoca (según los populistas) es sumamente ignorante en política, pero actúan y se meten (porque es su derecho… de joder), confundiéndolo todo, para ellos es lo mismo la moral que la política.
Hace un tiempo leí algo que no es novedad, es decir, que Robespierre era bueno, que era un excelente ciudadano, muy puro y virtuoso, que no era un ser sediento de sangre, abanderado del Terror revolucionario y de la guillotina que la historia nos entregó.
Quienes conocen el pensamiento de Robespierre y Saint Just, saben que fueron hombres rectos y virtuosos, fueron virtuosos implacables en palabras de Rafael del Águila, personas preocupados y movidos por instaurar el bien en la tierra, sin embargo, lo que instauraron fue el Terror. Robespierre escribió lo siguiente:
«En nuestro país queremos substituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, el amor al dinero por el amor a la gloria, y un pueblo frívolo y miserable por un pueblo magnánimo y feliz».
Decir eso no es malo, lo malo fue que puso la moral en el lugar de la política y trató de convertir a todo el pueblo en virtuoso, algo que no se logra por decreto ni siquiera con la amenaza de la guillotina. Moralizar no es tarea de la política, por eso Saint Just dijo: «lo que produce el bien general es siempre terrible».
François Furet, dijo también algo al respecto:
«Mientras que la Revolución francesa tenía por objetivo el advenimiento del régimen representativo y del individuo moderno, Robespierre y sus amigos creían, por el contrario, esforzarse por un retorno a la democracia directa a la antigua, fundada sobre la virtud cívica.»
La guillotina fue el instrumento moralizador sobre la que escribió Anatole France:
«Cuando (el incorruptible revolucionario Gamelin) iba de noche a casa de su amada Elodia por calles oscuras, en cada tragaluz de bodega creía vislumbrar un molde para imprimir asignados falsos; en el fondo de cada tienda vacía imaginaba ocultos almacenes de víveres acaparados; a través de las vidrieras de los figones le parecía oír las confabulaciones de los agiotistas que decretaban la ruina de la patria mientras bebían unas botellas de Beaune o de Chablis; en las callejuelas apestosas, las humildes prostitutas le parecían siempre dispuestas a pisotear la escarapela nacional entre los aplausos de un grupo de jóvenes elegantes. Veía un traidor en cada hombre, una conspiración en cada casa, y meditaba: “¡República! Entre tantos enemigos declarados o secretos, ¿cómo te defenderás? ¡Oh, santa guillotina, salva a la Patria…!”.» Los dioses tienen sed.
El mundo post Maquiavelo, se niega a escuchar sus palabras, sus observaciones y sus escritos. Maquiavelo despojado de visiones religiosas o morales, observó y analizó al hombre, pero no al hombre religioso o moral sino al hombre político, con una precisión casi científica. No le importaba si ese hombre era bueno con sus vecinos o no, si respetaba a su mujer o la engañaba, solo le interesaba su comportamiento como hombre político.
A Maquiavelo le importaba el Estado moderno, la política, un oficio cuyas leyes habría de descubrir. La religión y las artes eran meros adjetivos para quien pretendía crear un poderoso reino temporal. A Savonarola (1452-1498) esto le habría parecido obra del demonio. No se debe confundir la moral con lo político, Kant en estos asuntos era sumamente escéptico «de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto».
El personaje que es motivo de este artículo, es un buen ejemplo para extraer algunas observaciones, en especial para aquellos que les interesa la política. Del fraile Girolamo Savonarola se ha hablado mucho, dicen que Mussolini lo consideró el primer fascista, le fascinaba como había logrado organizar a los niños.
El intelectual comunista italiano Antonio Gramsci dijo de él lo siguiente: «Fueron la clase revolucionaria de la época, el pueblo y la nación italianos, la democracia ciudadana, los que engendraron a Savonarola».
¿Quién fue en realidad Girolamo Savonarola? ¿Fue tan siniestro como aparece en la imagen que ilustra este artículo? ¿Fue un fanático intransigente, o un reformador que condujo más allá de lo posible su programa purificador? En Italia, la figura de Savonarola aún es objeto de constante discusión. En otros países es una referencia lejana, un nombre asociado a la intransigencia religiosa.
