

LA GUERRA (3)
La etología y la guerra.
Como dijimos en el primer artículo de esta serie sobre la Guerra, este fenómeno ha sido abordado desde distintas disciplinas científicas y no científicas. La etología es una de ellas. En realidad, esta disciplina es muy nueva y vamos a explicar de que se trata. Etimológicamente: «Etología» tiene su raíz en ήθος, éthos, que tiene que ver con el carácter y λόγος, lógos, con el discurso, ciencia. Este término fue acunado por Juan Stuart Mill para designar las leyes de formación del carácter, en tanto que Wilhelm Wundt la emplea para designar el estudio histórico de las costumbres y representaciones morales.
La etología intenta explicar la conducta animal sobre la base del estudio de la conducta observable de diferentes especies animales en su hábitat o en otros creados para tal efecto. Es decir, que se trata de estudiar qué conductas son propias del filum, de la especie, y cuáles son adquiridas en contacto con el medio entorno. En un principio esta disciplina estuvo asimilada a la genética. El estudio de la conducta intenta ser planteado desde una perspectiva cogenérica, para incluir en él al hombre, aunque sus planteamientos acaben siendo inequívocamente reduccionistas.
Por tanto, existe un reduccionismo etológico que consiste en ecualizar a las especies, en lo que tenemos en común. El error del etologismo está en el momento de progresar hacia las realidades humanas, para explicar desde ese reduccionismo y desde una perspectiva genérica, así sucede en el caso de la Guerra. Y lo que intentan es mantener una teoría de la guerra desde la agresividad.
El profesor Gustavo Bueno Martínez, ya nos advertía en su libro: «La Vuelta a La Caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización»: «La idea filosófica mundana, por no decir la idea que de la Guerra se forja la filosofía vulgar –al menos una gran parte de la filosofía popular- consiste en su equiparación, generalmente desde una metafísica naturalista, con las conductas de lucha entre animales, tanto si se trata de luchas interespecíficas como de luchas intraespecíficas. Es en el fondo una idea «zoológica» de la Guerra…».
«La utilización de esta perspectiva zoológica tiene pretensiones que desbordan la mera constatación de evidentes analogías, por ejemplo, las conductas de vigilancia, de rodeos, las estratagemas, engaños, ataques, luchas, heridas o muertes. Ante todo, tiene la pretensión de haber captado las claves que desencadenan las guerras entre los hombres, y que no serían otras sino nuestros mismos comportamientos animales, inscriptos genéticamente en nuestra propia individualidad viviente». […]
«Los pesimistas, admitiendo que los instintos zoológicos de agresión son innatos en el hombre, y acaso aún están grabados en nuestro código genético, se resignaran ante el descubrimiento de esta «triste ciencia». Los optimistas, que prefieren suponer, o bien que no existen tales instintos innatos, sino pautas aprendidas, o bien que, ya sean las conductas agresivas heredadas o aprendidas, podrán ser neutralizadas o reprimidas por la educación o por el miedo (por la civilización y por la cultura, en el sentido de Freud), no se resignarán a lo que somos, al parecer por herencia o aprendizaje, es decir, al ser de la agresión, sino que proclamaran la necesidad de erradicar la guerra en nombre del deber ser de la paz.»
Seguidamente dirá Gustavo Bueno Martínez: «Lo que nos interesa subrayar, por no decir denunciar, es esto: que la idea zoológica de la guerra, propia de la filosofía popular, es casi un «sombreado» del desarrollo que los etólogos o «naturalistas» hacen del concepto de conducta agresiva, o recíprocamente. Es cierto que un etólogo, en cuanto tal, puede reivindicar la legitimidad de sus análisis, al menos en la medida en la que él no pretenda dar cuenta de la integridad de la guerra, como figura antropológica; pero también es cierto que muchos etólogos recaen, en sus análisis, en esa filosofía vulgar de la guerra, incluso en su versión pesimista, que, de este modo, parece recibir una corroboración científica.»
Es importante también hacer notar que la concepción de la guerra que exponen los etólogos de la escuela de Konrad Lorenz, Tinbergen o Eibl Eibesfeldt, sostienen una concepción contraria al pacifismo. Son etólogos innatistas que cultivan la concepción de la guerra desde una perspectiva innatista de la agresión y de la violencia. Esta concepción comprende dos movimientos que se realizan circularmente, como lo explica el profesor Bueno Martínez.
