ANDRE GLUCKSMANN
Occidente contra Occidente
Ricardo Veisaga
«Mi primer y mejor amigo ya no está. He tenido la ocasión increíble de conocer, reír, debatir, viajar, jugar, hacer todo y no hacer nada con un hombre tan bueno y tan genial. Voilà, mi padre murió ayer por la noche.»
Su hijo, el cineasta Raphaël Glucksmann, de esta manera comunicó la noticia de la muerte de su padre en su cuenta de Facebook. André Glucksmann tenía 78 años, había nacido en Boulogne-Billancourt, localidad adosada al oeste de París, y falleció la madrugada de este martes en París.
Concluye de esta manera una vida consagrada a la reflexión sobre la incidencia de la moral en la política e indagar sobre el mal, en un escenario tan «rico» en conflictos internacionales, conflictos que no eran devaneos intelectuales sino hechos en los cuales implicarse. Se puede decir que su visión sobre el mundo como obra de los hombres era pesimista.
Él consideraba que un intelectual debía ser ante todo «un profeta del desastre», un visionario «capaz de vaticinar, en la propia semilla, la flor venenosa». Las vivencias familiares marcaron ese ineludible compromiso político. Sus padres fueron judíos austriacos, eran militantes sionistas de izquierdas, su padre, fue un agente de la Komintern y había participado en la fundación del Partido Comunista palestino.
En tiempos en que los judíos comenzaban a abandonar Europa, su padre los llevó a París, se negó a llevar la estrella de David amarilla y murió al principio de la guerra. Cuando André tenía 4 años, la familia escapó del tren que los llevaba a un campo de concentración, su madre, se puso a gritar a los demás detenidos cual sería el final para todos, los guardias la apartaron y sacaron a la familia del vagón.
«Ese día aprendí la primera lección de mi existencia: que la insolencia y la verdad sirven para algo», confesaría tiempo después. Durante la guerra estuvo viviendo en la clandestinidad, servía de monaguillo en una escuela de monjas, su madre estaba implicada y actuaba en la resistencia. Su vida quedaría marcada para siempre por lo que pudo evitar, el genocidio y la limpieza étnica.
En un sentido comunicado el gobierno francés saludó su memoria. «Penetrado por la tragedia de la historia tanto como por su deber de intelectual, no se resignó a la fatalidad de guerras y masacres. Siempre estuvo en alerta y a la escucha del sufrimiento de los pueblos», y por su parte, el primer ministro francés, Manuel Valls, añadió «La indignación, la suerte de los pueblos, el rigor del intelectual: André Glucksmann guiaba las conciencias. Su voz será echada de menos».
En 1968 publicó su primer libro, «El discurso de la guerra», con el que ya adquiere notoriedad. Entonces nuevo filósofo maoísta, la peripecia ideológica de André Glucksmann es bastante similar a la de los neoconservadores estadounidenses, pues empezó militando en la extrema izquierda y terminó defendiendo posiciones propias del ámbito liberal-conservador, no en vano en 2007, pidió el voto para Nicolás Sarkozy en las presidenciales francesas.
Fue uno de los nuevos filósofos que rompieron con las grandes doctrinas y con la rigidez de los viejos maestros, viejo héroe y villano del mayo del 68. Glucksmann era joven, desafiante, audaz y espontáneo representaba todo lo que el 68 iba a traer: un mundo nuevo en el que lo viejo desaparecería y lo nuevo sería la ley. Al menos eso pensaba.
Lo viejo también está en una fotografía, cuando visitaron al gobierno francés en el 78, lo viejo era Jean-Paul Sartre. Sartre, Negroponti, toda esa tradición que quería ligar existencialismo y marxismo… Glucksmann y su generación significaban, sobre todo, el desdén hacia la generación de los maestros. Era de izquierdas, pero se sentía desligado de la Unión Soviética, del totalitarismo y de las grandes visiones globales que trataban de explicarlo todo como una ley histórica.
Le importaban los derechos humanos, el respeto al individuo, la amabilidad, incluso las viejas instituciones liberales. Claro que, por entonces, Glucksmann aún se tenía por maoísta y procubano, tenía en la cabeza una revolución llena de ligereza y alegría.