Creo que para muchas personas Savonarola y Torquemada significan lo mismo: intransigencia con sotana. Girolamo Savonarola, el profeta desarmado de Florencia, y Tomás de Torquemada, primer Inquisidor General de Castilla y de Aragón, no significaron exactamente lo mismo, aunque ambos fueron frailes dominicos y murieron el mismo año: 1498, en el umbral del Renacimiento, poco después de la toma de Granada y de la llegada de Cristóbal Colón a las costas de un nuevo continente.
Girolamo (Jerónimo) Savonarola nació en la ciudad de Ferrara en 1452 y desde muy joven fue un purista. A los veinte años compuso un poema titulado De ruina mundi. Tomó el hábito dominicano en 1475 y ese mismo año compuso De ruina Ecclesiae. En 1482 fue enviado al convento de San Marcos de Florencia.
El convento había sido fundado con la ayuda de los Médici, San Marcos era la avanzadilla arquitectónica del Renacimiento y sede de la primera biblioteca pública del mundo occidental. Un lugar maravilloso para la meditación y el recogimiento, decorado con magníficos frescos de Fra Angélico y sus ayudantes.
Se puede decir que Girolamo se hizo monje domínico menos por el amor que por la indignación. La razón principal, ante todo, fue la gran miseria del mundo, las iniquidades de los hombres, los estupros, los adulterios, los latrocinios, la idolatría, las blasfemias crueles, pecados por los que el mundo había caído tan bajo que ya no se hallaba en el mundo quien obre el bien, según su creencia.
Aquello de «no nos une el amor sino el espanto» de Jorge Luis Borges le cae muy bien al fraile. En mayo de 1482 es enviado a Florencia, la ciudad renacentista por excelencia. Lorenzo de Medici, el Magnífico, su poder y popularidad estaba por los cielos, bien arriba.
Florencia horrorizará al fraile, no soporta las canciones que se oyen en carnaval, las detesta con todo su ser, la moda es algo que lo sacude, la filosofía y la moral le resulta instrumentos del demonio, que incluso habían llegado a contagiar a los dominicos. En la Cuaresma de 1483 solo unos pocos fieles se acercan hasta su púlpito de San Lorenzo para oír sus sermones llenos de tormento que surgen de sus palabras.
En cambio, para mayor desazón, muchos fieles concurren a Santo Spirito para deleitarse de la retórica del agustino Mariano Da Genazzano. No lo puede soportar, es demasiado para él, renuncia a la predicación y se recluye en el convento, después de un tiempo se marchará de la ciudad rumbo a Bolonia, en cuya Universidad se dedica a la enseñanza.
Savonarola fue un gran admirador del libro del Apocalipsis en cuyas fuentes encontraba consuelo e inspiración, El cantar de los cantares, a su lado sería una blasfemia. Vuelve a la carga en sus sermones contra los vicios que se da en la ciudad, y advierte que la Iglesia sufrirá un tremendo castigo, pero muy necesario, ya que luego vendrá la renovación.
En 1491 es elegido Prior y consigue autorización de los Médici y del Papa para convertir San Marcos, en sede de una congregación autónoma dedicada a la purificación de la orden de predicadores fundada por el sacerdote castellano Domingo de Guzmán, luego santo, en 1215. Savonarola se convierte en un gran predicador y carga contra su protector, conocido en toda la ciudad como Lorenzo, el Magnífico.
Los Médici son los banqueros más importantes de Europa y los paños florentinos se venden a buen precio. Lorenzo no es avaro, gasta e invierte para otorgarle mayor prestigio a la ciudad, en especial en lo político, no sólo es un buen comerciante, es un hábil diplomático, mecenas de las artes, y reúne en su persona la astucia política y el populismo.
