CONVERSACIONES EN CHICAGO
Alejandro Soler
Alejandro Soler. —Cuando veníamos ingresando a Chicago desde el norte de Indiana, en un momento nos encontramos en el horizonte con el Skyline de la «ciudad de los vientos», y el espectáculo es maravilloso. Como te había comentado Florence ella estudió en esta ciudad, vivía en casa de su tía, muy cerca de acá. Mucha gente del norte de Indiana tiene más comunicación con Chicago que con la capital del estado, Indianápolis, muchos estudian, trabajan diariamente, y está muy cerca. Después de dejar a Florence pasé por la puerta de la Harold Washington, Public Library, que está a dos cuadras. Visto desde la calle es un edificio impresionante.
Ricardo Veisaga. —Sí, y es muy lindo por dentro, tuve la suerte de recorrer todos los pisos y el jardín del último piso. La primera vez que ingresé a esta librería fue en el 2000, y quedé sorprendido al encontrar libros que ya no existían en otros lugares, me refiero a libros en castellano y a Buenos Aires. Pero cuando regresé por ellos, años después, ya no estaban disponibles. Esa mentalidad progre e izquierdosa ha convertido a estos lugares en verdaderos Shelters*, media hora antes de que se habilite al público, se forma una larga fila de homeless sobre la State Street.
*Se llama Shelters en Estados Unidos a los albergues para dormir de manera temporal, pero lo normal es que concurran por años a dormir. Las personas que concurren a esos lugares son, básicamente, homeless, gente sin casa y con adicciones.
La mayoría de ellos son afroamericanos y tiene problemas mentales, o están arruinados por las drogas o el alcohol, y adquirieron el síndrome de Diógenes y arrastran con ellos bolsos mugrosos y con mal olor. Rápidamente se ubican en diferentes pisos, algunos toman posesión de los baños y pasan horas en ellos, lo que constituye un peligro para los usuarios que normalmente utilizan la biblioteca. Los baños son excelentes, pero en cuestión de horas se encuentra agua en los pisos, papel higiénico en el piso, etc. Toman algún libro, que no leen, es solo para simular y justificar su estadía, comen, beben, usan el teléfono, piden dinero e intimidan a los visitantes. Estos homeless están en esa situación, no por falta de trabajo, sino porque nunca en su vida trabajaron, y desde muy jóvenes estuvieron liados con los vicios, y jamás aportaron a la seguridad social.
A.S.—Es una lástima que suceda lo que relatas. ¿Sueles concurrir a la biblioteca?
R.V.—Muchas veces y durante décadas, pero cada vez menos, hay cosas inexplicables que nunca terminé de entender, y esto porque no hay nadie que te de alguna explicación racional, coherente, sobre el por qué, de este curioso funcionamiento. Cada año desaparecen una gran cantidad de libros, lo desclasifican, cuando uno pregunta sobre el motivo, a veces, suelen decir que esos libros tienen apuntes agregados por los lectores, o poque tienen marcas de doblado, o manchas de tinta. Personalmente creo, que nada de eso impide leer, al contrario, esos apuntes o agregados al margen o a pie de página de algún lector, son muchas veces verdaderos descubrimientos. Lo que importa de un libro es su contenido y mientras pueda y sea legible, lo demás sale sobrando. Si se pregunta sobre el destino de esos libros, nadie dice nada, nadie sabe nada. ¿Qué hacen con ellos? Nadie lo sabe, mejor dicho, hay algunos que lo saben. No sé si lo tiran a la basura, si lo revenden, si alguien o algunos hacen negocio. ¿Por qué no comunican a los lectores para aquellos que los quieran comprar a un precio razonable o regalarlos? Tampoco dicen cuál es el criterio para comprar nuevos libros, quien lo decide y cuál es su criterio. Lo cierto es que existe un abuso entre las minorías étnicas y también en lo ideológico. Sospecho que la gente de ascendencia mexicana que trabaja en las bibliotecas inclina la balanza hacia la izquierda, hay abundancia de libros de autores izquierdistas como Carlos Fuentes, Monsiváis o Elena Poniatowska, pero otros libros que son importantes y clásicos universales, no existen. La verdad, que cada vez concurro menos. Lo mismo sucede con los libros en otras lenguas, en el séptimo piso hay miles de libros en ruso. Un día me tomé el trabajo de contar cuantos estantes estaban destinados a libros en ruso, exactamente 5, cada estante contiene libros en cuatro niveles, lo que da un total de 800 libros por estantería, y el mismo espacio y libros en castellano o español. Pero existen datos que hace inexplicable que haya la misma cantidad de libros en ruso que en castellano. Para el 2020, la ciudad de Chicago contaba con 819 mil hispanos, y el estado de Illinois 2.3 millones de hispanos. En cambio, los rusos son apenas algunos miles.
A.S.—Chicago a pesar de su enorme infraestructura, que es ponderada a nivel mundial, tiene graves problemas socio-económicos. ¿A qué se debe?
R.V.—A lo que sostenía Lord Acton: «Si el poder corrompe, el poder absoluto, corrompe absolutamente» y Chicago por décadas estuvo y sigue gobernado por los Demócratas, y las mafias, no hay un solo alderman que no sea del partido Demócrata en Chicago, no hay oposición al alcalde. Y los Demócratas lo que hacen es subir impuestos, derrochar el dinero de los contribuyentes en políticas sociales de ideología izquierdista. Así le fue a Detroit, así va New York. Estos años sufrimos la invasión de los venezolanos, estos nuevos marielitos, que llegaron con una carga de delincuencia y subdesarrollo que daba vergüenza ser hispanos, aunque estos sean latinos que no es lo mismo que hispanos. Las primeras olas de migrantes venezolanos por el mundo, estaba constituido por gente de clase media, trabajadores, con deseos de estudiar y salir adelante, escapando del izquierdismo, pero estos últimos son verdaderos hijos del socialismo del Siglo XXI. Espero que Trump cumpla lo prometido y mande a estos delincuentes al lugar de donde vinieron. Y lo de «ciudad santuario» es otra estupidez izquierdista. Las empresas todos los años se van de Chicago, a los suburbios o a otros estados.
A.S.—A propósito, en nuestro último viaje a Madrid, antes de regresar a Estados Unidos, pasamos por una librería del centro de la ciudad y Florence encontró un libro de este autor, el último libro que quedaba en existencia en el lugar, y enseguida pensamos que te gustaría tenerlo, sabemos que te agrada Haruki Murakami.
R.V.—¡Muchas gracias! Es el mejor regalo que podía esperar, espero agradecer a Florence esta noche en la cena, por tanta consideración. La muerte del comendador. 2, de Haruki Murakami, el primero es este (señala uno en su mini biblioteca), pero el segundo no pude conseguirlo, ni siquiera en versión digital, agradecido de verdad.
A.S.—¿Te interesa la literatura japonesa?