«Nací en una familia de austriacos comunistas. Yo lo fui también al principio. Pero se aprende de los errores. Y yo aprendí bastante deprisa. Así que sí que soy un converso», dijo el filósofo en una entrevista. Él fue uno de los muchos que abandonaron a Marx en las décadas del 70 y 80. Dicho así, no es tan extraño que Glucksmann viajara desde el desafío al orden hasta una actitud más compleja, más complaciente, que es lo que hubiera dicho él mismo de joven.
Apoyó la guerra de Irak para derrocar al dictador baazista Saddam Hussein, denunció los desmanes del autócrata Vladímir Putin (especialmente en Chechenia) y se significó en la defensa del Estado de Israel. Su visión de las relaciones internacionales otorgaba siempre un lugar prioritario a las cuestiones relacionadas con los derechos humanos.
El comunismo fascinó a una parte de la intelectualidad durante más de sesenta años, mientras otros comenzaron a alejarse de su influencia al conocerse los crímenes del estalinismo. Algunos de los que se quedaron en el partido se consolaban pensando que al menos estaban del lado de la clase obrera, un principio que fue denunciado por Raymond Aron en «El opio de los intelectuales».
El gran cisma (la separación de los intelectuales de las líneas y la ortodoxia comunista) se había iniciado en 1947 durante el comienzo de la guerra fría. El proceso al disidente soviético Kravchenko y los testimonios de El Campesino y Margaret Buber-Neumann sobre los campos de concentración rusos crearon un estado social que terminó en conmoción con la publicación de «Archipiélago Gulag», de Alexander Solzhenitsin.
La guerra de Corea creó un nuevo escenario para la división ideológica de los intelectuales. Mientras los comunistas condenaban la intervención norteamericana, los neutralistas y un tercer grupo formado por liberales, demócratas y socialistas antiestalinistas exponían sus presupuestos desde «L’Observateur», órgano de un socialismo intelectual y marxistizante, y «Le Figaro», con Raymond Aron a la cabeza.
La guerra de Corea fue también la oportunidad de Jean-Paul Sartre de unirse a la causa del Partido Comunista, en un momento en el que iba perdiendo su carga de fascinación. Fue cuando el filósofo escribió su famosa frase «un anticomunista es un perro, no salgo de ahí y no saldré jamás». Pero poco iba a durar la luna de miel.
El aplastamiento de la insurrección húngara de 1956 por los tanques soviéticos abrió de nuevo los ojos al que la derecha calificaba como aplicado compañero de viaje. Fue el mismo año en el que Kruschev denunció en el XX Congreso del Partido Comunista los crímenes del estalinismo.
En Francia fue la guerra de Argelia por su independencia lo que resucitó antiguas vocaciones dreyfusistas. La opinión pública asumió las tesis del general De Gaulle por la independencia de Argelia, que terminó incluso apoyando la izquierda. Después de la guerra, un nuevo semanario, «L’Express», de Jean Jacques Servan- Schreiber, situado en la izquierda del espectro ideológico, va a aglutinar a una gran parte de la opinión intelectual francesa.
Su articulista estrella de «L’Express» era el Premio Nobel François Mauriac. «Le Nouvel Observateur» remplazó a «L’Express» como referente de la intelectualidad de izquierdas. El tercermundismo, centrado en los casos de Cuba, iberoamérica y en especial Vietnam, domina las preocupaciones intelectuales del momento, mientras la Unión Soviética va a ser sustituida por la China de Mao Tsé-Tung como objeto de fascinación, su plataforma mediática era la revista «Tel Quel».
Cuando estalla el Mayo francés del 68, Sartre se apunta al movimiento estudiantil mientras el Partido Comunista se alejaba un poco más de los jóvenes y los intelectuales. Ese mismo año, el aplastamiento de la Primavera de Praga, de nuevo por los tanques rusos, asestó un nuevo golpe a la militancia comunista.