Florencia se torna popular y de prestigio, sigue siendo república y los Medici no tenían linaje aristocrático. Uno de los fundadores de la dinastía pudo manejar con mucha habilidad la restauración del poder de los gremios principales ante la revuelta de los ciompi (cardadores de lana). Allí adquirieron su fuerza política y Lorenzo llevó esa hegemonía a lo más alto.
Edificios nuevos, pinturas, esculturas hacen de Florencia de esa época en una ciudad de esplendor, Lorenzo abre la puerta al Renacimiento. El poder político crea su propia esfera ideológica y se empieza a librar del brazo eclesiástico, el Reino de Dios está en peligro, Savonarola lo ve y esto hace que la ciudad se muestre a sus ojos envilecida.
Todo es corrupción, acusa furiosamente a Lorenzo de prostituir la república para convertirse en tirano. Sus sermones impresionan y cada vez acude más gente a oírle en San Marcos. Girolamo será el último predicador de la Edad Media, el más poderoso oponente que se enfrenta al Renacimiento. Es el gran defensor de una causa perdida.
En 1492 revela que había visto, en medio del cielo, una mano que sostenía una espada rodeada de una inscripción: «He aquí la espada de Dios que pronto caerá sobre la tierra». La inmediata muerte de Lorenzo de Medici y el Papa Inocencio VIII, parece probar la profecía.
Pronto le escucha un público extasiado en medio del cual el pueblo llano se codea con los pintores poetas y humanistas más renombrados: Botticelli, Angelo Poliziano, Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola… Al papa Inocencio VIII, lo definió como «el más bochornoso de toda la historia, con el mayor número de pecados, reencarnación del mismísimo diablo».
Luego embistió contra su sucesor, Alejandro VI, Rodrigo Borgia, síntesis de todas las depravaciones que denunciaba. Al mismo tiempo, impugnaba las injusticias del sistema fiscal, lo que le valió el apodo de «predicador de los desesperados». Explicaba que los pobres vivían agobiados por los impuestos que servían para pagar los palacios y las rameras de los ricos.
El verdadero destinatario de sus invectivas alegóricas contra Nabucodonosor y Nerón fue Lorenzo de Médicis. A la muerte de Lorenzo le sucede su hijo Piero, quien sería derrocado poco después al grito de ¡Pueblo y Libertad! Se formó entonces un Consejo del Pueblo y la Comuna, compuesto principalmente por tenderos y artesanos.
A los pobres, afirmaba Savonarola, se les negaba el poder terrenal, para evitar desórdenes. Pero los pobres continuaron siendo sus más fervientes partidarios, hasta que la guerra con el papado y los Estados vecinos provocó una situación de escasez y paro generalizado. Miles de personas murieron, muchas de ellas en la calle o en los portales de las tiendas.
Los Médici son expulsados de Florencia. La oligarquía queda descabezada y el gran predicador de San Marcos se convierte en el nuevo amo de la ciudad, sin necesidad de ocupar ningún puesto político. Savonarola habla de convertir Florencia en la Nueva Jerusalén y exhorta a los ricos a prescindir de sus propiedades más lujosas.
Siguiendo el ejemplo de San Bernardino de Siena, organiza un ritual purificador llamado la «hoguera de las vanidades». Cuadros, perfumes, muebles lujosos, espejos venecianos y libros profanos son echados al fuego en la plaza de la Signoria. El 7 de noviembre de 1497, martes de Carnaval, se enciende una gran hoguera previa requisa de objetos lujosos en toda la ciudad. La gente está magnetizada por el fraile y no pueden faltar los conversos.
El pintor Sandro Botticelli (el sensual Botticelli de La Primavera y El Nacimiento de Venus) queda seducido por las prédicas de Savonarola y acude él mismo a la hoguera para echar al fuego algunos libros licenciosos que tiene en casa. La ciudad parece entregada a la ascesis.
Siglos más tarde, el escritor y periodista Tom Wolfe, aprovechará hábilmente la fuerza evocadora del radicalismo florentino para dar el título de La hoguera de las vanidades, a una celebrada novela sobre la vida en New York en pleno festival del liberalismo financiero.