R.V.—Mi interés por los autores japoneses viene desde el siglo pasado, alguna vez había leído una colección de cuentos breves, y todos estaban muy bien. Los tiempos de mi adolescencia era muy distinto para el lector de entonces, conseguir algún libro que querías leer de un determinado autor era toda una odisea. Había algunos libreros que conseguían libros ha pedido de Europa, básicamente de España, y la entrega solía durar un buen tiempo, tres o cuatro meses. El librero esperaba a tener una cantidad de pedidos que justificaran los costos de transporte, internet entonces no existía. Recuerdo que había leído un comentario en un suplemento literario sobre Kenzaburo Oé, y le pedí al librero que me consiguiera El grito silencioso, que es ese libro tapa roja que está allí.
A.S.—¿Este es el libro, o se trata del mismo título?
R.V.—Es el mismo y tiene como cuatro décadas. Hace muchos años, quien tenía en guarda mis libros, me mandó algunos que había solicitado que me lo enviara y entre ellos llegó este libro. Suelo releerlo cada dos o tres años, es una manera de releer el libro desde circunstancias personales e históricas diferentes. Luego llegarían: Dinos como sobrevivir a nuestra locura, Una cuestión personal, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, y otros.
A.S.—Yo no leí sus libros, pero cuál es tu conclusión sobre Kenzaburo Oé.
R.V.—Todos sus cuentos, novelas, ensayos, curiosamente, tienen una gran influencia de la literatura francesa y estadounidense, sus preocupaciones fueron políticas, sociales, filosóficas, la cuestión de la Segunda Guerra Mundial, las armas nucleares, y el existencialismo de moda. Cuando escribió su tesis lo hizo basado en las obras de Jean-Paul Sastre, a quien conocería personalmente tiempo después. En 1994 recibió el premio Nobel de Literatura, y fue, según dijeron, por crear: «un mundo imaginado, donde la vida y el mito se condensan para formar una imagen desconcertante de la situación humana actual». El nacimiento de su hijo Hikari Oé, con una malformación que, al ser intervenido le provocó una discapacidad mental irreversible, en sus novelas esta situación está presente, diría que de manera constante y obsesiva. El grave problema de su hijo se convirtió en el eje principal de su vida y de su obra. Este hecho fue volcado en obras como: Una cuestión personal, Dinos como sobrevivir a nuestra locura, El grito silencioso, y también podemos agregar ¡Despertar, oh jóvenes de la nueva era!
A.S.—¿Hubo otros autores japoneses?
R.V.—Si, me encontré con Kazuo Ishiguro. La primera novela que leí fue Never let me go, o Nunca me abandones, en castellano o español, incluso había hecho una crítica a la película basado en el libro, pero no pudimos rescatar el artículo o la crítica para la Revista Eutaxia. Luego llegaría a mis manos Lo que queda del día, Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante, y finalmente El gigante enterrado.
A.S.—No había leído el libro, pero vi la película cuando la estrenaron en Madrid y me gustó mucho, hace dos años en una tarde invernal, junto con Florence, vimos la versión en inglés.
R.V.—A mi sucedió algo curioso, leí el libro y después vi la película, y me pareció muchísimo mejor que el libro. En Ishiguro sucede algo similar que lo que le pasó a Kenzaburo Oé, Ishiguro dijo que tiene influencias de Dostoyevski, Proust y Charlotte Brontë, y sus novelas se caracterizan por lo psicológico, la angustia y el recuerdo del pasado. El Japón de la posguerra y los periodos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, en Ishiguro la temática gira en torno a esto. También recibió el premio Nobel de Literatura, su obra fue traducida a una cantidad de lenguas.
Lo que queda del día, (The remains of the day) también fue llevado al cine como Never let me go, pero me quedo con la última. En 2010 se estrenó la película dirigida por Mark Romanek, y además, nos regaló una bella canción, que, para mí, se convirtió en una canción de culto. Hay muchas canciones que llevan este título, pero Never let me go de la cantante ficticia Judy Bridgewater, es la correcta. Digo ficticia, ya que Judy Bridgewater es en realidad Jane Monheit. Cada tanto, suelo escuchar algunas canciones de distintos géneros que se han convertido en clásicos para mí. Aun no leí Klara y el Sol, publicada en castellano en 2021.
A.S.— A mi me encanta escuchar cuando arranca con: Darling, hold me, hold me, hold me, and never (never), never (never), never, let me go…. ¿Por qué crees que a Haruki Murakami no le dieron el Premio Nobel de Literatura?
R.V.—Por lo mismo que no se lo dieron a Jorge Luis Borges y a otros, no se lo otorgaron por no ser izquierdista y se lo otorgaron a otros que no lo merecían y no les llegan a las rodillas a Borges. La academia que otorga estos premios de Literatura, de la Paz, de Economía, lo hacen o al menos lo hacían antes guiándose por ideologías. A Rodolfo Pérez Esquivel, un marxista argentino le otorgaron el Nobel de la Paz, por esa razón. A un activista marxista que quería imponer en Argentina el comunismo, imponer la revolución socialista, a otro perdedor en la Historia. No se lo otorgan a Haruki Murakami y se lo dan a desconocidos y de muchísima inferioridad literaria a Murakami. Llegué a Murakami de manera trabajosa. 1Q84 es una novela publicada en tres libros, el 1 y 2, que consta de casi mil páginas, lo tuve en mis manos en una noche de invierno. Alrededor de las 22:00 horas empecé a leerlo y me atrapó tanto, que no pude parar, salvo para ir al baño o beber agua. Terminé de leerla alrededor de las 03:00 y recién me fui a dormir. No soy un lector de ficciones, mi debilidad es el thriller, la novela negra, pero Haruki Murakami me puede. 1Q84 se convirtió en un best-seller, entonces vendía la cantidad de un millón de libros por semana. Leí Tokio blues. Norwegian Wood, Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Al sur de la frontera, al oeste del Sol, La caza del carnero salvaje, Escucha la canción del viento. Pinball, 1973, su secuela. El elefante desaparece, After dark, y estoy esperando que me llegue por correo La ciudad y sus muros inciertos, publicada recientemente. Y ahora voy a devorar, gracias a ustedes, La muerte del comendador 2, hay otros títulos que leí y que no recuerdo ahora, me disculpo por ello.
A.S.—La novela negra, seguramente te ha llevado con otros autores y a otras regiones del mundo literario.
R.V.—Es cierto, por ejemplo, la literatura nórdica ha sido muy fértil en este género literario. Hay una cantidad de autores que aparecieron sobre todo desde el boom que supuso la publicación de la trilogía Millennium, de Stieg Larsson, las novelas negras que llegan desde el norte de Europa no dejaron de aumentar. La novela negra escandinava es uno de los géneros más vendidos en el mundo. Leí una novela de Anders de la Motte, El asesino de la montaña y es muy buena. Camilla Läckberg es otra digna de mención, al igual que Asa Larsson, Aurora boreal fue llevada al cine, Sangre derramada, La senda oscura, Cuando pase tu ira, Sacrificio a Mólek y Los pecados de nuestros padres, son obras suyas. Las series son muy famosas, ahora mismo me acuerdo de la serie Bergman, escrita entre Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, que llevan siete títulos y más de cinco millones de copias vendidas. También la serie Kurt Wallander de Henning Mankell, novelas traducidas a más de cuarenta idiomas. Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente, La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, Antes de que hiele, Huesos en el jardín, El hombre inquieto y La pirámide, son algunos títulos. La trilogía escrita por el sueco Stieg Larsson marcó un antes y un después en la historia de la novela negra, su trilogía, publicada póstumamente son: Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, esta serie desató al policial nórdico. La serie toma el nombre de la revista Millennium en la que trabaja Mikael Blomkvist, un periodista de investigación. El continuador de la saga Millenium, es David Lagercrantz, quien continuó la trilogía de Larsson, con títulos como: Lo que no mata te hace más fuerte, El hombre que perseguía su sombra y La chica que vivió dos veces. Y ahora, por primera vez, la saga Millennium, está dirigida por una mujer, Karin Smirnoff, cuyo libro: Las garras del águila, estoy esperando el libro para mediados de diciembre.