Sartre toma la dirección de la revista «La Cause du Peuple», el periódico de la maoísta Izquierda Proletaria, cuyos directores habían sido detenidos, y vocea por las calles de París, junto a Simone de Beauvoir, la venta (ilegal) de ejemplares. En 1975, André Glucksmann que junto a otros jóvenes inquietos se había destacado en el mayo del 68, publica «La cocinera y el devorador de hombres», que significó el alejamiento de una parte de la izquierda intelectual con el marxismo-leninismo.
Fue el primero de su bibliografía y que lo consagró como uno de los líderes del movimiento que se conocería como de «los nuevos filósofos». En los últimos años de la década de 1970, el mundo intelectual estaba dominado por el marxismo, tanto en Francia, en España, como en otros países europeos.
Lo extraño y anormal consistía en que la llamada intelectualidad no fuera marxista, y el simple hecho de no ser o simplemente no simpatizar con el comunismo valía el estigma de «sospechoso». En medio de este ambiente se escribió y publicó, la mencionada «La cocinera y el devorador de hombres», que provocó fuertes sismos, el mismo o similar efecto lograrían otras publicaciones de los nuevos filósofos franceses.
Ser anticomunista era el equivalente de fascista (cuando comunismo, el nazismo y el fascismo son las caras de la misma moneda), o cuando no, un «agente del imperialismo», un hombre de la CIA. Los pocos intelectuales disidentes eran desconocidos o simplemente eran despreciados, ejemplo de ello fue Alexander Solzhenitsin. Juan Benet, escribió que los campos de concentración deberían existir mientras existieran hombres como Alexander Solzhenitsin.
André Glucksmann, había leído el «Archipiélago Gulag», y concluyó que existía necesariamente una continuidad entre el marxismo y los campos de concentración. Que el Gulag, no era una anomalía del marxismo, sino su necesaria consecuencia.
«Queda una reticencia a la hora de mezclar el marxismo con el exterminio de los campos de concentración. Para designar al caníbal del siglo XX como devorador de hombres, ¿tenemos realmente necesidad de meter nuestra nariz en su ropa sucia? Un traje es un traje, depende de quién lo lleve, dejemos al marxismo en el vestuario y condenemos simplemente los campos…
Lo lamento. Los guardianes enarbolan un uniforme y no es uno cualquiera. El negro para los SS, y el pequeño ribete azul en el cuello de los agentes del GPU. Mientras, preguntémonos, si tan sencillo nos parece condenar los campos, por qué con respecto a los rusos siempre nos quedamos en las cavilaciones internas. Los crímenes nazis tuvieron su tribunal en Nüremberg. Ustedes dirán: se había ganado la guerra y esta era la ley del vencedor. Muy bien: pero los luchadores antifascistas no esperaron esta victoria para entender qué era un crimen contra la humanidad. El tribunal Russell juzga los crímenes imperialistas en Vietnam, en América del Sur, permitiéndonos, por lo menos, convertir nuestro horror en algo común. Pero para los campos rusos no hay tribunal Russell, el grito de horror queda estrangulado en la garganta. ¿Y el marxismo no tiene nada que ver con este silencio? Si aquí nos convierte en sordos y mudos, ¿qué papel jugará allá abajo?
¿Qué es lo que nos impide ver y decir que, en cuanto a horror, no hay ninguna diferencia entre el campo nazi y un campo soviético?»
Glucksmann no fue el primero en atreverse a denunciar y tampoco con los mejores argumentos, pero él era un hombre del «mayo del 68», era «propia tropa», un ex maoísta, lo hacía desde la izquierda y con el lenguaje de las izquierdas. En medio del silencio de los corderos, un silencio que no respondía al miedo, sino que estaba entretejida de cobardía e hipocresía, con el que los intelectuales occidentales llevaban por varias décadas asimilando el horror del comunismo.
En medio de ese ambiente nauseabundo se levantaba un aire fresco, libre de sospechas por sus orígenes izquierdistas (las sospechas caerían pronto), que cuestionaban con pasión el gran mito construido por la izquierda que dio su inicio en la Revolución rusa y se consolidó con la Segunda Guerra Mundial, es decir el Comunismo.