Florencia tenía aproximadamente unos 75.000 habitantes, 33 bancos, 83 tejedurías de seda, 270 de lana, 66 boticas, 54 talleres donde se labraba la piedra, 84 donde se trabajaba la madera, 31 estudios de pintores, 26 de escultores, 44 joyeros y orfebres con tiendas. Allí germinó el Renacimiento.
Mientras Savonarola pudo conservar su influencia sobre el poder civil, la sociedad pudo vislumbrar lo que significaba la materialización en la Tierra de una utopía que ni siquiera podrían haber soportado los santos en el cielo. Miles de fanciulli, típicos gamberros infantiles que proliferaban en Florencia, fueron reclutados para purgar el Carnaval de sus connotaciones paganas.
Los precoces inquisidores (que más tarde admiraría Mussolini) despojaban a las mujeres de sus galas y afeites, iban de casa en casa confiscando artículos lascivos, perfumes, cintas, redecillas tachonadas de perlas y joyas, y secuestraban, asimismo, naipes, dados, tableros y piezas de ajedrez de marfil y alabastro, arpas, guitarras y cuernos de caza, Cupidos de terracota y otras estatuillas indecentes, tapices y cuadros lascivos.
El fin de Girolamo Savonarola.
La literatura estaba en tela de juicio y los fanciulli detrás de los libros de Platón, Dante, Boccaccio y Petrarca. El fraile había pedido a la Señoría que librara leyes contra la bebida, el juego, la poesía, los vestidos indecorosos de las mujeres, dispuso que las prostitutas fueran llevadas a la Signoría al son de trompetas.
«Pero hay muchas», le dijeron, «No importa: comenzad con una, pasareis luego a las demás». Y también sobre «todas aquellas cosas que son perniciosas para la salud y el alma», los artículos prohibidos y decomisados eran incinerados periódicamente en la Plaza de la Señoría. No conforme con esto, Savonarola consiguió del Consejo de la Comuna una ley para que todo homosexual que reincidiera por tercera vez en sus prácticas fuera quemado en la pira.
Su voracidad iba por más, engolosinado con las ejecuciones morales siguieron con los políticos, el fraile sostenía que el pueblo debería cortar la cabeza a cualquiera que intentase convocar un «parlamento». En 1497 cinco ciudadanos rebeldes fueron decapitados con su visto bueno, al momento de producirse aquel episodio sangriento Savonarola ya había sido excomulgado por el papa Alejandro VI.
Savonarola mandaba desde el púlpito y el consejo municipal de la Signaría obedecía. Florencia, sin embargo, se divide en dos bandos, los frateschi, partidarios del fraile purificador, y los arrabbiati, que le detestan y contaban con el activo apoyo de los franciscanos, recelosos de la gran acumulación de poder en el convento de San Marcos. Los Médici se mueven en el exilio y el Papa Alejandro VI, astuto y calculador, comienza a perder la paciencia.
Savonarola sobreestimó su capacidad de persuasión. Se acercó demasiado al rey de Francia y comenzó a atacar con mucha furia al Papa de Roma. Ahí se perdió. El segundo Papa Borgia podía llegar a ser el más peligroso de los enemigos. El Papa nacido en 1431 en Xàtiva con el nombre de Roderic Llançol i de Borja (hijo de Jofré Llançol Escrivà y Elisabet de Borja). Alejandro VI había tratado a Girolamo Savonarola con paciencia, quizá porque ya le iba bien la desaparición de los Médici en Florencia.
Los Borja (Borgia en italiano) tenían su propio proyecto. Ya que el pontificado no se podía heredar, el nuevo estado borgiano sería muy influyente en la elección del Papa. Y ese nuevo estado podía llegar a controlar la entera península itálica. Esa era la ambición del hijo del Papa, César Borja: «O César o nada».
Alejandro VI (padre de César y Lucrecia) intentó comprar primero a Savonarola con una dignidad eclesiástica. El fraile indignado, lo rechazó, y siguió denunciando la corrupción en Roma. Ordenó arrojar libros de Petrarca y Boccaccio a la hoguera de las vanidades y proclama el derecho de resistencia a la misma Iglesia.