«(1)El movimiento de regressus (o de reducción inicial) desde la guerra (y de otras manifestaciones de la agresión entre los hombres) hasta las conductas de agresión de los animales; aunque en otros casos se llega a todos los vivientes, a la «lucha por la vida» de Spencer-Darwin, aplicada incluso a los vegetales, y a su competitividad en el ámbito cósmico de las biocenosis (…) otros extenderán la guerra a cualquier tipo de ser realmente existente: «la guerra es el padre de todas las cosas», de Heráclito».
« (2) El movimiento de progressus (o reducción final) que partiendo de una idea general de la agresión zoológica o cósmica (aquí es inevitable acordarse del libro de Konrad Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal), intenta reaplicarla a los fenómenos de la guerra humana, y no sólo con la pretensión de constatar en ellos la presencia de los rasgos zoológicos generales, sino también con la pretensión de «recubrirlos» por entero, al menos en cuanto a lo esencial (porque incluso aquellos componentes específicos de las guerras humanas –por ejemplo, los armamentos a distancia, desde la lanza hasta el rifle o los misiles- serán incorporados, como es lógico por otro lado, tan sólo en la medida en la que ellos «alteren» o «desvíen» los componentes genéricos de la agresión). Este tipo de reducción final «etológica» de la esencia de la guerra, mediante la reconstrucción de las claves de las guerras concretas, históricas, en los términos etológicos de la teoría de la agresión, es muy frecuente, no sólo entre los etólogos sino también entre sociólogos o historiadores que creen además contar con el respaldo de la ciencia etológica.»
Ireneäus Eibl-Eibesfeldt, un reconocido discípulo de Konrad Lorenz es el autor de una monografía titulada precisamente: «Guerra y Paz», Eibl-Eibesfeldt, siguiendo en este punto a Wright, define la guerra en términos etológicos, como un conflicto intergrupal armado, una modulación específicamente humana de la agresión (o del «sistema conductual agonístico») intergrupal e intraespecífica.
Dice Iñigo Ongay de Felipe: En este sentido, la agresión armada que se moviliza en los fenómenos bélicos, no respondería tanto a una suerte de instinto bestial cercano con el «sadismo» como si la guerra misma fuese algo así como una desviación patológica y arbitraria del psiquismo humano.
Desde la perspectiva manejada por la «etología humana» a la guerra pueden atribuírsele funciones particulares de importancia principal como puedan serlo la redistribución territorial de los diversos grupos humanos. Por tanto, la agresión armada bélica es ecológicamente adaptativa, al menos en la medida en que por su mediación, queda regulada la competición intergrupal por los diferentes territorios y sus recursos. Eibl-Eibesfeldt lo señala así:
«La guerra, en consecuencia, es un medio que sirve a los grupos para competir por la posesión de bienes de interés vital (tierra, riquezas del subsuelo, etc.). Se ha dicho también que sirve para mantener el equilibrio demográfico, pero éste es, sin ningún género de dudas, un efecto secundario. O para regular variables psíquicas (desahogo de tensiones psíquicas). En este punto se confunden los móviles individuales con las ventajas desde la perspectiva de la selección».
Si la guerra misma fuera deletérea o «contra-funcional» la presión de selección habría podido eliminarla, cosa que evidentemente no ha ocurrido. Esto también lo advierte el etólogo austríaco Eibl-Eibesfeldt, como veremos a continuación: «O bien es nociva o bien útil desde el punto de vista de la selección. Si la primera posibilidad se hubiera cumplido siempre, hace ya mucho tiempo que se habría organizado una contra-selección, extremo éste que, como demuestra la historia, no se ha dado».
Eibl-Eibesfeldt remite, la guerra al ámbito genérico de agresión humana (a través del expediente de calificar la agresión específicamente bélica en términos de «intergrupal» y «armada»), pero sucede que el comportamiento agresivo y la agresión intraespecífica constituye una suerte de «universal antropológico», un rasgo propio de nuestra especie (y de otras) rastreable en las comunidades y culturas más variadas.
Si esto es así, como Eibl-Eibesfeldt pretende haber demostrado frente a la «leyenda» del carácter pacífico de los cazadores-recolectores (esquimales, bosquimanos kung! del Kalahari, kwakiult, …) y si además las pautas motoras que soportan las interacciones agresivas entre los sujetos son también idénticas en las más diversas comunidades e incluso en niños privados naturalmente (sordos o ciegos de nacimiento, sujetos carentes incluso del sentido del tacto, etc.) de toda experiencia relevante que pudiese justificar alguna interpretación estrictamente ambientalista (como puedan serlo, pongo por caso, la llamada hipótesis frustración-agresión, o el modelo conductista), se seguirá entonces que tales pautas motoras constituyen patrones fijos de acción encastrados en coordinaciones hereditarias filogenéticamente incorporadas al equipamiento innato de nuestra especie, al etograma cuyo aislado es precisamente, uno de los objetivos principales de la etología humana.