A.S.—La serie Millenium es magnífica. Sin proponérmelo te llevé a recorrer un camino interesante por el mundo de las letras. Cuando nos encontramos en Varsovia, este año, en tu primer viaje, hablamos de temas inevitables como son el miedo, el temor, la muerte, aunque brevemente, en el contexto de la realidad de la guerra de Ucrania. Me gustaría ahondar en esas cuestiones. ¿Te parece?
R.V.—No tengo ninguna objeción, lo que lamento es que, hablando de libros y de literatura, hayamos consumido un buen tiempo. Espero que no se entendiera mal algunas de mis opiniones, en aquella oportunidad, parecería que estaba negando el miedo o me burlaba de su existencia. El miedo como toda emoción es propio de los animales humanos y de los no humanos. En nuestra lengua se lo suele entender como «sentimiento de angustia por un riesgo o daño real o imaginario», pero también, como «recelo o aprensión de que suceda algo contrario a lo que se desea», por tanto, está marcando una diferencia con el temor. Aunque en el temor exista un sentimiento de rechazo de cosas peligrosas. Pero el temor, según esto, vendría referido al futuro, esto es, «recelo de un daño futuro», el miedo, que también tiene algo de futuro y recelo de que suceda algo contrario a lo que se desea, está motivado por algo presente, ya sea real o imaginario. Personalmente, creo que el miedo, no tiene que ver ni con el futuro ni con el pasado, más bien, con el presente, si este es real o imaginario, poco importa. Los hechos del pasado pueden ser dolorosos, pero eso no es miedo, en cuanto al futuro lo que suscita es temor y no miedo. El filósofo Fernández Tresguerres, sostenía que, el miedo es un estado afectivo o de ánimo intenso y caracterizado por la angustia, la ansiedad y la inseguridad ante un peligro o riesgo, sea real o imaginario, sea presente o futuro, aunque sospecho (insisto) en que la lejanía disminuye la intensidad, y el miedo adopta la forma más moderada del temor. Alfonso F. Tresguerres, insistía en que el miedo no es un sentimiento, sino una emoción. Los sentimientos son duraderos y de intensidad moderada, en tanto que las emociones son intensas y pasajeras, y, sin duda, el miedo se corresponde mejor con estas dos últimas notas que con las primeras. A un miedo persistente en el tiempo le cuadra mucho mejor la denominación de «temor». En nuestra vida cotidiana existe un miedo que podemos llamar normal, aunque también existe el miedo patológico, pero que tienen que ver con la neurosis de angustia y las fobias. En el caso concreto de vivir en medio de las balas, las bombas, y toda la parafernalia de una guerra real y concreta, el miedo es innegable, pero es muy pasajera. Es muy difícil poder trasmitir lo que se vive en esa situación, según vivencia propia, y lo que sucede es según mi modesta opinión, que se bloquea el miedo, pero no se bloquea la conciencia de la persona, ni su deber de estado. Horas y horas se ve a soldados cumplir con su deber, no se ignoran las balas o bombas, que un breve segundo puede acabar con tu vida, pero no se vive pensando en ella ni filosofando sobre el miedo. Todo eso pasa a otro plano, lo que importa es defender a tu país invadido, a eliminar a tu enemigo, ayudar a tu compañero. Lo que dice Fernández Tresguerres es interesante, lo tengo apuntado aquí, cuando hace referencia al miedo «como una emoción fundamental de cara a la supervivencia, que algunos (entre ellos Emilio Mirá y López, en su conocido Manual de Psicología jurídica) consideran que el miedo es una de las tres emociones primitivas (es decir, que dentro de las emociones básicas o primarias habría tres aún más básicas, si así puede decirse): las otras dos son la cólera y el amor. En tanto que la cólera sería una tendencia a la agresión, el miedo lo sería a la defensa, y ambas tendrían como referencia la conservación del individuo, a diferencia del amor (una forma adornada de referirse al impulso sexual), que conduciría a la reproducción, y, por tanto, su referencia sería, no la conservación del individuo, sino la conservación de la especie. Y aun cabría decir (y Mirá y López está de acuerdo) que el miedo es emoción más primitiva o básica que la cólera, lo que parece bastante claro, si se tiene en cuenta que, en no pocas ocasiones, ésta última es suscitada por el primero, o, por decirlo de otro modo, es secundaria a él, porque presa del miedo, el animal (incluido el animal humano) huye o ataca, según las circunstancias». Esto se puede ver en los etólogos, antes que Darwin, que subrayaron el carácter adaptativo del miedo. Eibl-Eibesfeldt habla de lo ventajoso en términos de supervivencia de miedos tales como a la noche y la oscuridad, a la separación, generalmente de la madre o al extraño. En lo cultural existe un uso político que se hace sobre el miedo. «El miedo no sólo induce patrones de comportamiento infantiles, que, por su condición de demandas, suscitan la empatía, sino también una disposición infantil para el aprendizaje. Por tanto, los adultos sometidos al miedo son más fáciles de transformar ideológicamente. Bajo la presión del miedo se da una conversión, una disposición que se utiliza para lavar el cerebro (…) Las dictaduras –prosigue el etólogo alemán– utilizan esa vinculación por el miedo. Porque el miedo despierta la necesidad de recurrir a una personalidad fuerte», lo dice Eibl-Eibesfeldt. Para concluir, que existan matizaciones no significa una negación del carácter innato del miedo, como reacción emocional primaria y básica al servicio de la supervivencia. Hay pensadores como Platón o Descartes que consideraron el miedo como una pasión vergonzosa, y esto se debe porque identifican el miedo con la cobardía. En el mismo error incurre Baruc Spinoza, que lo considera una pasión innoble. El miedo lo sienten tanto los cobardes como los valientes, no se es valiente por no tener miedo, sino por ser capaz de superarlo. Alfonso F. Tresguerres dirá: «quien nunca ha tenido miedo es un imbécil», Montaigne, dice: «El máximo poder del miedo se demuestra cuando nos impele a la valentía que había sustraído a nuestro deber y honor».
A.S.—Por tanto, es distinto a la angustia, tema que fue tan difundido en determinados periodos históricos, también lo notamos en los escritores japoneses que antes hemos mencionado.