Estos nuevos filósofos no fueron los primeros, recordar por ejemplo a Orwell y Koestler. También escribió un libro junto a Thierry Wolton, «Silencio, se mata». Escrito en plena campaña contra el hambre en el mundo, los autores, se dirigieron personalmente a Etiopia. Denunciaron la puesta en escena montada por los países comunistas para conseguir dinero y todo tipo de recursos a los «buenudos» de todo calibre y pelaje.
La farsa del cantante Bob Geldof, quien fue propuesto para Nobel de la Paz, quien, en complicidad con el tirano y dictador de Addis Abeba, y las sospechosas complicidades de las ONGs. André Glucksmann asestaba un nuevo golpe al estalinismo contribuyendo a la formación del antitotalitarismo de izquierdas. Algunos acontecimientos vinieron a darle la razón: la toma de Saigón por los comunistas y la huida de los vietnamitas (los boat people), cientos de miles huyendo del terror comunista.
Como no recordar al amigo del dictador cubano Fidel Castro, Gabriel García Márquez, acusando a los que huían del terror comunista de inmundos capitalistas e imperialistas. Glucksmann junto a Raymond Aron convencieron a Jean-Paul Sartre para visitar al presidente francés para que intervenga en este drama. André fue ayudante del sociólogo y politólogo Raymond Aron, quien dirigió la tesis doctoral de Glucksmann sobre el filósofo de la guerra Clausevitz.
El genocidio ordenado por Pol Pot en Camboya, las revelaciones sobre la revolución cultural china, los acontecimientos de Polonia en los años ochenta. Construyeron un abismo entre la izquierda política y la izquierda intelectual. Con Glucksmann nacía el movimiento de los Nuevos Filósofos, una mezcla de izquierdistas y de alineados con el pensamiento de la derecha francesa, entre quienes estaban Bernard-Henry Lévy, Alain Finkielkraut, Jacques Julliard, Daniel Mothé, todos ellos asiduos clientes de los medios de comunicación, especialmente de la televisión.
La victoria de la izquierda en 1981, con François Mitterrand al frente de un renovado Partido Socialista, vendría a reconciliar al socialismo con parte de la izquierda intelectual. André Glucksmann en un acto de valentía que lo honra abandonó la secta izquierdista, y en su libro, «Occidente contra Occidente», explicó que el pacifismo europeo es una concesión a la barbarie; y, atentos los jacobinos, hace una defensa de Bush frente al oportunista de Chirac.
Fue capaz de defender el derecho de injerencia y la guerra humanitaria para poder frenar el avance de los tiranos y ayudar a los ciudadanos a liberarse de sus dictadores. Frente a los pacifistas, André Glucksmann no siente compasión, porque éstos sostienen el derecho de los pueblos a «disponer de sí mismos» y deducen del mismo «el derecho de las autoridades locales a disponer de sus pueblos», (Occidente contra Occidente).
Y que en los casos de Kosovo y Ruanda las tesis pacifistas representadas por la sacrosanta ONU (dotada de «infalibilidad papal», señala el autor) han permitido que el genocidio siguiera. En concreto, comenta Glucksmann:
«Cinco mil soldados, cinco mil cascos azules, hubieran detenido en seco el genocidio de un millón de tutsis en Ruanda. Sobre el terreno el equipo de la ONU, dirigido por el general canadiense Dallaire, enviaba mensaje tras mensaje a Nueva York exigiendo refuerzos, órdenes claras para desarmar a las milicias genocidas. Se hizo sonar la alarma durante semanas. En vano».
El pacifismo impregnado de su retórica idealista no funciona porque vivimos rodeados de sátrapas que no hablan el idioma de los derechos individuales. Glucksmann lo tiene muy claro y aun siendo izquierdista prefiere Bush a Chirac y a Vladimir Putin.
Glucksmann, Jean-Paul Sartre y Raymond Aron, ingresando al palacio presidencial.
Respeto la postura moral de Glucksmann, un poco débil frente a la política, pero alabo su desafío moral, mientras los pacifistas con su posición contra la guerra, permitieron, por ejemplo, que en Camboya los muertos llenaran los ríos, y permitían que Saddam Hussein siguiera gaseando a los kurdos o matando mujeres tras violarlas.