Sin embargo, tampoco debiera resultar sorprendente una tal circunstancia dado, sobre todo, que el sistema conductual agonístico –actividades de hostigamiento, conductas de ataque o de defensa, territorialismo, sumisión, huida, etc. – incluye rasgos que conforman los etogramas de otras especies interconectadas, de diversos modos, por su filogenia, con la nuestra: este sería el caso tanto de los chimpancés de Kortlandt como de los peces espinosos de Tinbergen o de los petirrojos de David Lack. Estas conductas –algunas veces sumamente estereotipadas– permanecen imbricadas en MDI (mecanismos desencadenantes innatas) y vinculadas a estímulos-señales muy precisos que podrán operar por así decir, atómica o molecularmente (en virtud de la llamada «ley de la suma heterogénea de estímulos» descubierta por A. Seitz).
Con todo, en el caso de las especies gregarias –y ante todo en el de los mamíferos, aunque también en las aves o en los reptiles– subsisten toda una serie de poderosos mecanismos inhibitorios innatos aptos para moldear la agresión intraespecífica, circunscribiendo ésta a unos límites que impiden su explosión descontrolada. En este contexto, cabe entender muy bien, las funciones de los rituales del vínculo a los que tan profusamente se refiere Eibl-Eibesfeldt en «Amor y Odio» o en «El hombre preprogramado».
Por otro lado, según la hipótesis de Eibl-Eibesfeldt, tales rituales vinculadores (alimentación nupcial, beso, espulgamiento, algunas formas de saludo, etc.) y las señales apaciguadoras (que vendrían a reproducir conductas de carácter claramente infantiloide) derivarían justamente del cuidado de la progenie que tanta importancia cobra en el repertorio conductual de aves o mamíferos.
«Todos los mecanismos de vinculación al grupo son filogenéticamente muy antiguos, y es bastante probable que se desarrollaran mano a mano con los cuidados de la progenie. Con este “invento”, las aves y los mamíferos adquirieron, cada cual, por su parte, la facultad de apoyarse mutuamente y de formar grupos altruistas cuyos miembros libran juntos la lucha por la existencia».
Por otro lado, la ritualización de la propia agresión (bajo la forma de torneos incruentos en los que los organismos no hacen uso de sus «armas» más letales: garras, dientes, veneno) canaliza esta misma de una forma no sangrienta. Cuando la agresión se lleva a cabo en cambio, allende los mismos límites de la propia especie (sobre todo en el caso de la agresión predatoria, pero también la defensa frente a los predadores, o la agresión exploratoria de los felinos, etc.) estos mecanismos inhibitorios quedan neutralizados por entero, los rituales del vínculo dejan de ser operativos.
La tesis fundamental defendida a este respecto por Ireneäus Eibl-Eibesfeldt, podría resumirse en el presente contexto, del modo siguiente: la «evolución cultural» en su curso reproductor –a un «nivel superior»– de los dinamismos evolutivos «naturales», habría acabado por determinar el despegue de un proceso de pseudoespeciación, las diferentes comunidades humanas quedan rigurosamente acotadas por factores tales como la lengua o las costumbres llegando incluso a reservar para sí mismas el calificativo de «personas».
De esta manera, la agresión intraespecífica se transforma (emic), en una situación de agresión predadora, cazadora. Los enemigos militares quedan anatemizados como miembros de especies diferentes, incapaces ellos mismos de despertar mecanismo inhibidor alguno. En palabras del propio Eibl-Eibesfeldt: «(…) la evolución cultural, bajo la acción moldeadora de presiones selectivas análogas, imita la biológica en un nivel superior de espiral evolutiva. Así, la creación de las especies se corresponde con la pseudoespeciación cultural. Las culturas se delimitan las unas de las otras como si se trataran de especies diferentes. Para acentuar el contraste, los representantes de cada grupo se autocalifican de personas mientras niegan a los demás ese título o se lo confieren disminuido de valor. Esta evolución cultural se basa en preadaptaciones biológicas, por ejemplo, el rechazo del “extraño”, que nos es congénito y que conduce al aislamiento del grupo».