R.V.—La angustia es también una emoción, es similar al miedo en muchos aspectos. El miedo es suscitado por algo concreto y determinado que se percibe como peligroso o como no deseado, como dice Alfonso Tresguerres, pero el objeto de la angustia es, en cambio, mucho más vago y difuso, y en no pocas ocasiones ni siquiera existe como tal, de manera que quien se siente angustiado, muchas veces no sabe en realidad por qué, y el motivo de su angustia es nada. Ese pequeño libro que tienes a tu derecha, se titula: El concepto de la angustia, de Soren Aybeé Kierkegaard, un libro muy leído. Y lo que entiende el danés Kierkegaard por angustia difiere de lo que entienden otros. También con mi humilde opinión.
Sigmund Freud dirá que el miedo supone algo que lo causa, mientras que la angustia nace de la mera expectación del peligro, incluso cuando éste no es conocido, y la angustia iría siempre referida al futuro, «en relación con la espera». Lo característico de la angustia es ese temor constante sin un objeto ni un motivo preciso, un estado ante un peligro que se desconoce y contra el que ninguna esperanza hay que practicar o prevenirse, al menos, una resignada aceptación. Esto hace de la angustia un estado afectivo mucho más doloroso que el propio temor.
Cuando joven, me introduje en la lectura de Soren Kierkegaard, recuerdo que fui a la embajada de Dinamarca y en la sección cultural me regalaron una cantidad de literatura y direcciones de asociaciones, que desconocía entonces, donde leían y comentaban la obra de Kierkegaard. Eso fue muy útil para mi propósito.
El miedo como la angustia son reacciones que pueden llegar a ser muy útiles para la supervivencia, aunque habría que reconocer que es el miedo más que la angustia. No se puede negar que existe una angustia psíquica o física, pero está la metafísica, y el primero en considerar es, justamente, Kierkegaard. La angustia es considerada como el miedo a la nada. El pionero fue Kierkegaard y por detrás vendrían todos los llamados existencialistas, el primero religioso y los otros, en su gran mayoría, ateos, en realidad son agnósticos más que ateos.
«La realidad del espíritu se presenta siempre como una forma que incita su posibilidad; pero desaparece tan pronto como él echa mano de ella; es una nada que sólo angustiar puede. Mas, no puede mientras no haga sino mostrarse. El concepto de la angustia no es tratado casi nunca en la Psicología; por eso debo llamar la atención sobre la circunstancia de que es menester distinguirlo bien del miedo y demás estados análogos; éstos refiéranse siempre a algo determinado, mientras que la angustia es la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad. Por eso no se encuentra ninguna angustia en el animal; justamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu» [El concepto de la angustia, I: V].
Es así como se lee esta cita en el libro de Kierkegaard, que ahora estoy leyendo. No quiero argumentar en contra de lo que dice el dinamarqués, sería muy largo, Kierkegaard es un hombre religioso y como él mismo lo dijo: «Creer en Dios es negar la inteligencia», después de eso hay poco que hablar. Además, él juega con trampas, como todo jugador tramposo esconde una carta en la manga, a priori hay que aceptar la existencia de Dios. Para Kierkegaard, la condición humana y la angustia que le es inherente resultan tan insoportables que, según él, no hay más que dos caminos, el suicidio o arrojarse en brazos de Dios, es decir, el salto a la fe en Aquél para el que todo es posible. Me llama la atención que alguien que piensa de esa manera, y que tenía tantas dificultades para creer en la vida y no en Dios, debo suponer que si fuera lo contrario tendría que haberse suicidado en el acto. En Heidegger la angustia nace de la constante amenaza de la muerte que pende sobre el ser-ahí, y es, por tanto, algo inherente a la existencia temporal y finita, pero conlleva, al mismo tiempo, la aceptación de una existencia y un destino tales que sin ella (sin la angustia) acaso se pretendiera inútilmente rebasar.
Para Jean-Paul Sartre, la angustia nace de la náusea, engendrada por la comprensión de que nada tiene sentido ni razón de ser, que todo es contingente, que todo está de más. Pero también de la obligación de elegir –inherente a la libertad que somos esencialmente y a la que nos hallamos condenados–, y elegir sin que exista un modo de valores firmes que regulen nuestra elección. De la náusea poco más hay que decir que del pobre ser-ahí heideggeriano condenado a la muerte. Lamentarse de que la vida sea contingente, en el fondo, se está lamentando en no ser un Dios.
A.S.—Recién mencionabas «en realidad más agnósticos que ateos», al referirte a los llamados existencialistas.
R.V.—Años atrás en un artículo, citaba una frase de Jean-Paul Sartre donde él se negaba a creer que no hubiera Dios. Un agnóstico es una persona que no niega ni afirma nada, es decir, que deja en suspenso el juicio. En cambio, un verdadero ateo no tiene dudas, el hecho de dudar ya implica dejar la posibilidad de que exista o…no. El ateo esencialista, es aquel que niega la esencia, aquello que se predica de tal ser. ¿Por qué? Porque tal idea es imposible. Uno puede hablar de un círculo cuadrado, pero eso es imposible, ya que eso no existe ni puede existir. La cuestión de Dios, en primer lugar, habría que ponerse de acuerdo de que tipo de Dios hablamos. ¿El Dios de la religión primaria, de la secundaria, terciaria o del Dios de Aristóteles?, quien inventó la idea de Dios. Hay dos caminos para explicar esta cuestión, por la historia, la cultura o la antropología, y en segundo lugar por la ontología. Por tanto, un ateo esencialista no discute su existencia, eso lo hacen los agnósticos que se llaman, erróneamente, ateos.
A.S.—Al hablar de la Muerte, noté como una cierta banalización de la misma.