Ante un arma no vale una palabra, ante un asesino sólo cabe utilizar la fuerza que Glucksmann cree que es legítima; y cita a Blas Pascal: «No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, hágase que lo que es fuerte sea justo». Respecto a la guerra de Irak, el autor considera que fue una intervención rápida y efectiva. Fueron 21 días y sólo 4.000 víctimas.
En Chechenia, murieron más de 10.000 personas. Estados Unidos, en definitiva, ha hecho uso de armas inteligentes y ha optado por una guerra en la que se evitarán las muertes de civiles, a pesar de que Saddam y sus secuaces pusieran en primera línea de tiro a mujeres y niños para socavar la moral de Occidente.
Glucksmann es un rara avis, alguien que sigue la tradición de Voltaire, y sólo alguien así puede decir que «la civilización es una apuesta. Doble. Contra el que la niega y amenaza con aniquilarla. Contra sí misma, muy a menudo cómplice o aventurista de su desaparición».
Jean-Paul Sartre, agotado, junto a Raymond Aron, su hermano enemigo, subiendo juntos los escalones del palacio presidencial del Elíseo, en junio de 1979, escoltados por un joven alto de pelo largo, André Glucksmann. En lo alto de la escalinata les esperaba el presidente Giscard d’Estaing que, cediendo a sus peticiones, aceptaría en Francia a más de 100.000 refugiados de Vietnam que huían del régimen comunista en botes.
Ese momento fue fundamental en la historia intelectual de Francia y Europa, es el fin de las luchas ideológicas extremas y la complicidad o neutralidad absurda ante las grandes tragedias. Tras batirse en las barricadas parisinas en las jornadas de mayo de 1968 en las filas de los «prochinos», junto a muchísimos militantes maoístas desafectos del comunismo soviético. André Glucksmann, publicaría su primer libro, «Le Discours de la Guerre», en el que arrancaba una línea de pensamiento afín a una izquierda antitotalitaria que no temía equiparar marxismo y nazismo.
Los nuevos filósofos gustaban y se dejaban gustar por los medios, pero en el fondo no eran simpáticos para el establishment, fueron criticados por su «vedettizacion», pero más aún por su profundo y firme anticomunismo. En una Francia cuyo monopolio era ejercido por la izquierda francesa y jamás disputada. Glucksmann denunció el totalitarismo de la Unión Soviética, ensalzó valores ancestrales del liberalismo como el respeto a los derechos humanos y acabó por enterrar las ideas de mayo del 68 que en su día defendió con fervor, «Sí soy un converso», confesó sin vergüenza, y en 2007 pidió públicamente el voto para Nicolás Sarkozy.
Atento a las cuestiones políticas y la incursión en dicho territorio de una nueva pero vieja religiosidad, André Glucksmann se enfrentó en los últimos tiempos contra el terrorismo islámico, dejando en claro las «complacencias» de la izquierda frente a esta nueva forma de «totalitarismo». En su libro «Los dos caminos de la filosofía», resumía las dos posibles vías del pensamiento en la actualidad, a la manera libre y antidogmática del filósofo Sócrates, o a la nihilista y ansiosa del filósofo nazi Martín Heidegger.
El pensador francés, autor de obras tan controvertidas como «Dostoievski en Manhattan», es partidario de bajar los saberes filosóficos a la calle, al público de a pie, y sus reflexiones embestían sin concesiones los problemas más prioritarios del mundo contemporáneo, por eso se enfrentó al terror del islam, que para él era un terror nihilista. En un reportaje en oportunidad de la publicación del libro dijo lo siguiente:
Pregunta. – En su último libro establece que los dos caminos de la filosofía son Sócrates y Heidegger. ¿Por qué?
Respuesta. – Porque creo que el sentido de la filosofía, aun cuando se complica en exceso como sucede con Heidegger, es dar respuesta a cuestiones sencillas como dónde está la verdad, cuál es la frontera con la mentira, cómo morir, cómo amar, cómo sobrevivir… Se trata de bajar a la tierra el conocimiento necesario para responderlas. Sócrates fue el primero en hacerlo: entregar la sabiduría a los hombres después de haberla descolgado del reino de los dioses.