Desde la perspectiva del materialismo filosófico la guerra y la paz representan antes «ideas» filosóficas, que «conceptos» científicos. Ello querría en principio decir, que sin perjuicio de que tales ideas penetren los más diversos cercos categoriales (en el caso que nos ocupa nos referimos particularmente a disciplinas tales como la etnología, la antropología política, la arqueología, la historia, la etología, etc., pero también los saberes militares de corte «práctico-práctico»), se mantienen de algún modo, conformadas, en virtud de un entretejimiento symplokeico, entre los intersticios mismos de tales disciplinas (sean éstas científicas, tecnológicas, etc.) sin que pueda decirse que queden agotadas de modo terminante por ningún campo operatorio en particular.
Y algo más adelante, apostilla nuestro autor: «El hecho de que neguemos a los otros con frecuencia la condición de hombres, desvía el conflicto hacia un enfrentamiento interespecífico, y la agresividad interespecífica suele ser aniquiladora también en el reino animal. Al filtro biológico normativo que inhibe las agresiones destructivas también en el hombre, se le superpone un filtro normativo cultural, que le exige matar».
Sin embargo, el tratamiento que de la guerra arroja Eibl-Eibesfeldt aparece lastrado, entre otros motivos, por la enérgica hipostatización de las ideas de naturaleza y de cultura (de la evolución biológica y cultural) que en este tratamiento puede advertirse. Eibl-Eibesfeldt, nos propone un plan para poner en marcha un progreso de la humanidad hacia la paz (¿perpetua?) que consiste precisamente en una utópica armonización de los filtros culturales y los biológicos que pudiese tomar como base la reactivación de canales incruentos de cumplimiento de las funciones atribuidas a la guerra.
Si Eibl-Eibesfeldt trata de revertir la conceptualización etológica de la guerra al terreno genérico de la agresión intraespecífica, esta misma había sido ya objeto de un tratamiento detallado desde el punto de vista de la etología en las doctrinas que Konrad Lorenz defendió al respecto. Como decía Lorenz, la conducta agresiva toma la forma de una conducta apetitiva regulada tanto por los estados internos del organismo (la acumulación de «energía de acción específica) como por los estímulos clave recibidos por el mismo; de esta manera, llegado el caso, la descarga podría incluso tener lugar «en el vacío» (al modo de los petirrojos de Lack) o frente a modelos claramente deficitarios.
Según el llamado modelo «termo-hidráulico» de Konrad Lorenz, habría que reconocer, por lo tanto, la actuación de pulsiones innatas que conducirían a la agresión al individuo. Estas pulsiones, cuando se ensortijan adecuadamente con sus correspondientes mecanismos inhibitorios –en el parlamento de los instintos– resultan adaptativas (siempre en el sentido de la «selección de grupos») en la medida al menos en que funcionan como un «test de aptitud» (de cara a la selección sexual) o que permiten regular la distribución territorial de las poblaciones sin necesidad de abrir un combate cruento entre miembros de la misma especie.
En este mismo sentido, las armas más poderosas de las que la filogénesis ha dotado a los individuos, quedarían generalmente al margen de tales torneos intraespecíficos. Sin embargo, el problema surge cuando en el caso del ser humano, el desarrollo de la cultura y las tecnologías armamentísticas posibilitan consumar «el acto de matar al semejante» sin dar ocasión alguna a la mediación de las pertinentes señales inhibitorias que establecen los límites adecuados de la descarga en una situación de combate ritual.
«Ahora estamos en situación de comprender el peligroso desequilibrio que se produjo entre el instinto de agresión y el mecanismo de inhibición con la intervención de la primera arma, la pica. Si nos paramos a pensar en lo que tuvo que ocurrir cuando una criatura con el mal genio y la agresividad de un antropoide se encontró de pronto con que podía matar a un semejante de un solo golpe, con lo que todas las actitudes de humillación, gritos de dolor, etcéteras destinados a inspirar compasión, perdieron de pronto su eficacia. Hasta cierto punto casi nos asombra que la Humanidad no quedara aniquilada tras el invento del primer utensilio». Konrad Lorenz
Precisamente este carácter descontrolado marca, según Konrad Lorenz, la diferencia específica que señala la agresión humana respecto a la agresión animal, genérica. La cosa por lo demás, tendería a agravarse cuando hacen su aparición factores tales como el deterioro medioambiental, la escasez de recursos energéticos o el desequilibrio demográfico en los diversos «biotopos» colonizados por nuestra especie. El etologismo, por lo tanto, está servido como se ve, en tanto en cuanto cabe reconducir una tal distinción en una dirección intragenérica sin perjuicio tampoco del reconocimiento de su peculiaridad. Una peculiaridad que, sin embargo, queda enteramente difuminada cuando se la considera a la luz de las mismas premisas que Lorenz está manejando.