R.V.—Cuando se trata de la muerte de un ser cercano, de un familiar, del ser amado, con nombre y apellido, jamás lo tomo de esa manera, es más, los momentos más dolorosos de mi vida giraron en torno a esos hechos. Hace dos años murió aquí en Chicago, un amigo de aquellos que rara vez se encuentran, y en la última semana de su vida, lo estuve asistiendo en el hospital. En esos días pudimos compartir algunas cosas, pero al final, solo respiraba y eso me pareció muy cruel, no tenía sentido continuar con esa situación, finalmente por suerte para él y su entorno, dejó de respirar, ya no reconocía a nadie. Pero si hablamos de la muerte en abstracto, como un suceso que vamos a vivir todos de manera inevitable, las cosas cambian. El hombre nace para morir, no nace para alabar no sé qué cosa, ni para ser feliz o para sufrir, esas son circunstancias y psicologismos baratos que no tiene mayor relevancia. Para no morir no hay que nacer, cosa absurda que nos cuestionemos ahora, ya que el «pienso, luego existo» es una estupidez, primero está el existir sin la cual no podemos pensar. Ni lo último en perder es la esperanza, lo último que se pierde es la vida. A medida que vamos viviendo, cada segundo, nos está llevando a la muerte. Epicuro dijo: Temer a la muerte es temer nada, es un no temer. Unamuno decía, que lo que causa temor y angustia no es la muerte como tal, sino la previsión de la misma, el saber que un día ya no seremos, bastará acaso con que caigamos en la cuenta que lamentaremos tanto no vivir los días posteriores a nuestra muerte como lamentamos ahora no haber vivido los que precedieron a nuestro nacimiento. La muerte no tiene nada de extraordinario, en cambio, si lo tiene el nacimiento, con solo pensar en los millones de combinaciones que se tienen que dar para que se produzca nuestro nacimiento me pone a temblar. Además, que le importa a la muerte que uno no quiera morirse, desde que somos hombres nuestro destino es morir. Si hay gente que cree que alguien lo va a salvar de la muerte y se hecha en sus brazos, allá ellos, todo ser lo es para la muerte y no se entiende por qué extraña razón se nos ha metido en la cabeza que nosotros hayamos de ser inmortales, si no somos otra cosa que un simple accidente de la materia. La idea de la muerte, lejos de provocarnos «temor y temblor» para repetir a Kierkegaard, debe servirnos para vivir como verdaderos seres humanos. «No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida» [Ensayos, I: XX]. Si no lo entendemos así, le estaremos dando la razón a Kierkegaard, y entonces no nos quedará más que dos opciones, o Dios o el suicidio. El enfrentarse con la muerte muchas veces revela la actitud real de las personas, hace algunos años, el Cardenal de Chicago, Francis George, que sufría de una enfermedad terminal, un buen día pidió por los medios públicos, que rezaran por su vida, inmediatamente pensé que no creía en Dios. ¿Se imaginan a San Pablo pidiendo por seguir viviendo? San Pablo no veía las horas de reunirse con su creador. Porqué es claro, que, para un hombre creyente, llega un momento en que la vida se te hace miserable. Una persona a determinada edad, consagrado a la vida religiosa y que no se quiere ir con su creador es una verdadera risa. Que queda entonces para un fiel común y corriente, que en su inmensa mayoría no se quiere morir. Cuando era adolescente corría un cuento sobre los seguidores de Perón, el relato dice que Juan Perón estaba en una manifestación pública, y oía que la gente coreaba: «¡La vida por Perón! Entonces el general, emocionado y conmovido, por sus seguidores que estaban dispuestos a dar la vida por él, les dijo que los iba a someter a una prueba, tomó una pluma y dijo que sería ejecutado la persona en cuya cabeza se asentara la pluma, y lo dejó caer sobre la multitud. La gente no dejaba de corear que darían la vida por Perón, pero a medida que se acercaba sobre sus cabezas, soplaban la pluma y seguían coreando que darían la vida por el general. Es cosa común no solo en los creyentes o como la actitud miserable e hipócrita del cardenal George. Se ha sacralizado la vida y nadie quiere aceptar la muerte, encima la ciencia ha prolongado las expectativas de vida, así que buscan la inmortalidad. Gustavo Bueno decía que cuando uno se muere, deja el lugar para otro, pero resulta que nadie quiere dejar el lugar.
A.S.—¿Entonces…de esperanza, nada?
R.V.—[risas] Primero, a la persona que tiene esperanza le debe sobrar el tiempo, un bien muy escaso. Yo no tengo esperanza, no espero absolutamente nada, esa palabra no tiene cabida en mi vocabulario. «El que espera, desespera», esa es mi respuesta. Alguien que espera, vive en un estado lamentable de sufrimiento a la espera de que se cumpla lo deseado. Las personas deben hacer todo lo que sea necesario para obtener algo y si no se cumple, no importa, uno hace lo que debe y punto.
A.S.—¿La vida tiene un sentido?
R.V.—Ni la vida personal, ni la vida en general tiene un sentido, tampoco está escrito en ningún lado. Cuando una persona en algún momento del día, descubre que su vida no tiene sentido, no debería ponerse triste, eso es una tontera. Caer en la cuenta de que tu vida no tiene sentido, lejos de ponerte mal debe ser motivo de alegría, ya que eso significa, que uno no es una marioneta en manos del destino o de lo que quieran llamarlo, sino que el propio artífice de tu vida eres tú. Si nuestra vida estuviera escrita, qué sentido tendría esforzarnos por estudiar, por trabajar, si ya todo está decidido o escrito. El hombre es libre, y debe darle un sentido a su vida.
A.S.—Siguiendo tu recomendación, leí, no una, sino varias veces El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, de Gustavo Bueno Martínez, en principio pensaba que sería difícil de leer por cuestiones filosóficas, en especial para alguien del mundo de los negocios, pero era solo un prejuicio, está al alcance de cualquiera y lo recomiendo, y debo decir que la influencia de Gustavo Bueno Martínez en tu vida intelectual está bastante arraigada. ¿Pregunto, somos absolutamente libres?
R.V.—Bien, Gustavo Bueno Martínez, salvó mi vida intelectual, creo que alguna vez te lo comenté. Me produce risa cuando escucho a ciertos tipos brillantes en lo suyo, como la economía, repetir como loros, que la libertad es el respeto absoluto e irrestricto de la vida de los demás, y un largo etcétera. No hay tal libertad absoluta sobre la vida de uno, de los demás o del otro. Por ejemplo, si ingresa un ladrón en mi apartamento, y lo descubro, el ladrón por su seguridad, tratara de matarme para que no lo pueda delatar. ¿Voy a recitar el respeto absoluto hacia la vida del otro, o voy a tratar de matarlo antes que él lo haga conmigo? La guerra es un ejemplo perfecto de lo que hablamos. En cuanto entro en combate mi tarea es eliminar al enemigo, ya sea neutralizándolo o matándolo si es necesario, no solo por mi bien, sino por quienes están en mi trinchera y porque la eutaxia de mi patria así lo indica. No soy un determinista en el sentido fatalista, pero debo admitir sin chistar que hay un cierto determinismo en la vida de todos los hombres. Muchísimas veces no sólo no estamos obligados a elegir, sino que otros eligen por nosotros. En cada circunstancia en la que nos encontramos, disponemos de un pequeño puñado de opciones sobre las que ejercer la libertad de elegir, a veces muchas, a veces pocas, y en ocasiones, una sola, y en otras, ninguna. Cada vez que tomo una decisión, cierro para siempre muchas otras alternativas. Pero así es la vida, las posibilidades reales no son infinitas, y la vida de una persona que nace y se cría en un entorno de miseria y marginalidad no tiene las mismas posibilidades de alguien que nace y se desarrolla en otra posición social. En este sentido, cuando pudo constatar muchas cosas fundamentales que yo no podía modificar, ni volver el tiempo atrás, he sentido angustia, pero no al modo kierkegaardiano ni sartriano, sino como conciencia de la imposibilidad, y al instante… viene la aceptación, no el desespero y el llanto. Una elección aparentemente libre puede estar tan determinada como si se tomase la elección contraria, ya que esa elección está condicionada por un contexto y codeterminada por las elecciones de los demás. El sistema filosófico al cual adhiero, el materialismo filosófico, es partidario del determinismo al considerar que toda materialidad tiene una causa o razón. Y distingue entre un determinismo causal y un determinismo de razones. Mientras el primero se cumple en el orden de las sustancias (las categorías causales solamente pueden aplicarse a sistemas procesuales individuales), el segundo se cumple en el orden de las esencias (de las razones se obtienen resultados). Por ejemplo, a diferencia de los sistemas físicos, los sistemas matemáticos no admiten la aplicación de categorías causales, sino sólo tratamiento de razones.