El Papa le excomulga y comienza a moverse para proceder a su eliminación. Tiene medios, es un Papa armado. Amenaza a los comerciantes florentinos en Roma con arruinar sus negocios si no le ayudan a quitar de en medio a ese incómodo personaje. Florencia bascula y los arrabbiati acorralan a Savonarola.
Se le abre un proceso eclesiástico, los pretextos sobran, sus presuntas charlas o conversaciones con Dios, Cristo, la Virgen y diversos santos. Con diecisiete cargos en su contra, se le acusa de haberse apropiado del don de la profecía, de herejía, cisma, rebeldía…
Los franciscanos son implacables con él. Es condenado a muerte, ahorcado y quemado en la plaza de la Signoria el 23 de mayo de 1498. Sus cenizas son arrojadas al río Arno para que nadie las convierta en reliquia. La causa verdadera, está en sus sermones apocalípticos contra el clero en general y Alejandro VI. Su sermón del 1 de noviembre de 1494 es un fiel reflejo de su oratoria incendiaria:
«Oh, sacerdotes y prelados, oíd mis palabras, dejad los beneficios que en justicia no podéis tener, dejad vuestras pompas, vuestros convites y comilonas. Dejad vuestras concubinas y efebos. Oh, monjes, dejad la simonía, cuando aceptáis que las monjas vengan a vuestros conventos (…) Oh, mercaderes, dejad la usura. Oh, lujuriosos, vestid el cilicio y haced penitencia.»
Cuando los enviados del Papa arrestaron a Savonarola, los mercaderes ya estaban conspirando contra él y el pueblo famélico lo había abandonado. Alejandro VI autorizó expresamente que lo sometieran a torturas para arrancarle una confesión, y fue condenado a muerte al cabo de tres juicios, en los que actuó como principal acusador el eclesiástico y jurista catalán Francesc de Remolins.
El 23 de mayo de 1498 las llamas consumieron su cuerpo en la Plaza de la Señoría, exactamente en el mismo lugar donde él había ordenado incinerar joyas, cosméticos, libros, homosexuales, disidentes políticos, obras de arte y artículos de lujo. La multitud, compuesta por muchos de los que él había halagado y de los que habían obedecido sus órdenes más mortíferas, se sumaron disfrutando del espectáculo.
La desgracia del fraile Girolamo permitió el ascenso de Maquiavelo, su primera experiencia política entre 1494-1498, fue la del frate, Girolamo el «profeta desarmado», Nicolás acudía a las prédicas de San Marcos y escuchaba a Savonarola desde un rincón del templo. Y enviaba información por escrito a Ricciardo Becchi, un prelado florentino de la corte pontificia, que le ha pedido que le mantenga al corriente de lo que ocurría en la ciudad.
«Los profetas desarmados pierden», escribirá años más tarde en El Príncipe. Sin capacidad de coerción, todo innovador acaba perdiendo:
«Como sucedió en nuestros días a Fray Jerónimo Savonarola, que fracasó en sus innovaciones en cuanto la gente comenzó a no creer en ellas, pues se encontró con que carecía de medios tanto para mantener fieles en su creencia a los que habían creído, como para hacer creer a los incrédulos». (El Príncipe, capítulo VI).
Hace unas décadas apareció en el firmamento italiano Beppe Grillo, un político antisistema, que cuando los diputados (los grillini) negociaron un fallido acuerdo con Bersani, Grillo, «metió a todos los líderes políticos rivales en el mismo saco, calificándolos de ‘padres puteros’ que llevan años gobernando a expensas de la gente, sobre todo de los jóvenes. Esos ‘hijos de padre desconocido’ que han criado, que no tienen trabajo, ni casa, ni futuro, ‘los mandarán a todos a casa, de una forma u otra’».
Acusó a esos políticos de llevar veinte años «dándonos por el culo y no tienen el pudor de quitar los cojones de manera espontánea». Grillo no es el primero, su antecedente es el movimiento llamado qualunquismo que lideró un comediógrafo y periodista italiano, Guglielmo Giannini (1891-1960). El término qualunquismo alude al Fronte Dell’ Uomo Qualunque (Frente del hombre cualquiera), que conformó «un partido contra todos los partidos».