De aquí a la equiparación de la agresión intragenérica e intergrupal en seres humanos y otros mamíferos (ni siquiera primates) el trecho es bien breve. Y en efecto es el propio Lorenz quien parece franquear la frontera: «Debemos reconocer la amarga verdad de que, colectivamente, los seres humanos, en principio no actuamos de modo distintos a las ratas, por ejemplo, que en su afán por crear bandas provocan la superpoblación de su espacio vital, lo cual, a su vez, da lugar a las guerras de aniquilación. El símil, realmente, no puede ser más triste».
Desconocemos por nuestra parte, si es o no triste el símil propuesto por Lorenz. Nos parece en cambio bastante improcedente, al menos en la medida en que nosotros no llegaríamos a reconocer, de la mano del etólogo de Altenberg, verdaderas «guerras de aniquilación» en las colonias de roedores, así como tampoco atribuiríamos (con Luis Büchner, en «La vida psíquica de las bestias»), estados, batallas, armisticios, esclavismo, ganadería o socialismo a las abejas, las termitas o las hormigas.
De esta manera, si el etologismo resulta superficial y disolvente es, ante todo, por pretender organizar el material antropológico al margen de parejas de conceptos tales como puedan serlo los de «individuo/persona», «ritual/ceremonia» o al margen de la misma oposición entre «estratos φ/π» que el materialismo filosófico concibe como capital. Esto es, sin negar por supuesto que el ser humano sea un animal (más en concreto un primate, un gran simio) y por tanto sin necesidad de prescindir por entero de los desarrollos etológicos comentados –al contrario, acaso se haga imprescindible contar con ellos en todo momento–; el materialismo filosófico trataría por su parte de hacer justicia a la demarcación efectiva entre los hombres y los (demás) animales.
Advirtiendo la pertinencia de señalar caracteres difluyentes que, sin perjuicio de dimanar por así decir del «tronco zoológico» especifican la agresión o la guerra humana no tanto en una dirección intragenérica (subgenérica o cogenérica) como en una dirección metagenérica. De manera que la guerra entre Estados (y asimismo los propios Estados, las sociedades políticas resultantes, ellas mismas de la transformación sui generis de sociedades naturales como puedan serlo las estudiadas por Franz de Wall en el zoo de Arnhem) vendría a devenir en una suerte de reorganización –a la que Gustavo Bueno denomina anamórfosis– de los mismos contenidos dados en la agresión (etológica, intragenérica) entre bandas de babuinos, chimpancés, rhesus, etc.
Sólo que esta reorganización desborda dialécticamente (en el contexto de una figura que ya conoció Aristóteles a su modo: metábasis eis allo genos) los materiales de partida; con lo que, por lo demás, cabe señalar que la propia guerra (y ante todo la llamada «guerra civilizada») no puede quedar atrapada entre los márgenes categoriales de ninguna disciplina científica en particular.
El «antropólogo» Marshall David Shalins, nacido en Chicago, en su obra «Uso y abuso de la Biología», dice: «(…) la guerra no es una relación entre individuos sino entre Estados (u otras formas políticas socialmente constituidas) y las personas participan en ellas no en su condición de individuos o seres humanos, sino en su condición de seres sociales, y no exactamente esto, sino sólo en una condición social específicamente contextualizada».
Esta tesis de Marshall David Shalins resulta verdaderamente certera en relación al formalismo subyacente a los tratamientos etologistas de las ideas de «guerra» o de «paz». Ciertamente, lo característico de la guerra, en lo que tiene de fenómeno inextricablemente vinculado a la dialéctica entre Imperios o Estados, reside en su alcance formalmente político. Además, Marshall Shalins hace una distinción entre individuo y persona.
Pero la rivalidad entre dos poblaciones de organismos en lucha por la maximización de sus respectivas aptitudes biológicas (sean estas «darwinianas» o «inclusivas») no puede en modo alguno confundirse, con un enfrentamiento político como el que siempre lleva aparejada la guerra. Decimos esto, por no poner de manifiesto que las diferencias reseñables entre la guerra humana y la agresión animal intergrupal no se agotan precisamente en este punto.