P.- Para usted los terroristas islamistas no son en realidad más que terroristas nihilistas.
R.- Todos los terroristas, islamistas o no, siempre se buscan sus coartadas: defender el bien de la humanidad, de su clase social… Lo que les diferencia son los métodos. Los islamistas se matan a sí mismos para poder asesinar. El hecho de que acepten morir en sus atentados les justifica para matar a otros civiles. Su grito favorito, en realidad, es “¡Viva la muerte!”.
P.- Usted defendió la guerra de Iraq. ¿Sigue creyendo que mereció la pena?
R.- Mereció la pena sobre todo para los iraquíes. Ahora son más libres que cuando vivían bajo Saddam Hussein. Éste ha asesinado a muchísima más gente que los atentados islamistas. Pero también hay que advertir algunos errores de los americanos, sobre todo sus errores de cálculo en las dificultades que surgirían tras la guerra. Tampoco se dieron cuenta de que Occidente se volvería contra ellos. Para Estados Unidos, y para Occidente en general, no está tan claro si mereció la pena.
P.- ¿No cambió su parece tras saber que los EE.UU. falsearon pruebas para demostrar que existían en suelo iraquí unas armas que luego se comprobó que no existían?
R.- No, no me hizo cambiar de opinión, porque yo nunca dije que existieran esas armas. Todos mis argumentos se sustentaban en la necesidad de acabar con la dictadura sanguinaria de Saddam.
P.- ¿Está consiguiendo Sarkozy su propósito de liquidar el legado del Mayo del 68?
R.- Ese es un proyecto vacío. Mayo del 68 acabó hace mucho tiempo, y la herencia que dejó es muy contradictoria. Por un lado, se criticaba al Partido Comunista Francés, mientras que por otro se lanzaban proclamas marxistas, maoístas… Mayo del 68 debería ser un argumento agotado, un tema del pasado.
P.- ¿Ve en Europa un continente en decadencia?
R.- La Unión Europea está en fase de hibernación. La primera mitad del siglo XX lanzó un ejemplo nefasto al resto del mundo: la guerra total y la revolución totalitaria. En la segunda mitad, ha intentado imaginar un antídoto contra ellas, con revoluciones como la de Terciopelo, la Primavera de Praga, que no aspiraban a tomar el poder sino a recuperar la libertad, y que consiguieron eliminar los vestigios del fascismo y el comunismo en el continente. Se ha pasado de un Antiguo Régimen a un Nuevo Régimen. Pero ahora, en este siglo, Europa vuelve a estar cansada, y ya no tiene fuerza para defender a aquellos que quieren recorrer su mismo camino.
El filósofo André junto a su hijo R. Glucksmann durante una presentación.
La rotunda defensa de los derechos humanos guió buena parte de su trayectoria, durante la que se opuso sin cesar a las consecuencias del colonialismo y se erigió en portavoz de refugiados y apátridas. También no sólo defendería a los chechenos hace poco lo haría con los ucranianos.
Contrario a la fe beata en el pacifismo, André Glucksmann tomó partido y adoptó claramente un perfil intervencionista, atlantista y proestadounidense, que le incitó a apoyar las intervenciones en Irak tanto en 1991 como en 2003. Apoyó también la operación militar en Serbia en el año 1999. Ser un héroe en estos tiempos no es cosa fácil, nunca lo fue.
Pero un héroe no necesariamente tiene el perfil del clásico héroe griego, o aquel que hablaba Carlyle, lo verdaderamente revolucionario y heroico es decir y sostener la verdad. André Glucksmann, que llevaba varios años enfermo y desaparecido de los radares mediáticos, juraba no tener miedo a morir algún día.
«Al revés, es una idea que me tranquiliza», aseguró en una entrevista televisiva en 2006. «Me digo que mi estado de decrepitud terminará por detenerse».
Murió unos días antes del criminal ataque yihadista en París, sucesos que ya había vaticinado denunciando el terrorismo islámico.
14 de noviembre de 2015.