A.S.—No quiero decir, al final de tu vida, pero quiero referirme a este momento especial de tu vida ¿te arrepientes de alguna cosa?
R.V.—No me molesta que lo digan, ciertamente estoy al final de la vida, más allá que acá, aun cuando no haya un más allá. No me arrepiento de nada, en esto soy muy espinosiano, el filósofo Baruc Spinoza dijo en su Ética demostrada según el orden geométrico, en la conocida proposición 54 de la cuarta parte de la Ética, que reza: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; quien se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable e impotente».
Si lo que impulsa a todo hombre es el deseo por «perseverar en su ser», entonces esas virtudes serán la firmeza y la generosidad. «La firmeza es la aplicación de la fortaleza a uno mismo o al grupo, después vendrá la generosidad, cuando la fortaleza se aplique a los demás individuos o grupos», dice Gustavo Bueno. Entre esas virtudes si hay algo que no puede tener lugar, es el arrepentimiento. Ya que ningún hombre debe actuar fuera de la razón, y si sigue esto, no hay acto del que pueda arrepentirse sin que al mismo tiempo se deba disolver como hombre.
Errores pueden cometerse, no cabe duda. Pero, al advertirse esos errores, deben reincorporarse al recorrido vital y aprender de ellos. Baruc Spinoza consideraba que el arrepentimiento no es una virtud, ya que no proviene de la razón. También creía que solo los sabios no se arrepienten de sus acciones, mientras que la gente normal necesita el arrepentimiento como mecanismo de catarsis para cambiar. La doble miseria de la que habla Spinoza está en el hecho de haber sido vencidos primero por el mal y más tarde por la tristeza. Y, en tanto que constituye una forma de tristeza, no puede ser virtud, pues ésta siempre es alegre, y también porque el arrepentirse supone la percepción y el conocimiento de una impotencia, no de una potencia. Es cierto que las personas pocas veces viven según el dictado de la razón, si van a pecar por algún lado, nos estaría diciendo Spinoza, mejor que sea por éste, en lugar de una absoluta y despreocupada desvergüenza.
Es preferible el arrepentimiento a la desvergüenza. Al menos el primero demuestra, frente a la segunda, que no hemos traspasado la línea de la estupidez moral y que aún no estamos del todo perdidos. Pero más allá del arrepentimiento, este no sólo existió, sino que continúa existiendo, y no de otro modo distinto sino existiendo tal y como fue. En el límite, si el hecho del cual nos arrepentimos posteriormente es tan horrible y que haya llegado al grado de rebajarnos como personas humanas, hace que el arrepentimiento sea un chiste. Si ese es el caso, en vista de lo hecho, es pura poesía el arrepentimiento, y la única manera de recuperar esa humanidad perdida por dicho acto, no queda más que el último acto de dignidad como persona y es quitarse o retirarse de la vida. Cuando estuve investigando sobre el suicidio, me encontré con un caso, no recuerdo donde, debería buscar en ese estudio, una persona en una discusión con su pareja la arrojó al vacío, unos minutos después, al tomar conciencia de lo hecho y de la imposibilidad de reparación, se lanzó del mismo lugar. Tal vez sin saberlo o sí, siguió un mandato de racionalidad. Estoy de acuerdo con Spinoza, primero, por haber hecho algo de lo que arrepentirse, y, después, por sufrir a causa de ello, y quien perdona es doblemente ingenuo, mis amigos del café dirían, estúpido, primero, por creerse capaz de perdonar, y, después, por gozar a causa de ello, es decir, por gozarse en su supuesta bondad (estupidez). El gran Montaigne confesaba: «Yo rara vez me arrepiento», y personalmente debo decir, yo rara vez perdono. Me resbalan las consolaciones psicologistas, no perdono ni quiero perdones.
A.S.—Finalmente, luego de esta conversación un poco extensa, pensaba que tal vez deberíamos hacer podcasts, merecen la pena. Me imagino que la cuestión del suicidio no es ajena a tus reflexiones.
R.V.—Primero, al menos para mí fue agradable, y la idea de grabar podcasts no me parece mala idea, además, como dijo Elon Musk, lo que favoreció a Donald Trump, en su campaña fue realizar este tipo de entrevistas, donde se pudo explayar y constituye la mejor manera de conocer el pensamiento y a la persona entrevistada. La pobre y limitada Kamala Harris, es incapaz de triturar una idea importante, todo lo que le preguntaban estaba pactado, ella y muchos son incapaces de hablar a agenda abierta. Entrevistas limitadas son apropiadas para personas intelectualmente limitadas. En cuanto a la pregunta, el escritor Albert Camus, dijo… lo tengo en este archivo, fue en El Mito de Sísifo:
«No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto, si el mundo tiene tres dimensiones, si las categorías del espíritu son nueve o doce, viene después. Se trata de juegos; primero hay que responder. Y si es cierto, como nos asegura Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se comprende la importancia de esta respuesta, pues precederá al gesto definitivo. Se trata de evidencias sensibles para el corazón, más es preciso profundizar en ellas para que el espíritu las tenga claras».
Pues, bien, yo no creo que sea el mayor problema filosófico, pero es una cuestión muy importante, tan importante, al menos para mí, que sin la posibilidad concreta del suicidio mi vida hubiese sido muy difícil de llevar. Creo que fue un acicate para seguir viviendo. Creo que deben estar puestas en la mesa todas las opciones, y voy a admitir que soy un suicida potencial, muy próximo al acto en varias ocasiones. En la época antigua Plinio, consideraba el suicidio un privilegio reservado sólo al hombre, frente a los animales e incluso al mismo Dios: «Dios, aun cuando quisiera –leemos en la Historia natural– no podría darse muerte y ejercitar ese privilegio que concedió al hombre, en medio de tantos sufrimientos de la vida». Pero, claro, Plinio no perteneció a lo que llamamos religión terciaria, donde el Hijo, una de las tres personas de la Trinidad comete suicidio.
En el Nuevo Testamento, el evangelista Juan pone en boca de Jesús: «El Padre me ama porque doy mi vida (…) Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente». Juan 10: 17-18. Cuando Jesús se dirige a Jerusalén para las pascuas, y según su presciencia por ser hijo de Dios, conoce todos los conocimientos futuros que le aguardan, y a pesar de ello de manera libre y deliberada va hacia su muerte y no hace nada para evitarla. ¿Y esto no es un suicidio? Y el mismo Juan le hará decir en el capítulo 10 versículo 15. «Doy mi vida por mis ovejas». En el pasaje del Evangelio según San Mateo, Jesús interroga: «¿Piensas que no puedo llamar a mi Padre y él me mandará doce legiones de ángeles? Pero si lo hiciera, ¿Cómo se cumplirían las Escrituras?».
Esto para un creyente, sería como la aceptación de su muerte ya que él se debía al plan de su Padre, y que para poder cumplir con el mensaje trascendente del cual era portador, tenía que cumplir con la profecía, ¡y bla!, bla! bla! Pero su muerte no es otra cosa que un suicidio, deberían o deben ser honestos y no tratar de retorcer las cosas. Esta postura de la iglesia católica sobre el suicidio, es nueva, y tampoco encuentro razones para ello, para esa toma de posición.