Fundada en 1944, tuvo fama con el rotativo «Uomo Qualunque», que pasó de 80.000 ejemplares a 850.000 en 1945, que Giannini definió así: «Este es el diario del hombre cualquiera, harto de todo el mundo, el único deseo ardiente del cual es que nadie le toque las narices». Resumió el ideario en el explícito eslogan: Abbasso tutti (Abajo todos). Carente de programa, lanzó virulentas diatribas contra el Estado, la fiscalidad y la democracia.
Se dio también en Francia, el populismo antiestablishment. El líder de la coalición Front de Gauche (Frente de Izquierda) Jean-Luc Mélenchon empleó el lema: ¡Que se vayan todos!, su origen está en el poujadismo francés.
El politólogo Marco Tarchi, considera que el qualunquismo se presentó «como la voz de la gente común, excluida del reparto del poder, irritada contra los políticos ‘ávidos y corruptos’, indiferente a las ideologías en las cuales ve tanto la cobertura de las ambiciones de dominio de las élites, escéptica frente a cualquier programa y desconfiada de las promesas electorales, de las cuales prevé su sistemática traición por parte de los electos».
Se mostró adverso «tanto al fascismo como al antifascismo, a la derecha monárquica, clerical o conservadora como la izquierda republicana, socialista o comunista», señalando «la distancia insalvable entre el pueblo (…) y los políticos profesionales».
Gente idiota y desesperada existirán siempre en el mundo y son mayoría, ese pueblo tan endiosado por los populistas, el que nunca se equivoca. Los demagogos les hacen creer que tienen derechos, por el sólo hecho de respirar y entonces votan por aquellos que les ofrecen el oro y el moro. Maquiavelo entendió al pueblo, a ese pueblo vario e pazzo, a ese «animal salvaje y sentimental», que araña y acaricia con el mismo ímpetu.
Maquiavelo jamás esperó demasiado de los hombres que, «en realidad, valen poco», en una carta a Ricciardo Becchi, luego de escuchar un sermón dice: comenzó «el fraile con grandes aspavientos y con razones eficacísimas para los que no piensan». Los profetas sin ejército siempre terminan mal: que tome el modelo de los tiranos (los Sforza, los Visconti, los Baglioni, los Aragón), y abandone sus nobles quimeras.
No hay que meterse en cosas para las cuales no se posee aptitudes ni se está preparado. La política es un arte y no se improvisa un Hombre de Estado. Por respetable que fuese Savonarola, como religioso y aún como simple humano, ha demostrado ser un ignorante en política, un «fracasado». «Y a mí no me gustan los fracasados» diría Maquiavelo.
Maquiavelo vio con claridad la grieta que existía en la base política del fraile, su ignorancia sobre la verdadera naturaleza humana, no había entendido que la moral y la política no son buenos amigos, a un pueblo no se le lleva a una vida digna, predicándole, sacudiéndolo con palabras, no es suficiente despertar miedo a la muerte, al infierno, a la peste, como dijo el viejo Cosme de Medici: «Los reinos no se gobiernan con padre nuestros».
Además, el pueblo se cansa rápido de todos, se cansaron de Savonarola, y se cansarán del personaje de turno, lo que importa no es el pueblo, lo que importa en política es la eutaxia del Estado. Y para ello tampoco basta con estar armado, Osama benLaden era un «profeta armado», al igual que George Bush (hijo), quien hablaba y consultaba las cosas con Dios.
Los que no caminan o encajan en política son los profetas, en etapas anteriores de mi vida, tuve la suerte o desgracia de conocer y tratar con personajes, líderes, hombres carismáticos, que no eran otra cosa que profetas desarmados, que querían hacer una revolución rezándole a la Virgen. Los moralistas en el fondo no son más que unos reprimidos, incapaces de hacer política. El flautista de Hamelín aparece de tanto en tanto y siempre estarán dispuestos a seguir su melodía cientos de miles de hombres.