Por más que Jane Goodall, Kortlandt o Sabater Pi hayan hecho ver, con absoluta rotundidad, la proximidad etológica de seres humanos y otros primates en lo referido a las conductas culturales, manejo de herramientas (a veces a modo de armas), etc., no creemos que ésta situación pueda hacerse equivalente al despliegue tecno-científico que la guerra misma ha incorporado a su curso a lo largo de la historia, constituyéndose incluso en un factor determinante de primera importancia en la motorización de la historia de las ciencias (desde la mecánica clásica hasta Internet, desde la cibernética a la investigación en virología o inmunología, desde la psicometría del C. I. hasta el «Proyecto Manhattan» de Oppenheimer).
Antes de acabar creemos que merece la pena dar la palabra a Gustavo Bueno Martínez, de quien conocemos un párrafo muy esclarecedor en vistas a arrojar luz sobre la distancia que media entre «enseñar los dientes» y «mandar los misiles», como señala en su artículo «Sobre el concepto de Espacio antropológico»:
«Estamos ante un gesto agresivo del Presidente Nixon y ante el gesto agresivo de un orangután. Cuando evacuamos los contenidos, ambos gestos aparecen como enteramente similares: tal es el punto de vista del psicólogo, que resulta ser así un punto de vista formal (precisamente en tanto que segrega dichos contenidos). Para que el gesto agresivo de Nixon recupere sus características humanas es preciso introducir, no ya una interior «conciencia reflexiva» del propio gesto, sino, por ejemplo, su referencia a la Bolsa o al Pentágono, es decir a contenidos de la cultura objetiva, a contenidos materiales, contenidos que de ningún modo pueden ser asociados en el mismo sentido al gesto agresivo similar del primate».
En cuanto a Konrad Lorenz, lo que critica es la inconveniencia de la guerra para la especie humana. «El mismo principio se aplica en medida aun mayor a las armas modernas a control remoto». Defiende la agresividad corporal, para la conservación de la especie en relación con el medio, es imprescindible que los animales conserven este componente etológico, que es la agresividad.
El uso moderno de armas a distancia supone una hipertrofia de la agresividad corporal al eliminar la lucha cuerpo a cuerpo, y la consecuencia indirecta es que la invención de las armas que hace el predominio de una selección intraespecífica poco deseable. Pero la especie humana en ese medio en el cual está ubicada es transformada, y es precisamente esa transformación de ese medio biológico donde se desarrolla esa especie, genera el espacio antropológico. Hay algo que nos diferencia de todos y es el eje angular, que nos lleva desde la veneración, el miedo, el temor, el odio, a ciertos animales, y nos lleva desde las cuevas prehistóricas hasta la religión secundaria y a la terciaria, hasta los grandes templos.
Inigo Ongay de Felipe, quien a realizado aportes importantes a esta cuestión, sostiene que el reduccionismo etológico consiste en ecualizar a las especies, en tanto y en cuanto, tenemos cosas en común. Pero el fallo del etologismo está en el momento de progresar hacia las realidades humanas, como es el caso de la Guerra, y querer explicar desde ese reduccionismo, desde una perspectiva genérica. No se puede mantener una teoría de la Guerra desde la agresividad.
Gustavo Bueno Martínez, en su crítica a la filosofía mundana de la guerra, dice: También es verdad que la filosofía naturalista de la guerra puede favorecer una ideología «legitimadora» del belicismo. Son según esto, los propios naturalistas, quienes han formulado por primera vez los principios de esta filosofía mundana de la guerra, que se transforma una y otra vez en una ideología, si es que no lo era ya desde su origen, en el momento en que se ponga al servicio de determinados grupos sociales (por ejemplo, los grupos colonialistas en la época del imperio británico) en su lucha con otros grupos o sociedades.
La ideología del llamado «darwinismo social» está ya esbozada en las obras del mismo Darwin, cuando subrayó el papel que la guerra endémica y la usurpación genética pudieron haber tenido en la selección del grupo en su ascenso hacia la inteligencia. «Y no sólo en la guerra habría que buscar la fuente del desarrollo intelectual del hombre; también el desarrollo ético y moral de la especie humana –dicen algunos- habría sido conformado, en gran medida, por la guerra. Es frecuente escuchar, de boca de distinguidos filósofos naturalistas (como O. Spengler o M. Scheler), o de no menos distinguidos naturalistas (como Keith, Bigelow o Alexander), que de la guerra han surgido las virtudes y rasgos más nobles de la especie humana, como la solidaridad, el espíritu de equipo, el altruismo o el patriotismo.
2 de mayo de 2025