El famoso teólogo Orígenes (186-254) de tiempos de la Iglesia primitiva, dijo que «si no tememos a las palabras […] tal vez diremos, no hallando otra expresión que se conforme a los hechos: divinamente, por así decir, Jesús se ha matado a sí mismo». Comentarios sobre San Juan, XIV, 554. Orígenes por estos comentarios fue defenestrado por la Iglesia oficial, que había tomado partido decididamente en su doctrina en contra del suicidio. El cardenal Danielou refiriéndose a Orígenes dijo: «¿Qué sería hoy la exégesis sin Orígenes?». En el lenguaje del Antiguo Testamento no aparece una sola palabra que designe la palabra suicidio, ni en arameo, ni en hebreo, ni griego, lo mismo sucede en el Nuevo Testamento, sólo se usan expresiones eufemísticas para describir un suicidio, como podemos leer en la cita siguiente.
«Abimelech llegó hasta la torre para atacarlos y se acercó a la puerta de la torre con la intención de prenderle fuego. Pero una mujer le arrojó una piedra de molino a la cabeza y le partió el cráneo. Él llamó en seguida al muchacho que llevaba sus armas y le dijo: “Desenvaina tu espada y mátame, para que no digan de mí: Lo ha matado una mujer.” Su escudero lo atravesó. Cuando la gente de Israel vio que Abimelech había muerto, se volvió cada uno a su lugar». Libro de los Jueces 9, 52-55. Hay muchos ejemplos, pero lo dejaremos aquí.
En 1965, el escritor Jorge Luis Borges, le respondió al periodista Rodolfo Braceli a la pregunta. ¿Pensó alguna vez en el suicidio? Borges dijo que sí. Que un día había tomado la decisión, pero luego pensó en que «con tener la idea» era suficiente. «La muerte, sin duda, me está acechando, para que tomarme el trabajo. Antes de mi ceguera pensé muchas veces en suicidarme. Ahora ya es un poco tarde…yo creo que ya no necesito suicidarme», continuó Borges con su confesión. Braceli le insistió si ya había renunciado a la idea del suicidio, en una sola frase, Borges se hizo aún más Borges. Y confesó el porqué de su renuncia, su sentencia fue digna de un buen epitafio: En cualquier momento el tiempo me suicida.
En conversaciones con Ernesto Sábato dijo Borges: «Yo apruebo el suicidio. Mi padre postrado por una hemiplejia se negó a ingerir remedios y a alimentarse. Se dejó morir lentamente y creo que de esa manera se necesita más coraje. Mi abuelo se hizo matar en combate por razones políticas. Montó a caballo en primera línea, se puso un poncho blanco para hacerse más visible ante el enemigo y recibió una descarga. Fíjese que, en su caso, mi abuelo uso por arma para matarse todo un ejército. Fue allá por 1874 en un pueblo de Buenos Aires, llamado 25 de mayo».
En una entrevista concedida a la periodista Liliana Heker, ella le dice: Disculpe, Borges, voy a dar vuelta a la cinta. —Está bien. ¿Quién más interviene en este libro? Heker responde: El profesor Croatto, profesor de religiones comparadas, el doctor Gazzano, psiquiatra, que dirigió el Centro de Asistencia al Suicida…
—¿Qué hacen allí? ¿Ayudan a la gente a matarse? Que otra asistencia se le puede dar a un suicida, ¿no? Bueno, supongo que debe de ser todo lo contrario. Me parece que sí. —Qué cosa rara que los católicos condenen el suicidio cuando el propio Jesucristo fue un suicida. Una religión que tiene a la cabeza un suicida –y este suicida, además, es Dios- y que condene el suicidio. Porque se entiende que el sacrificio de Jesús fue voluntario, es decir, fue un suicidio. Es muy raro, los católicos condenan el suicidio y yo no logro explicarme por qué. Sostuvo Borges.
Si nos atenemos a la definición clásica que da Durkheim, que considera al suicidio «todo caso de muerte que resultase, directa o indirectamente, de un acto positivo o negativo, realizado por la víctima misma sabiendo que debía producir ese resultado». Según esto también debería considerarse suicida cualquier acto altruista que derivara en la muerte del individuo que se sacrifica por otro. Pero en favor del altruista, se podría decir que el altruista no sabe que su acción le acarreará la muerte, a veces ni tiene tiempo de evaluar seriamente el peligro a que va a exponerse, que su intención es salvar al otro, sin por ello perder su propia vida.
En la cultura Maya es donde el suicidio gozó de mayor respetabilidad donde Ixtab, quien era la diosa del suicidio, esposa del dios de la muerte, Chamer, también era la divinidad de la horca. En la tradición Maya, se consideraba el suicidio como una manera extremadamente honorable de morir, a un nivel similar al de las víctimas humanas de sacrificios, guerreros caídos en batalla, mujeres muertas en el parto, o sacerdotes. Ixtab era representada como un cadáver parcialmente descompuesto con los ojos cerrados, colgando de un árbol. Su papel como divinidad era la de proteger a los suicidas, acompañándolos y guiándolos a un paraíso especial, a este papel se le llama con un término griego psicopompo o guía de almas. Muchos antropólogos concluyen en que la obsesión precolombina por la muerte y los baños de sangre, y que todo ese afán autodestructivo fue la razón de la fácil conquista española. El harakiri, haraquiri, o hara-kiri (corte de vientre), es el suicidio ritual japonés por desentrañamiento, en japonés se prefiere usar el término seppuku, ya que la palabra harakiri no se usa por considerase vulgar. El harakiri era una práctica común entre los samuráis, que consideraban su vida como una entrega al honor de morir gloriosamente, rechazando cualquier tipo de muerte natural. Por eso, antes de ver su vida deshonrada por un delito o falta, recurrían con este acto a darse muerte.
Cada vez, ahora menos, que se realiza una huelga de hambre, pero en serio, no esas simulaciones de unos miserables activistas. ¿Y realizar una huelga de hambre hasta las últimas consecuencias, al no conseguir sus objetivos, acaso no es un suicidio? El psiquiatra francés E. Esquirol, relataba sobre el caso de un empobrecido comerciante que deambulaba por los campos, luego este hombre cava su tumba junto a un árbol y se tiende en la tumba a esperar la muerte. Desde el 15 de septiembre al 3 de octubre de 1812, el comerciante permanece inmóvil y sin probar bocado alguno, hasta que un campesino lo descubre e intenta socorrerle sin éxito. El empobrecido comerciante escribió en su diario a modo de mensaje póstumo: «No soy un suicida, soy un muerto de hambre». Y se declara víctima de la injusticia. ¡Esto está buenísimo! ¿o no?
Frente a quienes sostienen, con Aristóteles, que el suicida es un cobarde, Séneca argumentará que no se trata de cobardía, sino de ejercer la propia libertad: «La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas (…) Si te place, vive; si no te place, estas perfectamente autorizado para volverte al lugar de donde viniste». Ante la opinión contraria de la gran mayoría de pensadores, David Hume rechazará, una a una, las principales razones esgrimidas por quienes se han opuesto al suicidio. En primer lugar, argumenta Hume, no es una falta contra Dios. La vida humana depende de las leyes de la materia y el movimiento por las que Dios ha decidido que se rija el universo, y si no es una ofensa a Dios el alterar o modificar dichas leyes, no se ve por qué habría de serlo el disponer libremente de la propia vida. Si no es un crimen, por ejemplo, el desviar el curso de un rio, entonces: «¿Por qué habría de ser un acto criminal –pregunta Hume- el que yo desviase unas cuantas onzas de mi sangre de su curso natural?» Si todo cuanto acontece depende de la providencia de Dios, forzoso será concluir, piensa Hume, que otro tanto sucede también con mi muerte, aun cuando ésta sea voluntaria: pensar que yo, con cualquiera de mis actos, pueda estar interfiriendo en los planes de Dios, resulta sencillamente blasfemo.
Por lo demás, si incurro en culpa al quitarme la vida, no lo haré menos cuando intento conservarla, frente a lo que parece ser la voluntad de Dios: «Si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente al Todopoderoso, y fuese un infringimiento del derecho divino el que los hombres dispusieran de sus propias vidas, tan criminal sería el que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla. Si yo rechazo una piedra que va a caer sobre mi cabeza, estoy alterando el curso de la naturaleza, y estoy invadiendo una región que sólo le pertenece al Todopoderoso, al prolongar mi vida más allá del periodo que, según las leyes de la materia y el movimiento, Él le habría asignado». En cuanto a que el suicida perjudica a la sociedad, Hume argumentará que, al contrario, lo que se consigue, en no pocos ocasiones, es liberarla de una carga, pero, en cualquier caso, lo único que se hace, a lo sumo, no es provocarle un daño, sino dejar de producirle algún bien. Además, la relación entre el individuo y la sociedad ha de implicar la existencia de algún bien reciproco, y, en consecuencia: «No estoy obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad, si ello supone un gran mal para mí. ¿Por qué debo, pues, prolongar una existencia miserable sólo porque el público podría recibir de mí alguna minúscula ventaja?»
Y respecto a que el suicidio supone una falta al deber para con uno mismo, Hume observará que nadie renuncia a la vida gratuitamente, esto es, si mereciera la pena conservarla, entre otras cosas porque tenemos el suficiente temor a la muerte para arrojarnos a sus brazos por cualquier menudencia. Llegados a ese punto en que la vida no merece la pena ser vivida, el suicidio no sólo no es una cobardía, sino un acto valeroso y prudente: «Si se admite que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede empujarnos a cometerlo. Pero si no es un crimen, sólo la prudencia y el valor podrían llevarnos a deshacernos de la existencia cuando ésta ha llegado a ser una carga».
También los estoicos pensaron que el suicidio puede, en ocasiones, ser dictado por la recta razón. En líneas generales podríamos decir que, con un concepto muy actual, los estoicos consideran admisible el suicidio en aquellas circunstancias en las que la calidad de vida se halle seriamente amenazada, caso de una enfermedad incurable o de un dolor que no puede ser razonablemente soportado, también de situaciones en las que la propia dignidad o virtud se hallen en peligro inevitable, y como recordara Séneca a Lucilio, lo que importa no es la cantidad, sino la calidad de vida: «Morir más pronto o más tarde no tiene importancia lo que sí la tiene es morir bien o mal, y es, ciertamente, morir bien huir del peligro de vivir mal […] no vale la pena conservar la vida a cualquier precio», escribe Séneca.
El mensaje más conmovedor que leí fue el de Cesare Pavese, «Basta de palabras. Un gesto», es decir realizó el gesto final, esa frase de Pavese, fue subrayada por el poeta Nicolás Arnero, pero que contradice con dos versos más: intuyo la cobarde humillación /de sustraerme al suicidio. Pero el poeta Nicolás Arnero comete una segunda contradicción y se ahorca en 1991. El suicidio es una cuestión muy importante en la vida de los hombres, pero no significa que sea el tema más importante de la filosofía, aunque para Platón y Sócrates sin embargo la filosofía no es sino una meditación y preparación para la muerte, meditatio y preparatio mortis. Y en el último día de su vida Sócrates, nos recordó que «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan en morir, y son los hombres a quienes resulta menos temeroso el estar muertos». Mi paisano Gustavo Perednik decía: «cuando la explicación de este fenómeno se aborda desde la sociología o psicología, en general se impone el análisis suicidológico con su intención de prevenir y evitar el suicidio. La filosofía no: por su naturaleza está exenta del propósito que guía a sus pares; cuando la filosofía explora el suicidio no sólo se abstiene de “reafirmar la vida” sino que suele abatirse en una apología de la auto destrucción».
A pesar de Baruc Spinoza quien decía: «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida». Por tanto, para quienes recorremos modestamente el camino filosófico, ella ha sido la mejor arma para enfrentar estas cuestiones no sólo para poder analizar o escribir sobre el suicidio, sin miedos, sin temores, sin importar que sea un tema tabú o prohibido para muchos, sino que es fundamental como meditación y preparación no solo para nuestra propia muerte. Y la vida personal es intransferible, es una y única, aquí y ahora, eso la convierte en valiosa. Ni pena ni alegría, el hombre no vive solo, vive con los demás es parte extra parte y las penas y las alegrías son provocadas por las acciones de los demás, con nuestra participación, y por eso somos como somos y somos lo que somos. Para alguien que vive situaciones extremas y dolorosas ¡No hay libertad en el suicidio! Es una situación de sufrimiento extremo, y esa persona no ve otra salida, no puede hacer otra cosa. ¿Qué va a hacer el Gobierno, te va a castigar, te va a poner una guardia personal las 24 horas?
Los debates sobre el suicidio son interminables, yo no discuto más, el gesto final se lo hace y punto. No apruebo que lo haga una persona que no tiene la suficiente madurez intelectual, o porque te dejó la novia, esas son tonteras. Recuerdo una entrevista que le hizo el periodista Víctor Amela a Gustavo Bueno Martínez:
–¿Nunca se arrepiente de lo que dice?
-Un hombre libre no se arrepiente: asimila e integra sus errores a su proyecto vital. Y si algún error es tan espantoso que no puede ser integrado en ese proyecto vital, se suicida.
–Vaya… ¿No es la vida humana el valor supremo?
-¡No! Esa idea proviene del individualismo. Más valiosa que la vida es la generosidad; hacer algo por otro sin esperar premios.
–Si la vida no es lo más importante, ¿es justificable matar?
-Lo es matar en defensa de la familia, en defensa del grupo, de la sociedad…
A.S.—Espero que volvamos a encontrarnos o mantener una conversación telefónica, si no nos vemos en Florida, tal vez lo hagamos en otro estado, creo que tendremos algunas novedades con los amigos de la Revista, eso me adelantaron. También habrá muchas novedades políticas.
R.V.—A sido un placer, y también espero reunirme con los amigos, en el lugar que elijan, estoy a disposición.
Alejandro Soler.
Noviembre de 2024.